El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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viernes, 30 de septiembre de 2016

Insultos, falacias, demagogias y prejuicios

El diálogo propicia y corona una de las metas que se pretenden en el encuentro humano. Se trata de una herramienta madura, la más apta para resolver las inevitables tensiones y diferencias que sobrenada entre los grupos humanos. La voluntad de conseguir la paz es digna de elogio, sin reserva alguna. Se trata de una voluntad que hunde sus raíces en el mismo sermón de la montaña. De boca de Jesús salió aquello de que son felices los que trabajan por la paz. Dios los llamará hijos suyos (Mt 5,9).

En los discursos del Papa actual el diálogo ha tenido un protagonismo indiscutible. Con él la gente logra comprenderse, permite resolver profundos problemas sociales y políticos. Por supuesto, siempre que detrás del diálogo se hallen dosis de buena voluntad y honradez. Porque también es cierto que el diálogo frecuentemente se invoca para mejor confundir. Demasiadas sesiones se acaban sin deseos de conciliación, aunque luego ambos bandos aboguen por el diálogo frente a los micrófonos. Nadie quiere que se le señale por renunciar a la palabra que debe acabar con la incomprensión o la cerrazón. 

No echar a perder el diálogo

Se requieren algunas condiciones previas para que el diálogo no se eche a perder. El otro debe ser considerado un interlocutor válido con el cual se desea llegar al acuerdo. De manera que no es un individuo al que conquistar o apastar. Ni un adversario a quitar de en medio. Más bien debe ser considerado como una persona digna, merecedora de respeto. Sin diálogo fluido, sin el esfuerzo de comprender los puntos de vista ajenos, no será posible desbrozar el camino. Ambos bandos deben estar convencidos de que el diálogo es un medio apto para reforzar la convivencia. 

Muchos debates políticos que uno escucha en los medios se hallan en las antípodas de este modo de entender el diálogo. El comunicador o panelista va a la búsqueda de la descalificación, de la victoria dialéctica. No le interesan tanto los argumentos cuanto los aplausos de los demás, estén presentes o ausentes. 

En este contexto se echa mano de la falacia y la demagogia, se repiten una y otra vez los tópicos. Se refuerzan los prejuicios, se recurre a la mentira. Si alguna persona o incluso algún colectivo es humillado y vejado, no importa. Sigue la violencia verbal y no obsta pisar la raya de la mala educación una y otra vez. 

Tristemente hay que constatar que es justamente la violencia, los tópicos y la mala educación lo que aumenta el interés de las audiencias e impulsa así a los medios a continuar en este tono. Es la mejor manera de ir degenerando las papilas de la audiencia. Los anunciantes, por su parte, nada tienen que decir. A más espectadores, mayores posibilidades de negocio. Por tanto, a subvencionar el programa se ha dicho. Y a elegir al presentador o moderador más zafio, atrevido o malhablado. La cuestión es que proporcione buenos dividendos. 

Sin embargo tales programas son piedra de escándalo para los cristianos y agnósticos, no menos que para los ateos y la gente de buena voluntad. Todos ellos quedan boquiabiertos cuando comprueban que lo que interesa a algunos es expulsar la tinta ―como los calamares― para encubrir la falta de razones. Al final lo que interesa a unos es ganar la batalla ideológica aunque sea a base de mentiras. Y a otros interesa aumentar sus cuentas corrientes sin que escrúpulo alguno estorbe su intento.  

Lo más triste para mi es que un material tan tóxico tenga una buena acogida en los medios de comunicación. Que se pague a los presentadores sumas escabrosas. Y todavía resulta más triste ―o indecente, si lo prefieren― que algunas de estas emisiones lleguen a los espectadores u oyentes, a través de las ondas generadas por medios de comunicación adscritos a la Iglesia. Pasaba años atrás con una virulencia digna de mejor causa, pero sigue aconteciendo hoy en día. Y quienes están al frente los saben. Las denuncias asoman una y otra vez en los medios.

Una institución que debiera tratar de pacificar los ánimos y no tomar partido en asuntos que no comprometen la moral se dedica a exponer las particulares obsesiones de algunos individuos ideologizados hasta el extremo. Gente que no se detiene ante el insulto ni la falacia. La cuestión es vencer ante los ojos de la gente huérfana de pensamiento. Aunque estén muy lejos de convencer a quienes sí saben discurrir y creen en aquello de que son felices quienes trabajan por la paz, porque Dios los llamará hijos suyos. 

1 comentario:

Unknown dijo...

La idea que consta en el requadre em sembla molt bona:
La finalitat del diàleg o de la discussió no és el triomf sinó el progrès.
És a dir no dialogar per a convèncer ni per a vèncer sinó per avançar en les idees que s'exposen. Però habitualment no es dona aquesta actitud de sincera recerca en el diàleg.