El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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martes, 22 de agosto de 2017

Creer a la intemperie


Creer a la intemperie. Constatar que en el ámbito del trabajo los cristianos se pueden contar con los dedos de la mano. Que las cosas de la fe suenan a música dodecafónica. Verificar que los niños ya creciditos no saben santiguarse. Que los alumnos de ESO reservan el mismo espacio mental a Cristo que a Buda y a Zeus. Comprobar que los bancos del templo se llenan en buen porcentaje de mujeres enlutadas. Que los hijos de padres comprometidos otean otros horizontes ...

Estas, y otras cosas, hacen que la fe se torne angustiosa. Creer a la intemperie es tan difícil como nadar contracorriente. Sin embargo, el hombre creyente —que no equivale al hombre crédulo— ha hecho una experiencia demasiado gozosa, está demasiado íntimamente convencido de su opción, para que lo pueda enviar todo al traste.

Por otra parte, el cristiano sabe que el Espíritu continúa su tarea; más anónima, más silenciosa, pero no deja de actuar. Y el encuentro fraternal entorno del pan y del vino eucarístico irradia fuerza suficiente para seguir confortando la fe e iluminando el camino.

Ya no es el ambiente el que aguanta el corazón del creyente, sino la fe que debe fermentar la estructura. Ya no es suficiente para el creyente sincero mantener su personal rescoldo. Es necesario que encienda el del vecino, es decir, que anuncie el mensaje. Un anuncio más silencioso, si se quiere, pero que sigue siendo necesario proclamar. La hora de los simpatizantes ha llegado al fin. Se requieren militantes. De nada sirven los engaños y los recodos. Si la fe es válida para uno mismo, se contagiará al que está cerca y si no es válida ... entonces es mejor tener las ideas claras.


 No seamos simplistas. El panorama poco halagador que contemplamos no es debido a la perversidad del mundo actual, ni a los enemigos de la Iglesia pagados por potencias extranjeras, ni tampoco a los agentes marxistas infiltrados dentro de las filas de la misma Iglesia. No echemos mano de los tópicos rebuscados o trillados. Hay causas muy complejas que nos han llevado donde estamos. Y no todas de resonancia negativa. Algunas han ayudado a purificar la fe de intereses creados, de ambiciones personales. Porque no todo lo que se ofrece con la etiqueta de Dios es necesariamente divino.

La culpa de los cristianos

De la marginación del cristianismo en amplios sectores de la sociedad, tienen buena culpa los mismos cristianos. Ellos velan, más que revelan, el auténtico rostro de Jesucristo, según dijo el Vaticano II. Hay que culpar a la Iglesia que, en palabras del mismo Concilio, necesita de una reforma constante.

Efectivamente, necesita una reforma seria. Porque no protestó bastante del fascismo que saturaba las mentes de los jerarcas y los poderosos. Porque aceptó demasiado resignadamente las órdenes que procedían de la cúpula política, sin profundizar en su legitimidad. Además, la Iglesia —que conforman todos los creyentes— a menudo ha distorsionado el mensaje evangélico. Como los aparatos que emplean los conjuntos de música concreta, los cuales modifican, alargan, otorgan nuevos timbres a los sonidos originales.


Unos aspectos de la vida de Jesús han pasado a primer plano: su oración, la dulzura de trato, la obediencia, su mensaje escatológico, etc. Pero curiosamente —o interesadamente— otros rasgos igualmente reales de su vida han quedado cubiertos por el silencio y por el desinterés: Jesús fue también itinerante, comía y dormía donde las circunstancias brindaran, tuvo más de un conflicto con sus padres y familiares, denunció el legalismo, privilegió a los pobres, se mostró intransigente con la hipocresía y redimensionó la autoridad.

¿Por qué esta selección arbitraria a la hora de anunciar el evangelio? ¿Acaso necesita ser destilado y edulcorado su mensaje? ¿Y por qué a muchos obispos se les dispara el registro de la protesta al oír hablar de homosexualidad, aborto, y en general ante las cuestiones nuevas derivadas de la bioética? En cambio, muestran un interés casi irrelevante cuando se trata de asumir iniciativas contra la pobreza, la corrupción y otras taras de carácter social.

Buena nueva, triste nueva

Aún hay más. Resulta que la Buena Nueva a menudo es vivida como una triste nueva, como una losa que reprime el gozo originario del mensaje. Así, de la apoteosis final de la Resurrección, hay quien sólo acierta a dar con el leño áspero de la cruz. 


No se trata de vender una buena imagen, ni de limar aristas para que las moscas acudan a la miel. Se trata simplemente de vivir la Buena Nueva como lo que es: un mensaje de salvación integral y, pues, de ilusión, de alegría, de esperanza. De acercar la misa, por poner un ejemplo, a lo que fue originariamente: una cena de amigos, en lugar de hundirla en el precipicio del legalismo y la rutina.

Habría que repintar y reformar la Iglesia. Hacer lo posible para limpiarla un poco. Que quien se acerque —por curiosidad tal vez— no encuentre los muebles viejos, llenos de polvo. Que no tropiece con individuos enlutados informándole que el mundo está podrido. Que no haya que contemplar rostros crispados y amenazantes ...

Quizás entonces alguien atravesará la puerta y se encontrará con el Cristo.

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