El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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lunes, 10 de febrero de 2014

El sueño de un mundo mejor


Nuestra sociedad oscila entre la compasión y el sadismo, entre el sentimentalismo y la crueldad. Al paso que vamos tal parece que resultará más fácil desatar una guerra nuclear que colgar a un bandido de una soga. Se digieren las mayores injusticias si no acontecen enfrente de los propios ojos. Uno es capaz de las decisiones más duras, aunque sin renunciar simultáneamente a tiernas manifestaciones de cariño.
Entre el odio y la compasión
El dato es lo suficientemente relevante como para constituir una de las características de nuestro tiempo. El ciudadano rivaliza en manifestar sus buenos sentimientos. Saluda y sonríe al vecino, se indigna cuando escucha del maltrato a menores o sobre algún caso de la violencia de género. Está dispuesto a rascarse el bolsillo para ayudar a las víctimas de un lejano y nefasto terremoto.  
Pero luego este ciudadano cambia de contexto y se metamorfosea en un individuo grosero e insensible. Pierde todo escrúpulo a la hora de insultar y menospreciar al automovilista que se cruza en su camino. No parpadea siquiera a la hora de despachar a sus ancianos padres del hogar.   
Se acepta plenamente que no hay que reparar en dinero ni esfuerzos si de salvar una vida o fertilizar a una mujer empeñada en ser madre se trata. Simultáneamente no se le ve mayor inconveniente en favorecer la eutanasia o el aborto. El ciudadano no aparta de los labios la taza del café mañanero mientras se informa acerca de matanzas y penosos exilios en un lejano país. 
Se diría que nuestra época se caracteriza por las tiernas manifestaciones y los delicados sentimientos. Aunque, en cuanto se baja la guardia, hacen su aparición la dureza, la rutina y la indiferencia. No son pocos los partidarios de que se ejecute al criminal cogido “in fraganti”. Pero casi ninguno de tales partidarios tendría la fortaleza de mirarle a los ojos y apalearle hasta que exhalara el último suspiro.  
No creo que la hipocresía se halle en el origen de este confuso entramado. No. Más bien sucede que el sentimentalismo empalagoso se extiende como mancha de aceite y es capaz de convivir con manifestaciones de cruel inhumanidad. 

El lapidario escritor que era La Rochefoucould escribió una vez que “ningún hombre puede mirar fijamente a la muerte o al sol durante mucho tiempo”. ¿Se deberá a la imposibilidad de fijar la atención en un tema aterrador que nos lleva a variar de pensamiento?¿Será éste el motivo por el que asistimos a una tal mezcla de crueldad, indiferencia y sentimentalismo?

Dado que los éxodos masivos, y las condiciones de vida de sus protagonistas, dificultan la digestión y reclaman decisiones perentorias, vale más mirar a otra parte. Pero, eso sí, sin renunciar a los buenos sentimientos. Sin dejar de acariciar la cabecita del pequeñín ni olvidar el regalito envuelto en papel de colores para el día de S. Valentín.
¿Para cuándo la tierra prometida?
A propósito de las guerras entre naciones o grupos étnicos, pasan los años y las cosas no tienen visos de cambiar significativamente. Odio y compasión se alternan. Tras las ruinas de una Europa destruida por el nazismo, y cuando se preveía la disolución de su imperio colonial, mucha gente creía que la humanidad por fín se enmendaría. Surgió el deseo firme y sincero de no repetir los horrores que tantísimo dolor habían producido. Urgía poner en pie instituciones que garantizaran la paz. La llamada comunidad internacional era el objeto del deseo invocado una y otra vez.
La ONU se creó como organismo encargado de frenar las guerras a nivel mundial. Era llegado el momento de convertir los mejores sueños en normas jurídicas vinculantes. Florecieron los tratados y las convenciones: contra el genocidio, a favor de los derechos humanos, etc.
¿Por qué tantos buenos deseos no fructificaron como se esperaba? El “nunca jamás” soñado por los pacifistas nunca llegó a tomar cuerpo. No están tan lejos los genocidios de Rwanda, de Bosnia, de Kosovo. Los enfrentamientos de los países árabes, las matanzas de los islamitas contra los cristianos en muchos lugares de nuestor mundo. Todavía permanecen en la retina las escenas de las hambrunas en algunos países africanos...
Innumerables personas de buena voluntad alimentaban la convicción sincera de que estaban por pisar la tierra prometida de la justicia, de la paz, de los derechos humanos, del hambre superada. Pero la tozuda realidad les abre los ojos una y otra vez.
Proliferan, sí, organizaciones humanitarias, abundan ONGs rebosantes de ilusión. ¿Alumbraremos finalmente un mundo más humano? No sé. Cuando la tempestad arrecia suelen tener poco peso las declaraciones de buena voluntad o las protestas indignadas de los ciudadanos.

¿Habrá que echarse entonces en el regazo del desencanto, del escepticismo o de la indiferencia? Desde luego que no. Pero no entrevemos la lucecita al final del túnel. Quizás ocurre que la causa de la paz y de los derechos humanos es comparable a una carrera de fondo y no a la de los cien metros lisos. En la defensa de esta causa conviene recelar del sentimentalismo, pues podría jugar una mala pasada. Una vez herido por el desencanto, el sentimentalismo tiende a alimentar el cinismo y aniquilar los mejores deseos de lucha.                              

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Si estoy de acuerdo por todo ,I lo que a mi me coresponde, ver las injusticias que cometemos ,a conciencia y tambien por mi ignorancia!

Anónimo dijo...

Crec que no hem de desesperar,tot i que els humans som egoistes per naturalesa, penso que a poc a poc i fent dues passes endavant i una endarrere avancem, no tan depresa com seria necessari però fem camí i això és el que ens ha de mantenir esperançats.
Margarida. (los viernes al sol)