El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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miércoles, 20 de agosto de 2014

La pedagógica leyenda del Rey Midas

                          


Resido en la hermosa isla de Mallorca, repleta de turistas en esta época veraniega. Cada noche los noticieros de la televisión —y otro tanto se diga de los demás medios de comunicación del lugar— dedican un notable espacio a asuntos relacionados con la corrupción y los juzgados. El conjunto no da para sacar conclusiones ejemplares y sí, en cambio, para menguar la confianza en el género humano. 

El yerno del que fue Rey hasta hace unos meses, la princesa su consorte, la Presidenta del Consell de Mallorca, la cúpula del partido “Unió Mallorquina”, periodistas y regidores, banqueros y contables... todos declaran ante los jueces. Unos se libran de la cárcel pero no de la multa. Otros tienen más suerte y no pagan con su dinero ni con su libertad. Unos pocos acaban entre barrotes. Uno de ellos, el que fuera Presidente del gobierno balear. Estoy convencido de que otros muchos no dejaron huellas suficientes de sus fechorías y de ahí que sigan en sus casas. Su conciencia no refulge más que la de los condenados. 

Exactamente lo mismo sucede a nivel del país. Cada día se descubren nuevos chanchullos, en ocasiones de gran envergadura. El mismísimo Presidente del Gobierno está bajo sospecha y muchos índices acusadores le señalan, por más que el tal señor aparente que el asunto no va con él. 

Por asociación de ideas, por un vaporoso afecto hacia los mitos reconocidos de nuestra cultura, mi pensamiento se dirige al Rey Midas. Sí, el que convertía en oro cuanto tocaba con sus manos, pero también el que lamentó profundamente esta capacidad. La leyenda más conocida del tal Rey cuenta que se tropezó con un dios extraviado y le puso en la dirección correcta. El dios Sileno quiso agradecer el favor accediendo a la petición del Rey, fuera cual fuera. Se le ocurrió pedir que se convirtiera en oro todo cuanto tocara.

El Rey actuó con total imprudencia y demostrando escasas luces. Le cegó la ambición y el oportunismo. Luego aconteció lo que era previsible. Cualquier alimento o bebida se convertía en oro antes de arribar a su estómago. Cuanto más metal amarillo acumulaba, tanto más hambre padecía. Fue el justo castigo a su ambición. Se cumplió aquello de que “por la boca muere el pez”. Se arrepintió, claro, y de nuevo suplicó al dios que le retirase tan extraordinario don. Así lo hizo mandando que se lavara las manos en un río.

Una leyenda sin desperdicio

Se me antoja una leyenda sin desperdicio, de una pedagogía sin igual. Nuestros contemporáneos necesitan escucharla a fin de no caer en la trampa. En el oro, en el dinero, se supone la solución a todas las necesidades, deseos y caprichos. Lo es en parte, pero al precio de que todo se convierta en oro, al precio de renegar de la condición humana y de lamentar luego tanto desvarío. 

Se arrepiente uno de declarar ante el juez, de ser perseguido por los fotógrafos cual vulgar chorizo, de sufrir el menosprecio de los articulistas en la prensa y de escuchar los insultos de la gente de a pie. Habían sido personajes famosos años atrás. A su paso se doblaban los espinazos y los ciudadanos ansiaban fotografiarse junto a ellos. Ahora se encuentran solos, abominados y aborrecidos.

El Rey Midas vino a ser ejemplo de las palabras —aún no escritas— del evangelio: “la ceguera propia de la riqueza ahoga la Palabra y no puede producir fruto”. El oro corroe el sentido de la vida, es el abono más apropiado para alimentar la autosuficiencia. Quien cree conseguirlo todo a golpe de cheque —lo mismo en el supermercado que en los tribunales— suele mirar por encima del hombro a su prójimo necesitado. Los demás no tienen rostro, sólo son pacientes, clientes, consumidores. Individuos a los que sacar algún beneficio o blanco de sus trapacerías. 

Tal es la confianza depositada en el dinero que acaban pro perder la perspectiva, pisan la raya de la cordura y llevan a cabo tejemanejes y canalladas que acaban descubriéndose. El mal olor a podredumbre y el volumen de la trastada ya no pueden mantenerse en el anonimato. Al contacto con el oro el corazón se endurece y la vista no distingue más que el color del dinero. Al resplandor de su brillo se planean jugarretas ruines, se establecen pactos deshonrosos y se ponen en pie amistades infames. Un brillo insano, artificial y perjudicial que nada positivo presagia.

Más allá del relato legendario me imagino a nuestro protagonista cayendo de bruces en la soberbia. El Rey Midas, antes de arrepentirse de la fatalidad que le perseguía, empezó a sobrevalorarse al comprobar que a su alrededor yacían montones de oro. Se sintió poderoso, tasó por más de la cuenta su coeficiente intelectual. Pensó que los pobres lo eran por faltarles el sentido de la oportunidad.

El Rey Midas caminó por los senderos sucesivos de la ambición, la imprudencia, la desesperación, la soledad y el arrepentimiento. Se me antoja que el itinerario de los poderosos caídos en desgracia transita caminos parecidos. Algunos han viajado desde el palacio hacia la cárcel con parada y fonda en los tribunales.

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