¿Por qué algunos creyentes -y en
mayor medida quienes están investidos de autoridad- suelen recelar, con mueca
incluida, de la ecología? No me refiero al rechazo que sienten determinadas
jerarquías cuando escuchan acerca de grupos denominados “verdes”, a los que se
suele identificar vagamente con feminismo, inconformismo y hasta un cierto
anarquismo. Dicho sea de paso, no estaría mal un análisis acerca de la escasa
simpatía que les despiertan.
Sin embargo, no apunto a los
“grupos verdes”, sino al ecologismo sin más. Cristianismo y ecologismo se han
brindado mutuos desplantes en los último decenios. Bien es verdad que va
creciendo una actitud mucho más considerada hacia la ecología por parte de los
creyentes. En algunos casos hasta se corre el peligro de ”divinizar” la
naturaleza. Y tampoco de eso se trata.
Como fuere, tradicionalmente el
seguidor fiel y convencido del hecho ecológico acusa al cristiano de pecar
mortalmente contra la naturaleza. Alega que la idea procedente de la religión
judeo-cristiana, que hace de la naturaleza objeto de deseo y de conquista
-”llenen la tierra y sométanla”- no es de recibo.
Tampoco está de acuerdo con la
concepción del ser humano como “imagen
de Dios” que se adueña de la creación, la transforma y manipula, bajo el
pretexto del poder delegado por Dios, el definitivo y soberano Señor, en último
término.
Puestos a detectar desacuerdos,
no parece que la idea bíblica de la historia como avance lineal desde el inicio
hasta las metas finales, sea del agrado de los ecologistas. Precisamente
olfatean ahí la idea característica de la modernidad, a saber, el mito
devastador del progreso indefinido. Una idea a la que hacen blanco de sus iras.
Biblia y ecologismo
Pues bien, a pesar de todo, hay
argumentos con los que romper una lanza en favor de la visión bíblica de la
naturaleza en cuanto amiga de montes, mares y forestas. Porque el cristianismo
considera que la ”explotación” de la naturaleza por el ser humano no
necesariamente deja malparada la obra de la creación. Sucederá, en todo caso,
cuando el dominio es irracional, inmisericorde y movido por la avidez de lucro.
De por sí la tarea humana sobre
la naturaleza perfecciona la voluntad creadora de Dios. En efecto, desde las
primeras páginas de la biblia surge el mandato dado a los hombres y mujeres:
crecer, multiplicarse, dominar sobre los peces del mar y las aves del cielo.
Sucede que el cristiano no dispone de salvaconducto para maltratar la
naturaleza y abusar malamente de los recursos que ella ofrece. Más aún, muchos
creyentes en Jesús han llegado a la conclusión de que el cristiano debe ser
ecologista. Por más que frunzan el ceño los que han tenido alguna mala
experiencia al respecto o quienes gustan de agarrarse a los prejuicios.
Se ha mostrado que la imagen de
Dios derivada de los relatos bíblicos no se corresponde con la de un soberano
dominante y arrogante, sino a la de un cuidadoso y atento jardinero. Es Dios
quien crea el universo, luego el mundo puede de alguna manera ser considerado
como la prolongación de Dios mismo. Por supuesto, sin flirtear con ninguna
clase de panteísmo.
Teilhard de Chardin y S. Francisco
Más aún, los grandes autores del
Nuevo Testamento, Pablo y Juan, gustan de elevar la figura de Jesús hasta
horizontes cósmicos. Consideran que Él es principio de reconciliación de todos
los elementos existentes y que, gracias a él, las realidades creadas se
conectan entre sí. No es de extrañar que la tradición cristiana haya dado a luz
a un científico, teólogo y poeta de primera magnitud, como Theilard de Chardin.
Su obra equivale a un canto continuado a la materia y a sus profundas energías
conectadas con el Creador.
El cristianismo no tiene por qué
aceptar sin más la acusación de enemigo de la naturaleza. Ahí está el santo más
popular de todos los santos, Francisco de Asís, que fue ecologista antes de que
el término se inventara. El pobre de Asís debe gran parte de su irradiación
poética a la cercanía y compenetración con la naturaleza.
Cabe ser cristiano y ecologista.
El creyente del futuro probablemente tendrá el oído más atento a materia
animada e inanimada. Y aprenderá que toda realidad es interdependiente.
Entenderá con el corazón, más que con la cabeza, que la vaga e inconsciente
asociación entre ecologismo, feminismo, marginación, pacifismo, etc. se debe a los numerosos lazos
invisibles que enlazan y entretejen las múltiples manifestaciones de la vida
misma.
Aunque les pese a determinados
señores que reniegan de estos movimientos -quizás ven amenazada su digestión y
su status- todos ellos coinciden en un común denominador: la liberación. La
cual se alimenta de raíces profundamente cristianas. La verdad hace libres,
proclama el evangelista Juan. Y -añado por mi cuenta-. la búsqueda de la
verdad, verdaderos.
El que experimente alergia frente
a alguno de los mencionados movimientos no se precipite recurriendo a descalificaciones
prematuras. Podría delatarse como enemigo de la naturaleza salida de la mano
del Creador. O hacerse sospechoso de estar situado en las filas contrarias a la
liberación del ser humano. Graves delitos, por cierto.
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