El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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viernes, 9 de marzo de 2018

Fe y cultura. Estado de la cuestión


No raramente se escucha que uno profesa tal religión, que la ha cambiado, que no tiene ninguna… Como si ello equivaliera a tener una filiación política, pertenecer a un partido, o a un club. En tal caso la religión resultaría un caparazón externo que el ser humano se viste, se quita o deja de poner.  Sería religioso porque nació en tal país o porque recibió determinada educación o porque un vecino le convenció o porque gozaría de una sensibilidad especial en este campo.

Sin embargo la religión nada tiene que ver con la cosmética que uno se aplica o no. La persona es un ser religioso —prescindamos ahora de qué religión— por naturaleza, aunque no es éste el lugar para desarrollar la afirmación. Desde su nacimiento el individuo es empujado por un resorte misterioso que le conduce más allá de sí mismo. Somos excéntricos en el sentido de que no tenemos el centro en nosotros mismos, sino que giramos alrededor de Otro. No nos conformamos con lo que llevamos entre manos, nos sentimos insatisfechos, nos interrogamos y vamos detrás de un sentido definitivo para las cosas y para nosotros mismos.

El hecho es que la relación entre fe/religión y cultura es un tema complejo. Por una parte la persona nace con una raíz religiosa, aunque puede que ésta no llegue a florecer. La cultura, por otra parte, juega un papel decisivo en este florecimiento dado que marca a la colectividad y a cada persona que forma parte de ella. Se da una relación permanente y profunda entre fe y cultura. Basta con echar un vistazo a las costumbres, los refranes, las festividades, las edificaciones, el arte, para convencerse de ello.

En nuestros días la mencionada relación se complejiza por cuanto ha surgido una pluralidad de religiones —o su negación— en la sociedad occidental. Y, por si fuera poco, también la cultura ha dejado de ser unidimensional. Múltiples son las formas culturales que encauzan el pensar y actuar de los individuos. También el pensar y actuar acerca de lo religioso.

Fe y cultura caminan entrelazados. La experiencia religiosa no tiene otro modo de expresarse que en el interior del marco cultural en el que acontece. Por su parte la dimensión religiosa no puede prescindir de la cultura. Los intentos hechos en esta dirección no tienen ninguna garantía de éxito. El ateísmo oficial de lo que fue la Unión Soviética ha dejado nuevamente paso a la expresión y a la experiencia religiosa, por poner un ejemplo. La manera de vivir la fe está condicionada por la cultura ambiental. La cultura ambiental no deja de recibir el influjo de las expresiones religiosas.

Nada más natural que así suceda, pues la persona religiosa pertenece necesariamente a una cultura. Y la cultura se edifica gracias a una multiplicidad de aportaciones gastronómicas, literarias, institucionales, musicales, religiosas… Esta idea la expresaba Juan Pablo II cuando decía que «una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no enteramente pensada y fielmente vivida» (Discurso fundacional del Consejo pontificio para la cultura, 1982).
Hacia una definición

Hoy día el hecho cultural ha adquirido un relieve indiscutible. Es objeto de investigación y aparece de modo transversal en numerosos campos. La Iglesia también se ha pronunciado en diversos documentos y congresos. Claro está que el término no tiene que ver sólo con el nivel intelectual, la erudición o el «saber estar», sino  que cabría definirlo así:  «el conjunto complejo que comprende el saber, las creencias, el arte, la ética, las leyes, las costumbres y cualquier otra aptitud o hábito adquirido por el hombre como miembro de la sociedad.» (E.B. Tylor). Esta definición es más que centenaria, pero hoy día se ha impuesto de modo generalizado.
La cultura es todo el ambiente humanizado por un grupo; es su manera de comprender el mundo, de percibir al hombre y su destino, de trabajar, de divertirse, de expresarse por medio de las artes, de transformar la naturaleza por medio de las técnicas y los inventos. La cultura es el producto del genio del hombre, entendido en su sentido más amplio: es la matriz psicosocial que se crea, consciente o inconscientemente, una colectividad; es su marco de interpretación de la vida y del universo; es su representación propia del pasado y su proyecto de futuro, sus instituciones y sus creaciones típicas, sus costumbres y sus creencias, sus actitudes y sus comportamientos característicos, su manera original de comunicarse, de producir y de intercambiar sus bienes, de celebrar, de crear obras que revelen su alma y sus valores últimos […] La cultura es la mentalidad típica que adquiere todo individuo que se identifica con una colectividad; es el patrimonio humano transmitido de generación en generación (H. Carrier, Diccionario de la cultura. Estella: Verbo Divino, 1994, 150-161).

La inculturación de la fe

En nuestros días, en el contexto en que nos movemos, es indudable que la secularización ha hecho mella. Se ha incrementado la distancia entre el quehacer cristiano y la cultura del entorno. De ahí la importancia de impregnar de sentido cristiano las realidades culturales. Una fe impermeable a la cultura no llega a desarrollarse en plenitud. 

También precisa decir que el diálogo entre fe y cultura no siempre desemboca en un mutuo acuerdo. La fe debe tomar distancias, en ocasiones, a la hora de juzgar la bondad o maldad de la cultura ambiental. No puede decir que sí a todo. No raramente tendrá que negarse a aceptar determinadas realidades y, en cambio, proponer criterios y juicios de muy distinto signo de los que halla en su entorno. De lo contrario la fe se tornaría acomodaticia, perdería su identidad y, a la postre, dejaría de ser una fuerza útil para el mejoramiento de la cultura.


Los cristianos contribuirán a conformar una cultura más valiosa si, por una parte, valoran los esfuerzos de quienes tratan de que la vida se torne más humana. Pero también sus aportaciones deben ser críticas. No pueden justificar cualquier decisión o realidad simplemente porque resulta mayoritariamente aceptada. A los cristianos corresponde estimular el sentido ético y la responsabilidad ante los pobres, así como favorecer el bien común. Finalmente deberán testimoniar la fe y, como exhorta el Nuevo Testamento, dar razón de la esperanza, de manera que la hagan inteligible a quienes viven a su alrededor.


En tiempos de crisis, en contextos de fuerte pluralismo cultural, la fe tiene el derecho y la obligación de estimular y desarrollar su potencial humanista. La fe cristiana está capacitada para influir en la cultura del entorno a fin de que sea cada vez más altruista y no se cierre a la trascendencia.

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