El asunto de
los fines y los medios podría relacionarse con un océano turbio y turbulento
que obliga a bracear como un náufrago para evadirse la duda. Difícilmente
permite arribar a la orilla de las ideas claras y distintas de las que gustaba Descartes.
Nada de ideas claras y distintas sobre este punto. Por lo demás, no resulta de
gran utilidad pedir consejo, pues que cada consejero tiende a arrimar el ascua
a su sardina.
En principio
no duelen prendas a la hora de apelar al dicho de que “el fin no justifica los
medios”. A la hora de la verdad y de la acción, sin embargo, el individuo
recurre a equilibrios complejos y raciocinios contrapesados y compensados para,
a la postre, desvirtuar el principio y encender una vela a Dios y otra al
diablo.
Uno de los
objetivos de la Iglesia consiste en convencer a hombres y mujeres a fin de que
su conducta sea honrada, solidaria y sensible a las necesidades al prójimo. Su
programa no puede ser otro que el de cultivar los aspectos espirituales/trascendentales
de la persona y convencerle de que apueste decididamente por el ser antes que por el tener.
Pues yo
sospecho que la sociedad interesada por el dinero, ansiosa de poder y
hambrienta de prestigio ha contagiado el corazón de los creyentes que conforman
la Iglesia. Porque, junto a medios irreprochables, como la Palabra de Dios y
los sacramentos, hay que echar mano de otros más prosaicos: el dinero, la
influencia y el prestigio. Por ahí empieza a difuminarse aquel tan bien
delineado y formulado principio de que el fin no justifica los medios.
La Iglesia
es el Cuerpo de Cristo, el Pueblo de Dios, la Viña del Señor. Pero a la vez es
una Institución que juega un papel en la historia, la sociedad y el entorno de
cada uno. Esta institución -seamos realistas- necesita dinero para hacer el
bien. Necesita ser respetada, gozar de un buen nivel de prestigio y mantener
buenas relaciones con el entorno. ¿O acaso los seminarios, las construcciones, las
cenas de los nuncios, las bibliotecas y los coches se mantienen del aire del
cielo?
Con un poco de ironía
Esta
Institución necesita poder, dinero y prestigio. Poder para no derrumbarse en el
caos, dinero para sobrevivir y mantener sus numerosas obras. Y prestigio para
caminar con la cara bien alta. Lo digo con una pequeña dosis de ironía, pero no
excesiva. Difícil imaginar una Diócesis, una parroquia, una nunciatura, sin
nada de poder, ni de prestigio ni de dinero. ¿Una Diócesis sin catedral? ¿Una
parroquia sin locales para impartir catequesis? ¿Un párroco sin coche para
trasladarse a visitar a los enfermos alejados del núcleo de la población? ¿Una
oficina sin ordenador?
Lo que no
veo claro, lo que me sumerge en un mar de dudas, es la cantidad de poder,
dinero y prestigio que necesita la Iglesia. Para mí que, si se pisan ciertas
líneas trazadas por la cordura y el sentido común, la cosa se daña sin
solución. Porque nada más comprensible que los creyentes tengan necesidades muy
humanas, pero es del todo inaceptable que lo ornamental, secundario o
periférico pase a ser considerado principal e imprescindible. Es incoherente e
inmoral caminar hacia fines nobles cabalgando sobre medios indecorosos.
Usar de
mucho dinero, aunque sea para cosas estupendas, lleva a que deban ocultarse
ciertas administraciones para evitar el escándalo y la suspicacia. Siempre hay
individuos poco informados y con deseos de alborotar, alegan los responsables
de las finanzas. Podría contar acerca de administraciones cerradas a cal y
canto.
Además,
hacer el bien a gran escala supone pactar con otras fuerzas poderosas que están
ahí. Ya se sabe, nadie da nada por nada. Luego de la compra viene la factura.
Hay que ser prudentes, callar, mediar…
para poder seguir haciendo el bien.
Con todo lo
cual a la Iglesia se le pegan en buena parte algunos de los defectos
criticables de la sociedad. Se le adhiere el barro a los zapatos y cada vez camina
con mayor pesadez. Al final su palabra pierde potencia y va desvaneciéndose su
credibilidad. Quizás ya no se atreva a proponer una alternativa a la sociedad. Ella
misma ha terminado siendo atrapada por el tener
a expensas del ser y de su sagrada
libertad. Y cuando se mira en el espejo de la Buena Noticia se descubre fea y
desleal.
A tales
lamentables parajes puede desembocarse. De ahí mis dudas sobre los fines y los
medios. No existe otra salida que volver la mirada hacia los orígenes, a Jesús
de Nazaret, el que nació en un establo, no tuvo en vida donde reclinar la
cabeza y murió desnudo en lo alto de una cruz. No debieran ejercer como
portavoces de su mensaje los monseñores vestidos de seda y color púrpura. No,
no son sus mejores representantes quienes blanden crucifijos de oro. No me
parece coherente. Han pasado muchos siglos desde que aconteció la aventura de
Jesús de Nazaret, pero los orígenes continúan siendo normativos.
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