Nuestra sociedad oscila entre la compasión y el sadismo, entre el sentimentalismo y la crueldad. Al paso que vamos tal parece que resultará más fácil desatar una guerra nuclear que colgar a un bandido de una soga. Se digieren las mayores injusticias si no acontecen enfrente de los propios ojos. Uno es capaz de las decisiones más duras, aunque sin renunciar simultáneamente a tiernas manifestaciones de cariño.
Entre el odio y la compasión
El dato es lo suficientemente
relevante como para constituir una de las características de nuestro tiempo. El
ciudadano rivaliza en manifestar sus buenos sentimientos. Saluda y sonríe al
vecino, se indigna cuando escucha del maltrato a menores o sobre algún caso de
la violencia de género. Está dispuesto a rascarse el bolsillo para ayudar a las
víctimas de un lejano y nefasto terremoto.
Pero luego este ciudadano cambia
de contexto y se metamorfosea en un individuo grosero e insensible. Pierde todo
escrúpulo a la hora de insultar y menospreciar al automovilista que se cruza en
su camino. No parpadea siquiera a la hora de despachar a sus ancianos padres
del hogar.
Se acepta plenamente que no hay
que reparar en dinero ni esfuerzos si de salvar una vida o fertilizar a una
mujer empeñada en ser madre se trata. Simultáneamente no se le ve mayor
inconveniente en favorecer la eutanasia o el aborto. El ciudadano no aparta de
los labios la taza del café mañanero mientras se informa acerca de matanzas y
penosos exilios en un lejano país.
Se diría que nuestra época se caracteriza
por las tiernas manifestaciones y los delicados sentimientos. Aunque, en cuanto
se baja la guardia, hacen su aparición la dureza, la rutina y la indiferencia.
No son pocos los partidarios de que se ejecute al criminal cogido “in
fraganti”. Pero casi ninguno de tales partidarios tendría la fortaleza de
mirarle a los ojos y apalearle hasta que exhalara el último suspiro.
No creo que la hipocresía se
halle en el origen de este confuso entramado. No. Más bien sucede que el
sentimentalismo empalagoso se extiende como mancha de aceite y es capaz de
convivir con manifestaciones de cruel inhumanidad.
El lapidario escritor que era La Rochefoucould escribió una vez que “ningún hombre puede mirar fijamente a la muerte o al sol durante mucho tiempo”. ¿Se deberá a la imposibilidad de fijar la atención en un tema aterrador que nos lleva a variar de pensamiento?¿Será éste el motivo por el que asistimos a una tal mezcla de crueldad, indiferencia y sentimentalismo?
El lapidario escritor que era La Rochefoucould escribió una vez que “ningún hombre puede mirar fijamente a la muerte o al sol durante mucho tiempo”. ¿Se deberá a la imposibilidad de fijar la atención en un tema aterrador que nos lleva a variar de pensamiento?¿Será éste el motivo por el que asistimos a una tal mezcla de crueldad, indiferencia y sentimentalismo?
¿Para cuándo la tierra prometida?
A propósito de las guerras entre
naciones o grupos étnicos, pasan los años y las cosas no tienen visos de
cambiar significativamente. Odio y compasión se alternan. Tras las ruinas de
una Europa destruida por el nazismo, y cuando se preveía la disolución de su
imperio colonial, mucha gente creía que la humanidad por fín se enmendaría.
Surgió el deseo firme y sincero de no repetir los horrores que tantísimo dolor
habían producido. Urgía poner en pie instituciones que garantizaran la paz. La
llamada comunidad internacional era el objeto del deseo invocado una y otra
vez.
La ONU se creó como organismo
encargado de frenar las guerras a nivel mundial. Era llegado el momento de
convertir los mejores sueños en normas jurídicas vinculantes. Florecieron los
tratados y las convenciones: contra el genocidio, a favor de los derechos
humanos, etc.
¿Por qué tantos buenos deseos no
fructificaron como se esperaba? El “nunca jamás” soñado por los pacifistas
nunca llegó a tomar cuerpo. No están tan lejos los genocidios de Rwanda, de
Bosnia, de Kosovo. Los enfrentamientos de los países árabes, las matanzas de
los islamitas contra los cristianos en muchos lugares de nuestor mundo. Todavía
permanecen en la retina las escenas de las hambrunas en algunos países
africanos...
Innumerables personas de buena voluntad
alimentaban la convicción sincera de que estaban por pisar la tierra prometida
de la justicia, de la paz, de los derechos humanos, del hambre superada. Pero
la tozuda realidad les abre los ojos una y otra vez.
Proliferan, sí, organizaciones
humanitarias, abundan ONGs rebosantes de ilusión. ¿Alumbraremos finalmente un
mundo más humano? No sé. Cuando la tempestad arrecia suelen tener poco peso las
declaraciones de buena voluntad o las protestas indignadas de los ciudadanos.
¿Habrá que echarse entonces en el
regazo del desencanto, del escepticismo o de la indiferencia? Desde luego que
no. Pero no entrevemos la lucecita al final del túnel. Quizás ocurre que la
causa de la paz y de los derechos humanos es comparable a una carrera de fondo
y no a la de los cien metros lisos. En la defensa de esta causa conviene
recelar del sentimentalismo, pues podría jugar una mala pasada. Una vez herido
por el desencanto, el sentimentalismo tiende a alimentar el cinismo y aniquilar
los mejores deseos de lucha.
2 comentarios:
Si estoy de acuerdo por todo ,I lo que a mi me coresponde, ver las injusticias que cometemos ,a conciencia y tambien por mi ignorancia!
Crec que no hem de desesperar,tot i que els humans som egoistes per naturalesa, penso que a poc a poc i fent dues passes endavant i una endarrere avancem, no tan depresa com seria necessari però fem camí i això és el que ens ha de mantenir esperançats.
Margarida. (los viernes al sol)
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