El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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miércoles, 10 de septiembre de 2014

Los otros analfabetos


Un año más está a punto de empezar un nuevo curso por los pagos en que me muevo. Los pequeños, como los universitarios, preparan el material escolar y han asumido que la llamada a las aulas es inminente. En las ciudades el día comenzará con un hormigueo de mamás, niños, adolescentes y universitarios por las calles. Ponen rumbo a las aulas. El ritmo es otro que en las vacaciones recién terminadas. La familia rueda en torno al horario escolar. A muchos abuelos les espera la tarea de acompañar a sus respectivos nietos. Los libros —nuevos o viejos— reposan ya en la mochila escolar. La señal de salida está dada. 

Así, hay que concluir que, año tras año, la cultura va en aumento, no obstante las pillerías de unos, la pereza de otros y la rutina de los más. Sí, el personal dispone en principio de mayor información. El mero hecho de rozar con el pupitre ayuda a la hora de amueblar el cerebro con diversos y variados datos. 

Lo que no concede el pupitre ni la pizarra es un aumento en la cuota de responsabilidad y conciencia moral. De seguro que aumenta la escolaridad, comparada con años atrás, pero al mismo tiempo crece el índice de delincuencia. En cuanto a la corrupción, sobre todo en la empresa pública, las noticias del periódico hablan con elocuencia. Por lo que a la familia se refiere han dejado de ser noticia los matrimonios rotos, los malos tratos y hasta la aparición en escena de algún cuchillo de notables proporciones. 

Los protagonistas de la corrupción de mayor rango ciertamente saben leer, usan tarjeta bancaria y probablemente llevan consigo un maletín de piel. Existen otros delincuentes que tienden al analfabetismo. Pero, al cabo, ambas especies delinquen porque la corrupción no tiene que ver con el nivel de cultura y alfabetización, sino con la honradez, la responsabilidad y el respeto al prójimo. 

Mejor formar que informar

Se puede ser ilustrado y erudito a la vez que egoísta, irresponsable y hasta terrorista. La instrucción consiste en acumular conocimientos sobre determinados fenómenos, cifras e ideas. Pero tiene poco que decir cuando suena la hora de la práctica moral. De donde se deduce que los ordenadores son más “instruidos” que los seres humanos. El ordenador, como el erudito, maneja un mayor volumen de datos que, lo mismo pueden servir para dar de comer al Tercer Mundo que para aumentar el arsenal atómico. 

La educación, en cambio, apunta a desarrollar a la persona en todas sus dimensiones. Formar, más que informar, es su tarea. La voluntad, la sensibilidad, la imaginación —junto con la inteligencia— juegan un rol destacado en la formación.

Con la instrucción sola no basta. Saber listas de reyes, escritores, capitales y símbolos químicos está bien. Sirve como buen ejercicio mental y ayuda a ganarse la vida. Pero la opción acertada ante el misterio que es la vida y la muerte, ante el prójimo que amo u odio… eso no lo proporciona la instrucción ni la información. 

En el país existe una multitud de informadores dependientes del Estado y/o de la empresa privada. El programa, el horario, las evaluaciones… todo está bien reglamentado. En cambio escasean los formadores. La familia suele abdicar en los maestros y éstos con demasiada frecuencia piensan que su obligación termina con la transmisión de conocimientos. 

El problema se agrava cuanto más se depuran las técnicas de la enseñanza y aumentan las posibilidades del vicio. El instruido tiene más herramientas a su alcance. Con ellas puede hacer más bien o más mal. Depende del uso. Quien sabe leer, lo mismo puede llenarse la cabeza de novelas pornográficas que de de la espiritualidad de S. Juan de la Cruz.

El sabio es capaz de actuar con sensatez en las cuestiones prácticas, en particular sabe tratar debidamente con los demás y gestionar sus propias emociones. Pero no es propiamente sabio el ilustrado, con capacidad para saber cómo funciona el último cable del robot o para conocer los enmarañados comportamientos de los dineros en la bolsa. 

La causa del desequilibrio

¿Por qué el desnivel entre cultura y analfabetismo moral? Una respuesta contundente seguramente es imposible, pero sí cabe apuntar a algunos elementos que quizás ayuden a su formulación. En primer lugar –más allá de la propia opción moral, y ateniéndonos al papel del maestro− la masificación en las aulas, las de los colegios y las de la Universidad. Los nombres de los estudiantes constan en el fichero de la Secretaría, pero no en la mente y el afecto del profesor. En tales condiciones, ¿cómo transmitir una visión de los valores más vitales? ¿Cómo influir en los centros afectivos del educando? 

Otro factor negativo consiste en la excesiva especialización. A las personas que saben mucho de un tema, muy poco de los demás y transitan por el mundo con una deficiente calidad humana, les interesa parapetarse detrás de los conocimientos de que disponen. Personas de este calibre esconden más de lo que enseñan. 

Un tercer elemento que atiza el fuego del analfabetismo moral es la falta de vocación para la enseñanza. La generalización sería imperdonable, pero en numerosos casos la vocación brilla por su ausencia. Muchos maestros cumplen con su jornada laboral y ya está. Los alumnos son para ellos el pretexto para el cheque de final de mes.

Profesor viene del latín “profiteri” que significa profesar, decir íntimamente la verdad. Quien enseña sin conectar con lo más hondo de su verdad no puede ser llamado ni educador ni profesor. 

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