El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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martes, 19 de mayo de 2009

Elogio del libro

He leído en varias ocasiones sobre las bondades del libro electrónico. Hay compañías que emprenden verdaderas ofensivas para impulsarlo. Entre otras ventajas esgrimen que finalmente “el saber no ocupará lugar”. Podremos descargarnos al instante los libros que deseemos sin necesidad de amontonar ejemplares en el escaso espacio de la casa.

El hecho es que el libro electrónico lleva ya existiendo más de diez años y no acaba de calar en el público. Quizás porque a los fabricantes y vendedores les ha pasado por alto un elemento humano en el que no han reparado. Los libros gustan precisamente porque ocupan lugar. Porque son como el nido que nos forma y conforma. Porque entre sus hojas se ocultan girones del propio ser: las sorpresas, indignaciones, deseos e ilusiones que fluyeron a borbotones mientras se leían.

Todo permanece como destilado y condensado en las páginas del libro. Hasta su olor habla de los momentos gozosos en que hemos absorbido con fruición el néctar de sus páginas. Y en el invierno lluvioso, cuando toman cuerpo las secretas melancolías, una mirada al estante repleto de volúmenes, mejor o peor encuadernados, nos ata al pasado y hasta cierto punto nos orienta hacia el futuro.

Como sucede con los paisajes que han alimentado la infancia, puede que se hayan borrado del cerebro los contenidos del libro, sin embargo, en cuanto vuelven a hojearse, de nuevo se produce el milagro y aparecen las emociones evaporadas.

Páginas amarillas, lomos de piel manchada, hojas arrugadas… puede que sean libros en ruina, pero conducen hacia los secretos pasadizos que iluminaron la adolescencia y la juventud.

Estas virtudes no las tienen los libros electrónicos. Yo estoy a favor de los libros de carne y hueso -de papel y lomo de piel-, aunque hoy día lea mucho más en las pantallas luminosas de estos aparatos asépticos llamados monitores. Lo cortés no quita lo valiente.

Una memoria exterior a nosotros

Y como estos párrafos se me antojan más bien breves para conformar un artículo, voy a añadir otros pensamientos acerca de los libros. Estos aparecen cuando necesitamos saber más de lo que nuestro cerebro logra contener. La información queda fuera de nosotros. Tenemos una memoria ajena a nuestro cuerpo. Una memoria fabulosa llamada biblioteca.

El soporte que nos permite leer -al menos hasta hace poco- procede de la materia vegetal. Encima de la misma se imprimen signos en contraste con el color del fondo. Pues bien, gracias a la creatividad y a la habilidad de los antiguos somos capaces de apropiarnos de los pensamientos y las emociones de gente que murió hace muchos años. Pasan las centurias y cabe escuchar la voz del autor surgiendo de las páginas del libro. La escritura es el maravilloso invento que vincula a ciudadanos de épocas lejanas y de espacios distantes. Los libros rompen todas las barreras.

Por el módico precio de un almuerzo se puede uno enterar de lo que sucedió en la época de la civilización griega, de las emociones que embargaron el ánimo de F. Dostoievski, de la socarronería que albergaba el sutil F. Quevedo… Cabe aprender sobre el origen de las especies, la interpretación de los sueños, el misterio de las galaxias…

Caso de que la información sólo pudiera viajar de boca en boca, muy poco informados andaríamos sobre nuestro pasado y con una desesperante lentitud caminaríamos por la senda del progreso. Aunque la comparación resulte un poco cursi diré que los libros son como un corcel que nos permite viajar a través del tiempo y recoger la sabiduría de los abuelos que nos precedieron.

Esta segunda parte de mi escrito sobre los libros y su valor me la ha sugerido, por contraste, un acontecimiento poco grato. He visitado una minúscula biblioteca que tiempos atrás había puesto en pie. Sólo he encontrado ruinas. Libros maltratados que bien pudieran interponer una querella contra sus dueños si lograran desplazarse hasta el juzgado. Ellos, tan serviciales, siempre dispuestos a ofrecer el lomo y a dejarse cachear, tan repletos de sabiduría, ¿qué reciben a cambio? Se los mantiene en lugares húmedos, amontonados promiscuamente, sin protección frente al pillaje y la rapiña.

Los derechos humanos, los derechos de los animales y hasta de los vegetales. Pero, ¿y los de los libros?

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