El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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lunes, 11 de mayo de 2009

Viajar puede ser provechoso o ruinoso

En mi viaje de más de ocho horas en avión -de Madrid a S. Juan de P. Rico- le he dado vueltas a los beneficios que aporta el hecho de viajar. El primero de todos ellos: cuando en determinadas circunstancias te agobia la rutina y una cierta desazón te acapara el ánimo por motivos varios, rompes con lo cotidiano. Viajar oxigena, reanima, vivifica profundamente.

Los automatismos, las inercias, los tics repetitivos son tremendamente limitativos. Llega un momento en que encadenan a la persona a su pequeño y archiconocido entorno. Lo terrible del caso es que, no sólo acaba encontrándose bien, sino que no puede hacer a menos de su diminuto, desgastado y consabido mundo. No quiere cambiar de espacio, ni de clima, ni de gastronomía. Uno está tentado de decir que individuos así van languideciendo y mueren antes de morir. Cualquier alteración de su orden les sobresalta y les produce grave malestar. Consideran que es un atentado contra su dignidad.

El viaje, en algunos casos, te permite encontrar a los amigos y conocidos con los que un día conviviste o trataste simplemente. El cambio de lugar, sobre todo si se trata de territorios realmente diferentes por la naturaleza, el clima, las costumbres, provoca un interés añadido. Uno se mueve por los nuevos andurriales con ojos nuevos. Lo ve todo distinto. Los colores son más vivos, las facciones de la gente se le antojan inconfundibles.

La belleza del paisaje… y de la gastronomía

Por supuesto, en este apartado no hay que olvidar la gastronomía. Constituye una parte importante del placer de viajar. Me parece de una pobreza alarmante añorar los platos archiconocidos del país de origen cuando se tiene la oportunidad de degustar nuevos modos de cocinar. Hasta considero una falta de respeto no apreciar cómo se combinan los alimentos, las salsas, los sabores... Pues hay quien engulle las finezas del lugar visitado añorando los platos que le alimentan los 365 días del año. Está en su derecho, aunque eche de menos platos tal vez mediocres, pero ello no le favorece. Habla de su ausencia de inquietudes, su estrechez de miras, así como de la parálisis de sus papilas gustativas.

Todos los paisajes tienen una belleza característica que brota de su originalidad. El desierto es hermoso en su adustez. También en la arena o los peñascos logra ver, quien goza del don de una mirada taladradora, la magia y la belleza del paisaje. En el cielo estrellado se reflejan sus inquietudes, en el silencio del suelo que pisa rebotan sus expectativas. El trópico, por su prte, tiene un colorido especial. Los olores y sonidos difieren de los de otras latitudes. Las playas cercanas invitan a tumbarse bajo la palmera y otear el horizonte en plan soñador.

En el desierto o en el bullir del trópico hay que apreciar la huella milenaria que han dejado los hombres y mujeres que vivieron bajo estos firmamentos. Inventores, escritores, físicos, filósofos... Y también gente capacitada para los menesteres más cotidianos: modistos, cocineros, fontaneros... Es un privilegio pisar las tierras que tantos antepasados recorrieron años atrás.

Un género típico desde la antigüedad

El género de los relatos de viaje cruza transversalmente toda la literatura. En las autopistas del lenguaje -a veces convertidas en selvas inextricables- se tropieza con aventureros, investigadores, escritores, periodistas o simples caminantes que quieren dejar el testimonio de sus emociones. Las que han provocado el camino pisado, el paisaje contemplado, las costumbres experimentadas, los seres humanos con los que han topado. Los diarios de viaje exhalan la fascinación por lo distinto, la extrañeza de lo inédito. Ciñámonos a los más clásicos: Ulises, Marco Polo, Cristóbal Colón.

Los diarios de viaje mezclan los elementos narrativos con los descriptivos y ensayísticos… Se trata de un género específico que goza de amplias libertades. Porque el viajero mira fijamente a la vida y ésta no sigue un protocolo establecido. A veces grita, otras se estremece de placer, en ocasiones reflexiona y también sabe mirar hacia atrás con ademán de historiador.

El escritor amante del género de relatos de viaje en estado puro sólo necesita de una mochila, un cuaderno y un lápiz. Se trata de un género en el que estorba la biblioteca y por eso hay que huir lejos de ella. Las notas y apuntes hay que tomarlos en los momentos menos indicados, en circunstancias peregrinas. Quizás incluso haya que levantarse a media noche para que no se evapore la idea que por un instante agitó sus alas en la mente del viajero.

Viajar equivale a descubrir nuevas tierras, aproximarse a su misterio, gozar de sus paisajes, sus personas, costumbres y manjares. Viajar invita a mantener los ojos fijos en lo novedoso y desconocido. Pero también a respetar lo que se mira, las tierras que se pisan.

Amar la tierra propia y la ajena

Quien ama su propia tierra sabe amar las de los demás y se interesa por las costumbres ajenas, por el folclore y la gastronomía de cada sitio. Así disfruta mucho más del viaje. Es de muy mal gusto comparar una y otra vez mi tierra y mis costumbres con las de los demás para criticarlas. Añorar el regreso porque no se aguanta el carácter de los nuevos vecinos y rechazar la comida típica de la localidad constituye una actitud que produce tristeza.

Soy testigo de que quienes dicen amar a su tierra y desprecian las otras, en realidad son seres humanos de inquietudes menguadas y sentimientos dudosos. Lo soy también de que quienes dicen querer mucho su lengua, pero se desinteresan de aprender otras, quizás hace esta afirmación por pura incapacidad. También la zorra de la fábula alegaba que las uvas estaban verdes, pues que no lograba alcanzarlas. Si encima no toleran que en el entorno se escuchen sonidos ajenos a su idioma único y exclusivo, tal vez haya que sospechar algún trastorno vinculado con la carestía mental y emocional.

Viajar vale la pena, a pesar de las inclemencias del tiempo, de las aglomeraciones de los aeropuertos, de las maletas extraviadas, del cansancio al fin de la jornada y del robo de que podemos ser víctimas. Estoy en San Juan de P. Rico. Ocho horas de avión me han permitido disfrutar de la magia.

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