El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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sábado, 20 de septiembre de 2014

Cuando la confianza desfallece



La desconfianza se ha apoderado de los ciudadanos. Observan cómo políticos que ejercieron altas responsabilidades o miembros relevantes de la policía local o estatal desfilan ante los jueces. Y siempre he creído que son una minoría los malhechores señalados por la justicia. Muchos más eluden la pena por demostrarse más hábiles, por dejar menos huellas. 

La desconfianza ha desplegado su tienda entre nosotros. Por alguna rara asociación de ideas recuerdo los años que viví en P. Rico. Allá encontré a personas maravillosas, de gran finura espiritual. Pero el ambiente general estaba contaminado por el crimen, por el temor de toparse con algún drogadicto de pocos escrúpulos azuzado por la falta de los endiablados polvos. 

Las advertencias de los progenitores a sus retoños eran constantes. Ponían en guardia a los suyos para que fueran prudentes a la hora de contactar con algún viandante, recelosos al abrir la ventanilla del coche, precavidos con la cartera…. Las zonas que recibían el nombre de “urbanizaciones” estaban bien blindadas. Un guardia solicitaba a quien deseaba traspasar el umbral a quién deseaba visitar. Y luego de anotar la matrícula y el nombre, telefoneaba al residente para pedir si autorizaba el paso. En ocasiones la operación se repetía unos metros más adelante. Las casas solían alimentar un par de perros de gran tamaño, con los colmillos prestos a cebarse en las masas traseras de quien se les antojara sospechoso. 

Son comprensibles estos escenarios, frutos del temor y de las experiencias vividas. Experiencias lamentables con atracadores, drogadictos y gente del hampa. Los periódicos cuentan y no acaban acerca de tiros en la nuca por ajustes de cuenta, sobre casas y bancos atracados, a propósito de furgones desvalijados y múltiples “carjacking”.

A causa de tal panorama cada vez son más escasos quienes se aventuran a ejercer de peatones. Y cuando casual o excepcionalmente se disponen a dar unos pasos lo hacen con ánimo presuroso, miran con ojos escrutadores a quien osa solicitar alguna información. Y así, personas comunicativas en el restaurante, en la Iglesia, en la charla de sobremesa, se transforman y aparecen por la calle con facciones hoscas y suspicaces. 

Vaya por delante que no es este clima de temor el que se vive en las calles que frecuento, pero sí se ha instalado en los ciudadanos una grave desconfianza respecto de sus prójimos. No temen ser acometidos con un cuchillo o un revólver, aunque sí les ronda la sospecha de que el vendedor ambulante les quiere engañar, el trilero está dispuesto a estafarles y el ladronzuelo acecha sus carteras.

A la vista de tantos políticos e individuos de cuello blanco con las manos sucias, el ciudadano sí se hace a la idea de que le estafan desde las ventanillas de la administración y no digamos desde las sesiones de los Consejos de ministros. El ciudadano descubre que hay miles de asesores —muchos de los cuales sin credenciales de ninguna clase—, se entera de que a quienes mandan les llueven dietas sin razón y cobran de no sé cuántas oficinas unas nóminas que no se corresponden con trabajo alguno. Naturalmente, el ciudadano pierde la confianza y cualquier decisión política se le antoja que pretende el objetivo de desvalijarle. Está harto de recortes y de que las palabras caminen paralelas —sin encontrarse jamás— con la realidad. 

Sin confianza se derrumba la convivencia

Se está dañando la base de la convivencia. Sin confianza resulta de todo punto imposible la humana convivencia. ¿Dónde irá a parar la amistad si pienso que el otro mantiene relaciones cordiales conmigo sólo para luego penetrar en mi casa y vaciar la caja fuerte? ¿En qué queda el noviazgo si sospecho que el otro es un avispado que simplemente utiliza mis sentimientos para contraer matrimonio y conseguir los papeles de residencia que necesita? 

Es imposible montarse a un taxi, comer en un restaurante, visitar al psicoanalista sin una dosis mínima de confianza. Hay que darla por descontado, además, porque es imposible verificarla en cada momento y situación. No hablemos ya de las relaciones en el mundo del trabajo, del negocio y de la cultura. Si dudo en principio de la fiabilidad y solvencia del otro, se paraliza de inmediato cualquier contacto. 

Desde un punto de vista religioso el hecho no deja de ser aún más preocupante. Resulta que, quien no ha experimentado la aceptación de otros semejantes, queda tan marcado en su interior que, a su vez, tampoco podrá hacer la experiencia de ser aceptado por Dios. De tales dimensiones es el misterio de la convivencia humana que hace imposible proyectar en Dios determinadas sensaciones y sentimientos si previamente no se han experimentado en la vida cotidiana. 

A quien los vecinos se le antojan no fiables y sí amenazantes verá el mundo entero como realidad engañosa. Si todo nos muestra su cara hosca, oscura, terrorífica… ¿cómo vamos a pensar que Dios será distinto? Conceptos como la alianza, el perdón, la fraternidad, no se entienden sin una inicial y espontánea confianza mutua. Y nótese que estamos hablando de conceptos y hechos fundamentales en el ámbito de la fe cristiana. 

Cuando la convivencia humana se ve amenazada porque la confianza languidece ocurre una catástrofe de enormes dimensiones. Empieza a languidecer, al mismo tiempo, la capacidad de fiarse de Dios. Se trata de un pensamiento bastante común en la teología de nuestros días.

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