El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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domingo, 3 de septiembre de 2017

El ladrón y la ocasión

Es un hecho. Pasen las páginas de la historia hacia atrás y observarán que el deseo general de numerosas sociedades, al menos el deseo explícito, apuntaba a la honradez. Cristalizaba en la tópica expresión: "pobres, pero honrados". Pues bien, en distinta etapa, muchos hombres y mujeres de la misma sociedad encuentran en la pobreza el título de mayor oprobio.
La estadística no suele ser tan caprichosa ni arbitraria. Algún elemento poderoso precipita la apetencia de la virtud o del vicio. Este elemento es el caldo de cultivo que el individuo encuentra en su entorno. Como en un medio séptico proliferan las bacterias infectadas, de igual modo en un medio corrupto se estimulan las opciones para el vicio.
Una preocupante espiral
El caldo de cultivo de la corrupción lo genera —y es un botón de muestra— el mal ejemplo repetido, constante y escandaloso. Cuando el ciudadano de a pie va adquiriendo la convicción de que los de arriba y los de al lado se aprovechan cuanto pueden de las oportunidades que el azar o su cargo les brinda, mal anda la cosa. Sin pecar de malevolencia cabrá vaticinar que las más íntimas convicciones de este ciudadano empezarán a tambalear.
Se preguntará por qué tiene que ser él el único inocente entre tanto delincuente, pícaro y aprovechado. Objetará que no puede desenvolverse en inferioridad de condiciones. El estímulo está dado. Sólo falta la ocasión que es la que, como bien reza el dicho, hace al ladrón. O, al menos, lo hace en un elevado tanto por ciento.
Entonces los escrúpulos morales se debilitan e inicia una preocupante espiral. El dinero cambia su modo de ser, su personalidad, el sentido mismo de la vida. Y aparecen a borbotones las excusas y los atenuantes...  La espiral crece. Se desvinculan con desfachatez las nociones de trabajo y riqueza. Se piensa poder vivir con refinada comodidad y ostentación, con abundancia de dinero, sin contrapartida alguna.
Si el caldo de cultivo de una sociedad fuera la honradez, difícilmente el corrupto tendría la desfachatez de presentarse en público. Primero porque no es tan difícil identificarle. Cuando a una persona no se le conocen grandes inversiones o negocios, cuando procede de una familia pobre o media y, de pronto, se metamorfosea en un individuo derrochador, refinado y ostentoso... hay que interrogarse. Hagan, si no, algunas sencillas operaciones matemáticas. Observen si con sueldos reales, por muy abultados que sean, o con negocios honestos, por muy saneados que luzcan, es posible acumular mansiones, lujosos medios de transporte por tierra, mar y aire.

Inquietar al corrupto
Si la persona cuestionada resulta que tiene un cargo en la administración pública o se desenvuelve en la esfera de la política, entonces las sospechas se disparan con la fuerza de un arma a presión. De ahí que sea del todo preciso aminorar la dosis de corrupción. Lo cual se conseguirá, al menos en parte, si la sociedad está vertebrada por las instituciones, si goza de mecanismos para supervisar las gestiones de sus funcionarios. Entonces quizás logre relegarla hasta niveles menos inquietantes.
       O también lograría algo parecido una sociedad en la que los medios de comunicación dispusieran de recursos generosos que les permitieran fiscalizar a los funcionarios, dejarlos en evidencia si llega el caso y crear una opinión pública capaz de inducirles a la renuncia. De lo contrario, el futuro que se avizora no será más radiante que el pasado ni que el presente.

En la empresa privada, a quien le cogen con las manos en la masa se le inicia un expediente, se le castiga y despide. Pero en la empresa pública tal parece que el delito es un título de gloria. En todo caso, se tiende a ser demasiado benevolente con el dolo, el tráfico de influencias, la prevaricación o el robo sin más.

       No hay que esperar mucho de la proclamación de los valores morales, pues es verdad, en buena parte, aquello de que la ocasión hace al ladrón. Pero su proclamación, completada con medidas administrativas y jurídicas, con castigos públicos y ejemplarizantes, pueden mejorar el comportamiento del ciudadano. Porque el corrupto es un cáncer que estimula la metástasis en el cuerpo social. Y priva de unos recursos muy necesarios al conjunto de la población, ya suficientemente deprimida.

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