Reconozco
que en ocasiones cedo a la tentación del zapping.
No muchas, porque los momentos que paso ante la TV son más bien escasos. Y
entonces escojo el menú sin esperar ofertas ajenas. Incluso diré que soy selectivo:
sólo acepto los platos que contienen noticiaros o el fútbol del Barça.
Pues
en uno de esos deslices dedicados al zapping
asomó por la pantalla un panel de señores en torno a una mesa solemne, bien
iluminada y con numerosas cámaras enfocando desde diversos ángulos. Supuse que
estaban debatiendo algún tema interesante sobre nuestra sociedad. Las
apariencias lo daban a entender. Pues las apariencias engañan, como es bien
sabido.
Al
cabo de unos segundos caí en la cuenta de que el debate no versaba precisamente
sobre economía, política o espiritualidad. Los protagonistas eran personajillos
de los que pululan por las revistas llamadas del corazón. Los sesudos
panelistas -hasta se diría que de gesticulación grave- investigaban si había
tenido lugar el ayuntamiento de un individuo de la farándula con otro compinche.
Era
de admirar los argumentos que sacaban a colación para defender las respectivas
hipótesis. Se enfadaban cuando otro les contradecía. Tal parecía que les herían
en lo más hondo su dignidad personal. De vez en cuando un mini-reportaje
relacionado con el tema imponía una pausa a la vez que añadía más leña al
fuego. Los participantes discutían, levantaban la voz, se formaba un guirigay
que el moderador no lograba atajar. Un observador ignorante del asunto de
seguro supondría que se estaba tratando un tema de gran enjundia y pasión.
Me
permito hacer algunas precisiones. Quizás no habría que referirse a la prensa rosa al tratar las cuestiones de
parejas que se juntan y desjuntan, que hablan mal de sus rivales, que se
ofrecen a los platós de TV para criticar, murmurar o testimoniar falsedades de
vidas ajenas. La prensa rosa remite a
cuentos de hadas, aves que cantan y vuelan entre nubes rosáceas. Resultaría más apropiado hablar de prensa marrón que más fácilmente induce a
pensar en montajes, rencores, envidias, calumnias y toda clase de elementos
putrefactos. Sí, la prensa marrón remite a cavidades intestinales y emanaciones
deletéreas.
Pues
si de tales materias trata la prensa
marrón, se preguntará el lector por qué abundan tanto estos programas en
los canales de TV. Fácil respuesta: porque todo ser humano mantiene algún
desagüe interior que requiere ponerse en funcionamiento. Y a fe que algunos no
le dan descanso al sumidero. Abundan también porque muchas vidas vacías
requieren llenarse de otras vidas que se exhiben sin pudor.
Y,
por supuesto, abundan tales programas porque engrosan las cuentas corrientes de
la emisora, del Director del panel, de los tertulianos, de los difamadores, de
la víctima difamada en el banquillo, etc. Todo el mundo saca sus buenos
beneficios.
Los chismorreos de hoy y de ayer
La
curiosidad, los rumores, los chismes y el chismorreo no son cosa de hoy.
Acontecen desde tiempos inmemoriales. Se dan en el pueblo, la oficina, la
escuela, el restaurant. Existe mucha gente con el instinto del chismorreo.
Tiempos
atrás este proceder se personificaba en alguna típica mujer mayor del pueblo,
bien conocida, que estaba al tanto de la vida de sus vecinos y nada le escapaba
de sus conductas. Luego desembuchaba a los oídos de quien quisiera escuchar lo
que había conseguido recoger, junto con los comentarios de otros a quienes no
desagradaba linchar al prójimo. La susodicha señora no desaprovechaba ocasión
para asomarse a cualquier ventana, ni le hacía ascos al menor caudal de
información que tuviera al alcance.
Esta
celestina fisgona y entrometida irradiaba incluso un cierto encanto folklórico,
mientras no se excediera. También es verdad que, mirada la situación desde otro
ángulo, más bien daba pena. Pero resulta que hoy día no es una mujer mayor la
mirona que recoge datos para intercambiar con la vecina. Hoy el asunto ha
tomado proporciones gigantescas. Un pelotón de periodistas se dedican
profesionalmente al poco honroso oficio de meterse donde no les llaman. O
quizás sí que les llaman… y entonces todavía peor.
Como
fuere, la situación ya no tiene el menor encanto. Más bien induce al vómito. Ya
no es una vecina del pueblo la que fisgonea por la necesidad de llenar su vacío
existencial con el chisme de vidas ajenas. Ahora las cámaras de TV, los
periodistas, los banqueros, las casas comerciales a través de la propaganda,
persiguen los chismes, devaneos y amoríos de los llamados famosos.
El
espectador acaba interesándose por el divorcio de la señora X y la infidelidad
de su cuñado. Participará en la encuesta que solicita opinión acerca de si unos
inquilinos de revistas satinadas llegaron a la intimidad sexual o no. Incluso
discutirá con su vecina acerca del comportamiento del duque N. o del nuevo rico
X. Con todo lo cual se pone en marcha un torrente de verborrea insustancial,
insípida y trivial. Nos hallamos en plena vacuidad existencial.
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