El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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domingo, 8 de marzo de 2009

También mueren los compañeros de camino


Para el adolescente el pensamiento de la muerte es algo irreal o virtual si se prefiere. Mueren “los otros”. Nada tiene que ver con él. Se trata de un concepto teórico. Cuando más, un puntito que todavía no inquieta en el lejano horizonte. En la adolescencia mueren los abuelos. En esta edad ciertamente no merece crédito alguno la frase de Heidegger: “tan pronto uno nace ya es suficientemente viejo para morir”.

En la juventud es posible que el individuo sea testigo de la muerte de un viejo profesor cuyo aspecto dejaba presagiar, por lo demás, su pronto e irremediable final. Mueren también, claro está, las celebridades de tiempos atrás provocando mayor o menor eco en los medios de comunicación. Pero en tales casos son siempre “los otros” quienes mueren.

En la edad adulta caen por el camino algunos compañeros de andanzas. Personas con las que se ha estudiado, se ha jugado, se han tramado aventuras al unísono. Amigos que han tenido ilusiones comunes, se han sentado en el mismo banco de clase o han intimado en algún que otro diálogo. O simplemente personas con las cuales se ha coincidido en el mismo vagón de tren. 

Y de pronto son esos compañeros de viaje los que mueren. Es la situación que vivo hoy. Ha fallecido un compañero de estudios. Habíamos coincidido en el tramo de los estudios de filosofía allá por las montañas de Lluc (Mallorca). Luego nuestras vidas se separaron y por muchos años sólo supimos uno del otro gracias a algún amigo común, una noticia o un comentario suelto. Diversas tareas nos ocuparon, nos situamos en diversos puntos de vista. Hace tres años y medio  nos juntamos de nuevo en Madrid. El llevaba más de cuarenta años en el Colegio. Yo venía del Caribe para amoldarme al puesto de Vicario General de la Congregación.   

Los dos primeros años vi a Antonio Esparza con ilusión, entregado a sus clases y a la tarea de acompañar a los niños en el deporte. Eran las tareas que había realizado a lo largo de su vida y las que seguía llevando entre manos sin acusar cansancio. El último año y medio mayormente andaba cabizbajo e inapetente. Quizás los últimos meses le asaltó el pensamiento de una muerte cercana. Se encontraba débil, con frecuencia debía ser internado en la clínica. Cuando estaba en las dependencias del Colegio el médico le visitaba con asiduidad.    

A  veces me da por conjeturar que él, tan discreto, no quería ser moelstia para quienes le atendíamos. Tal vez anhelaba que se rompiera el hilo de vida que lo mantenía respirando fatigosamente. Una operación de colon, unos pulmones fatigados que necesitaban constantemente del oxígeno artificial para funcionar, una inapetencia crónica y otros males se le acumularon las últimas semanas…

Se nos fue el viernes, 6 de marzo, a primeras horas de la mañana. De modo inesperado, porque la muerte siempre nos coge de sorpresa, aunque sepamos muy bien que está al acecho. Éramos conscientes de que se iba apagando, disecando, evaporándose… pero no esperábamos que su adiós fuera tan repentino. Contaba 68 años.

Hoy día la gente, sobre todo la más pudiente, suele apelar a la ciencia mortuoria -porque existe una ciencia mortuoria- que recurre a modernas técnicas empeñadas en borrar, en la medida de lo posible, las huellas del dolor, de las lágrimas y las preguntas fuera de lugar. Trata de neutralizar cualquier posible sentimiento que incida excesivamente en el humor de los seres humanos, sean moribundos o sus próximos.

Al propio enfermo se le escamotea la realidad de su morir con la falsa ilusión de una mejoría próxima. O tal vez se le esconde con el recurso a medicamentos que le mantienen aletargado, apenas consciente. Se silencia el morir como si la alusión al mismo fuera una falta de educación, de mal gusto. En casa del rico no se muere.

Y, como las ciencias avanzan que es una barbaridad, una vez ocurrido el deceso, al muerto se le devolverá su color natural mediante el artificial uso del maquillaje. Se le pintará una sonrisa en los labios inertes a fin de que nadie experimente perturbación alguna ante su cadáver. Realmente, aquí no ha pasado nada, es el mensaje que se esfuerza en proclamar la mencionada ciencia mortuoria.

No ha sido esta muerte la de Antonio. En este caso todo ha resultado más normal y cotidiano. Si no se ha mencionado la muerte ha sido porque realmente no la creíamos tan cercana. Lo que bullía en el interior del extinto se nos escapa. Él no era un ingenuo, de seguro que algo sospechaba y experimentaba al respecto. Se comportó con naturalidad en el morir. Nada de aspavientos ni frases grandilocuentes.

Creo que actuó como quien sabe que es preciso luchar por la vida -el cristiano es amigo de la vida- pero que no conseguirá hacer retroceder indefinidamente a la muerte. El cristiano es ralista. Acepta que el ser humano tiene un fin, dado que por definición es perecedero. Y entonces la muerte es susceptible de ser transformada en ofrenda. Si toda la vida puede vivirse como una gradual ofrenda al Creador, el último flamear de la llama consuma la inmolación.

Pienso que no es honrado predicar el terror cuando se aproxima la muerte. No es leal capitalizar los gusanos del sepulcro con la intención de cambiar el corazón del hombre. El evangelio no explota los sentimientos de horror, ni pretende provocar el miedo para obtener la respuesta de fe. Se conforma con una apelación al buen sentido y señala con el índice a quien es capaz de acoger en su seno al difunto, más allá de nuestras coordenadas de espacio y tiempo.

El creyente confía en que el silencio de la muerte no es definitivo. De ahí que no la amordaza con la pretensión de que no atemorice el entorno. La considera como el cauce que nos conduce al más allá. Un más allá que se resiste al análisis intelectual, pero que responde a la gran promesa de Dios: un Dios de vivos y no de muertos.

Antonio fue enterrado el sábado tras la masiva asistencia de profesores de ayer y de hoy, de alumnos actuales y de años pretéritos. Allá estuvieron algunos miembros de su familia y también las Religiosas de las que fue capellán durante muchos años. Pasó casi de puntillas por la vida, pero tuvo mucha gente que lo quiso y que no desaprovechó la última despedida para hacerse presente. Cuando sacaron el ataúd de la Iglesia para ponerlo en el coche fúnebre una gran multitud estalló en aplausos espontáneos. El próximo lunes, día 9 tendrá lugar el funeral.

Antonio, descansa en paz. Requiescat in pace, cantabas en tus años mozos. 

1 comentario:

Anónimo dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.