El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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viernes, 1 de mayo de 2009

Perdonen si hoy hablo de fútbol

Hoy me adentro en un tema que tiene más de emocional que otra cosa. Lo cierto es que mueve una cantidad de pasiones increíble. Los periódicos lo mantienen omnipresente, una edición tras otra. En los diarios de la TV siempre se le dedican largos minutos. La gente lo convierte en tema protagónico de sus discusiones. Desata apuestas, provoca socarronerías y no se detiene ante los insultos.

Me refiero al deporte en general y muy en particular al fútbol. Más en concreto, a la rivalidad existente entre grandes clubes: el Madrid y el Barcelona. Justamente el partido que se jugará mañana sábado y cuyos comentarios no se apagan no obstante el fragor de la deplorable crisis económica que nos afecta y de la nefasta peste porcina que nos amenaza.

Desde una óptica racional no es posible dar explicación al fenómeno. Pero es que sus raíces no se hallan en la razón, sino en la emoción. Se juega mucho más que la entrada de un balón en la portería. Rivalidades regionales, concepciones políticas, arreglos de cuentas de partidos anteriores, ideas divergentes del fútbol… todo ello choca cuando topan entre sí las piernas de los adversarios.

¿Por qué es así? ¿Por qué se confían tales argumentos al incierto vaivén de un balón? No hay respuesta. Pero sí es muy comprobable que el hincha se estremece con los pases geométricos del jugador de moda, pases que se diría trazados en tiralíneas. El público suelta un “huy…” digno de las mejores causas cuando la pelota parecía tocar la red, pero se resistió a hacerlo en el último momento. El espectador se descompone -por muy honorable que sea en la oficina- cuando el gol hace su aparición.

Se ha dicho más de una vez que el deporte, en cierto modo, ha sustituido a la religión, que vive en horas bajas. Es cierto. Hay toda una preparación ascética de los jugadores -entrenos, concentraciones, lejos de novias y esposas- que mantiene la expectativa hasta tanto llega el momento señalado. Luego se reúne una multitud de hinchas fervorosos y exultantes en el estadio. Se animan mutuamente mucho antes del inicio de la ceremonia. Son los miembros de este pueblo enfervorizado que vibra al unísono.

Hasta existe todo un lenguaje configurado por el fútbol. Numerosas publicaciones diarias, de muchas páginas, se alimentan de esta inagotable cantera. Y los medios corren detrás de los futbolistas para entrevistarlos, aun cuando resulte penoso -por anodino, trivial e insignificante- escuchar sus declaraciones. Pero son los cracs, los protagonistas, los dioses de esta novedosa religión.

El césped refulge bajo las luces. Las cámaras no se pierden detalle. Suena un himno que habla de batallas pundonorosas y persistentes. Los jugadores erguidos y en fila miran embelesados hacia las gradas. Han dicho que lo van a dar todo por los colores, por el escudo.

Empieza el partido y los espectadores rugen. El árbitro que se equivoca al pitar es la personalización del diablo. Atrae los más graves insultos sobre su persona. Se escuchan amenazas de muerte.

Acabará el partido y la decepción pesará como una losa o bien el gozo irradiará como sol de verano. Lo cual propiciará nuevos artículos en la prensa, provocará ulteriores apuestas y servirá para que los comentarios a los escritos de internet se llenen de ironías, befas, vocablos soeces y desfachatados.

El fútbol ha venido a ser una religión. Tiene su jerarquía: presidente, entrenador, directivo… Exhibe sus símbolos: camiseta, escudo, estadio… No falta el himno. Por supuesto que cuenta con entusiastas partidarios: los hinchas. Dispone de una infraestructura mediática: periódicos, programas de Televisión, emisoras, etc. No faltan los personajes más populares, que a veces se asimilan a los santos, a los mártires o a los profetas, según obedezcan al entrenador, caigan lesionados bajo los pies del adversario o critiquen sin piedad las injusticias perpetradas por el árbitro. Claro está, también hay traidores y desertores que se convierten en el blanco de las iras populares.

Cada equipo tiene su historia sagrada donde los buenos y los malos, los éxitos y los fracasos se fijan para siempre: la crónica de las grandes batallas, las hazañas de los cracs, los momentos fundacionales.

Cabe hacer una caricatura de todo ello y decir que el conjunto no tiene pies ni cabeza. Cierto, se trata de algo irracional, pero que está ahí, que mueve pasiones, propicia ganancias exorbitantes, provoca insomnios y hasta infartos. A lo largo de la semana el humor de numerosas personas tiene mucho que ver con el resultado del domingo. Lo cual alimenta las befas de unos y el sufrimiento de sus destinatarios. El sufrido hincha experimenta la postración y teme el insomnio nocturno.

Ésa es la realidad. Más allá de menosprecio o la indiferencia convendría hurgar un poco en lo que da pábulo a esta desmesura. Porque el hecho es que el fenómeno no surge de la nada. Algo debe explicar sus múltiples facetas. ¿Necesidad de distracción? ¿Urgencia de soltar adrenalina? ¿Premura de romper con el ritmo cotidiano? ¿Ganas de encontrarse con los demás hinchas de la misma religión?

Es indiscutible: el fútbol provoca estos acontecimientos y estas pasiones. No de solo pan vive el hombre. No de sola racionalidad se alimenta la persona. Lo que no parece importante, sí lo es en buena medida.

Se me ocurre que en la Iglesia de Dios acontece algo parecido. No sólo de liturgia o de doctrina vive el hombre, no sólo de razones se alimentan los feligreses. Los detalles que menosprecian los directivos, tales como la acogida en las Iglesias, el diálogo cara a cara, la accesibilidad, son importantes. Las iglesias evangélicas han sido más perspicaces para los pequeños detalles. Y les ha ido mejor. El fútbol será una religión laica y advenediza, pero puede enseñar algún pequeño detalle a la religión formal de toda la vida.


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