El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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lunes, 11 de agosto de 2014

Carta a María de Nazaret


En próximas fechas se celebrarán fiestas de la Virgen muy populares: la Asunción a mitad de agosto y el nacimiento a principios de septiembre. Esta última suele coincidir con numerosos festejos en villas y campos. Y la Virgen carga sobre sus espaldas tradiciones valiosas, costumbres curiosas y algún que otro acto folklórico entre anodino y grotesco. Se me ocurre escribirle una carta abundando acerca de su rol —de acuerdo a mi entender— y confiando que a ella le parezca bien el contenido. Después de todo habito en el santuario mariano más visitado de Mallorca y comparto con los feligreses que suben la montaña.  

María —o Miriam, como te llamaban en Nazaret— de seguro estás al corriente de las muchas celebraciones y festejos que se hacen en tu honor. Los estudiosos de tu época, atentos a las costumbres que vigían por entonces, aventuran que tú no supiste de letra. Pero tras tantos años en el cielo, rodeada de doctores y doctoras de la Iglesia, seguro que la situación ha cambiado. De seguro sabes muy bien lo que tus hijos se llevan entre manos.  
Un cambio asombroso
Es asombroso lo que ha sucedido contigo. Hace 2.000 años te conocían los familiares, unas cuantas amigas de adolescencia y luego también los discípulos más cercanos a tu Hijo Jesús. Hoy, en cambio, nuestro mundo está sembrado de santuarios marianos. Miles de mujeres se identifican con tu nombre. Tus imágenes parecen reproducirse por generación espontánea. Articulistas y charlistas escudriñan las pocas palabras que nos dejaste y hasta dicen muchas cosas de su propia cosecha.
Sorprende cómo, en determinadas épocas, te han ensalzado sin mesura y hasta han hecho de ti bandera de no sé cuántas virtudes. No hace tantos años que una literatura un tanto barroca te llamaba Princesa, Rosa, Torre de Marfil, etc. etc.
Mucho me temo, sin embargo que, con el mejor deseo de enaltecerte, se te alejaba de nuestra realidad de cada día. Tan arriba colocaban tu pedestal que te veíamos borrosa y desenfocada. No sé lo que pensarás, pero yo prefiero volver los ojos a tus orígenes que nos hablan de sencillez y cercanía. Quiero venerarte, claro está, pero sin dejar de imitarte. Siempre he sospechado que hay quien se llena la boca con títulos y frases para deleitarse. Sí, para expansionarse en sus afectos marianos y bajar luego con buena conciencia los peldaños del santuario a fin de cometer sus trastadas.  
En un cartel colocado en el pórtico de una Iglesia leí una vez: “Dios la llenó de gracia, nosotros de joyas”. Un tanto provocativo sí lo era el autor de la frase, aunque no andaba tan huérfano de razón. Porque los textos normativos de la fe te presentan sin adornos, humilde mujer de Nazaret, sierva del Señor.
No acabo de entender por qué el integrismo, el triunfalismo, el chauvinismo han tratado de secuestrarte una y otra vez. Tampoco comprendo por qué ciertas oraciones rezuman de interjecciones y admiraciones cuando se dirigen a ti. ¿Será para disimular lo menguado de su contenido? Ni llego a descubrir el motivo por el cual tanta gente tiene la extraña manía de involucrarte en amenazas y lúgubres mensajes. La verdad es que tú irradias muy otra atmósfera.
Una cosa es cierta, tú compartiste las preocupaciones de un hogar, experimentaste la dificultad de la fe, te inquietaste cuando tu hijo adolescente se perdió por el camino, te indignaste cuando tuviste que pagar a los romanos un impuesto de tu escaso presupuesto. Y, al final, supiste decir que sí. Aún resuena por el espacio cósmico el sí de la Anunciación. El sí que convirtió tu seno en el punto de encuentro entre Dios y el hombre. El sí que ha impulsado tantos otros “sí” de tus hijos creyentes.
En la penumbra
A lo largo de los siglos muchos han visto en ti a la Abogada de los humildes y los humillados. Durante dos milenios la liturgia te ha celebrado como Madre de Dios. Ahí están tus títulos de grandeza y no necesitas otros. Los ojos de los creyentes tienen motivos suficientes para fijarse en ti, que cambiaste el nombre de Eva por el de Ave, como dice un bello cántico en tu honor.  
Me da la impresión de que tu estilo estuvo marcado por la mesura y la penumbra. Fuiste presencia confortante para Jesús, para José, para los Apóstoles, para tus vecinos. Pero no lo proclamabas voz en grito. Exactamente como el sol calienta y alumbra sin que apenas nos demos cuenta. Como la raíz de un árbol que sustenta tronco, ramas y frutos, pero se mantiene en el anonimato.
Para mí que la mejor manera de quererte consiste en seguir tus huellas. Construir fraternidad desde el anonimato, con esfuerzo, oración y trabajo. Decir sí cuando hay que decirlo, aunque no se vislumbre adónde nos conducirá. Repetir que Dios ensalza a los humildes y despacha vacíos a los potentados. Repetirlo y obrar en consecuencia.
Nada tengo que decir contra las flores que los peregrinos depositan a tus pies, ninguna queja tengo contra los piropos que tus fieles van desgranando mientras susurran las letanías. Pero prefiero rezar el “Magnificat” y no desviarme de tus huellas. No seré yo quien baje tu estatua del pedestal, pero prefiero imaginarte entre las vecinas de Nazaret con las manos callosas.

Un filial abrazo. 

1 comentario:

Luis Madrigal Tascón dijo...

Y no sólo entre los vecinos de Nazaret, sino entre todos nuestros propios vecinos. Los de los barrios y las calles, con sus casas; también los de los territorios colindantes, porque nuestra Madre (este es el único "título" y carácter que yo invoco siempre de entre todos esos "piropos", e incluso divinas propiedades teológicas) también lo es de todos los seres humanos del universo mundo. Un abrazo, Padre Soler, posat als peus de La nostra Mare de Montserrat. Luis Madrigal (Madrid)