El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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martes, 20 de mayo de 2014

El arte, vía hacia la trascendencia



Las revistas especializadas en temas religiosos, y en general los diversos medios de comunicación hablan cada vez con más frecuencia acerca del turismo religioso, de exposiciones de arte sacro, de tallas, esculturas y pinturas relacionadas con la fe. Le sonará sin duda al lector la exposición “Las edades del hombre”, así como la iniciativa que recoge muchas inquietudes y y sanas ambiciones: “Catalonia Sacra”. Sólo por citar dos muestras.
El tema de la belleza está sobre el tapete. Y aquí sería el momento de citar la frase atribuida a Dostoievsky: “la belleza salvará al mundo”. Aunque hago una acotación:  nunca la he leído en sus obras ni jamás la he visto citada en una obra en concreto. Así que estoy por creer a quienes sostienen que el autor jamás la escribió. Lo cual no impide que la idea ande cargada de razones.  
Aludir a la belleza sin más resulta abstracto. Es preciso concretar por alguna parte, tirar de algún hilo para desenredar el ovillo. Para empezar son diversas las clases de belleza. Está, por ejemplo, la que nos muestra una naturaleza exuberante: un cielo límpido y azul, un mar en calma, de colores cambiantes, unas montañas que nos avasallan dejándonos estupefactos y pensativos.
Está luego la belleza del alma, la bondad que se manifiesta en los ojos de la persona, en su semblante armonioso. A no confundir simplemente con una piel lozana, sin arrugas y de colores saludables. La belleza, en su versión bondadosa, es ese algo tan difícil de describir como el sabor de una fruta y que, sin embargo, se percibe sin restricciones. 
Por supuesto que contamos con la belleza física. La de la joven que acaba de salir de adolescencia y exhibe su lozanía, casi de modo explosivo, frente a las miradas ajenas. Belleza de unas formas graciosas y gráciles. Un rostro ovalado y simétrico, sin nada que opaque su esplendor. También el pequeño que se tambalea al caminar deja un rastro de inocencia y espontaneidad. De belleza, al cabo. 
Incluso es factible hablar de la belleza de la técnica. No sólo por las formas de los aparatos que la contienen o la ponen en práctica, sino por los servicios que presta, por su útil bondad. Es sabido que el mundo clásico, tanto el pagano como el cristiano, vinculaba estrechamente la bondad -la utilidad es un aspecto de la bondad- con la belleza.
Sin embargo la belleza que me empuja a escribir estas líneas es la de la obra de arte latente en la arquitectura, la escultura, la imagen, la música, la literatura. Se trata de una belleza comparable a la de una ventana abierta a la trascendencia. Más aún, es un empujón que obliga a encaramarse por esta ventana y escapar así de los límites en los que uno se halla preso. La belleza quiere escapar de los sucesos cotidianos, manifiesta sed de infinito, impulsa a mirar hacia el más allá.
Hay expresiones artísticas que nos ponen en contacto con la Belleza en mayúscula, entre las cuales, algunas brotan de la fe, la expresan sin trabas y la contagian. Las iglesias góticas y románicas ilustran bien lo que pretendo decir.  Bajo el techo del edificio gótico nos sentimos pequeños o quizás mejor, deseosos de plenitud… Arriba se encuentran los vitrales que filtran la luz para metamorfosearlos en colores cálidos, un tanto misteriosos. Permanecemos distantes de ese ámbito admirable. Nos cautivan las líneas verticales que se elevan hasta perderse de vista mientras fascinan la mirada y sumen el alma en un éxtasis inicial. 
La iglesia románica no es menos impactante, aunque emprende su ruta en otra dirección. Al traspasar su umbral escuchamos con fuerza una voz interior que invita al recogimiento y a la oración. La sensación se impone con autoridad. En la penumbra que guardan los muros y columnas del edificio advertimos que se han ido acumulando los posos de la fe y la plegaria de muchas generaciones. Ahí están interpelándonos y estimulándonos para que rompamos los barrotes de nuestra cárcel interior.
¿Y qué sucede con la música? Este arte, el menos tangible, es para mí el que más resonancias y sentimientos despierta. Al escuchar una pieza de música sacra, pongamos por caso el Ave Verum de Mozart, el ánimo se dilata y percibe que el Espíritu aletea en el interior de la persona. Las notas musicales vibran en el aire, tanto como hacen vibrar las fibras más íntimas del alma. Piensen en el Ave Maria de Caccini, en alguna de los corales de Juan S. Bach…
El Papa Benedicto XVI se explayaba con su vecino de butaca tras escuchar una cantata de Bach afirmando convencido de que tanta belleza no podía ser sino verdad. Una verdad, si se quiere, de carácter personal y no forzosa, pero manifiesta y fehaciente para el individuo. 
Otra belleza útil, estimulante y fascinante en ocasiones, la conforma la literatura. Pero habrá que posponer los comentarios relacionados con la misma. El espacio manda. Simplemente acabo con un escrúpulo que me inoculó la teología de la liberación. A Dios no hay que buscarle donde se nos antoja, aunque sea en la Belleza, sino dónde El dijo que estaba. Y lo dijo claro en los evangelios: en los pequeños y los pobres.
¿Me habré equivocado en estas líneas, habré circulado contra dirección? Creo que existen puentes para transitar de la belleza del arte hacia la desconcertante belleza del servicio a los pobres. Me servirá de trampolín unas muy acertadas ocurrencias de la estrella del cine Audrey Hepburn -por paradójico que parezca- acerca de cómo conseguir la belleza y la elegancia. Pero ello será en el próximo post.

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