El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

jueves, 23 de julio de 2009

Disquisiciones veraniegas sobre la belleza

La vida profesional evidentemente marca los sentimientos y el quehacer de la persona. Yo me he dedicado durante largos años a la enseñanza de la teología y no puedo menos que firmar esta aseveración.

Al desarrollar el tratado sobre Dios tenía que detenerme sobre las pruebas de su existencia. Los manuales solían conceder el mayor espacio a las de Aristóteles y Sto. Tomás. Tienen mucho en común, amen de una misma perspectiva. Había pruebas deductivas e inductivas, morales y virtuales. Era preciso plantearse el asunto de la contingencia del ser, el orden, la causa primera….

Después uno transitaba por las pruebas morales: ¿de dónde procede la conciencia? Y el rastreo del pensamiento kantiano se hacía inevitable. También se concedía un peso notable al hecho de que la inmensa mayoría de pueblos, desde la más remota antigüedad, dieran por sentado que existía una fuerza superior a la cual invocar y a la que designaban como Dios.

Por supuesto que todas las pruebas, cualesquiera fueran sus peculiaridades, arrastraban la sombra de las contrapruebas y eran señaladas con el índice por numerosos adversarios. Es decir, planteaban serios interrogantes. Nada extraño si al final había que resignarse y detener el paso ante un callejón sin salida o un muro que cerraba el paso.

Llegué a la conclusión de que no existe una diáfana demostración de Dios. Sólo indicios. Y es que a Dios se le muestra, pero no se le de-muestra. Mejor así, después de todo, porque, de otro modo, se le asimilaría a una ecuación, un problema geométrico o una adivinanza. El hecho es que Dios, como ya decía el primoroso Pascal, es más sensible al corazón que a la razón.

En los últimos años me llama la atención la tesis de la belleza en cuanto camino viable para llegar hasta Dios. El escritor ruso Dostoievski estaba convencido de ello. Incluso sostenía que la belleza es valiosa por cuanto en sí misma supone apertura a Dios, encarnación de su infinita bondad. Se ha afirmado en repetidas ocasiones que el autor escribió esta frase: la belleza os hará libres remedando la frase de Jesús: la verdad os hará libres. Pero no hay manera de encontrar la cita en su voluminosa obra y más de uno dice que nunca salió de su pluma.

Para mí que la belleza, llegados a un cierto punto, se identifica con la verdad. Y es sensible al sentimiento mucho más que a la razón, como sucede en el caso de Dios. Incluso cabría decir que Dios es el súmmum de la belleza, de la verdad y tiene que ver con la explosión del sentimiento.

Unas vacaciones para contemplar

He reforzado esta creencia tras permanecer una semana en lo alto de un montículo cuya falda besaba el mar en la sierra norte de Mallorca. Un lugar llamado Tuent en cuyos terrenos se asienta una especie de ermita perteneciente al no lejano santuario de Lluc. El lugar ejerce sobre mí una fuerte atracción. La playa que yace tranquila tras la montaña es de las pocas calas vírgenes que quedan en la isla. Nada de restaurantes ni chiringuitos.

Allá pasé unos días junto con dos buenos amigos, de esos con los que se da una buena sintonía. La amistad, el paraje, la calma y la historia común invitan a charlar confiadamente, sin rodeos. No es difícil abandonar los escudos que, en cambio, es preciso sostener cuando la vida nos confronta con individuos de pensamiento retorcido e imprevisibles reacciones.

Volvamos al bucólico paraje. Se escuchaba en la cima el rumor de las olas marinas. Los colores del mar y de las rocas se metamorfoseaban según las horas del día y los reflejos del sol. Al anochecer la explosión de luz se mudaba en silueta silente y opaca. Pero permitía adivinar su próximo fasto cuando los rayos del sol regresaría de buena mañana para expulsar la opacidad que permanecía adormilada entre los pliegues de las rocas. La silueta se trasmutaba, en efecto, en imponente paisaje de materia esplendorosa y de luminosos contornos.

Luego, en medio de la noche, parpadeaban las estrellas y no había el peligro de confundirlas con alguna luz artificial porque la ciudad quedaba muy lejos. El silencio de la noche, el palpitar de las estrellas, el rumor de las olas, la mole que se adivinaba a uno y otro lado… A eso se le llama belleza. Y huelgan las definiciones acerca del concepto.

El panorama era totalmente verdadero. Bondad y verdad, belleza y sentimiento…. Y Dios en el trasfondo. Estaba allí tan presente como el árbol que ofrecía su sombra para que nos cobijáramos en las horas de sol. No lo distinguíamos con la vista, como tampoco divisábamos la brisa, pero indudablemente presentíamos que estaba allá. Hay certezas que son como axiomas. No es necesario demostrarlas dado que resultan evidentes a los ojos del corazón.

Sutiles y pacientes pruebas se han elaborado acerca de la existencia de Dios. Pero a la postre los listos y los torpes, los contemplativos y los pragmáticos regresan casi siempre a la prueba más elemental latente en la gran pregunta: ¿Por qué existen las cosas? ¿De dónde procede el esplendor de tanta belleza? ¿Acaso la nada tiene capacidad para engendrar algo?

En tiempos de profunda secularización, si es que no de abismal laicismo, puede que en ocasiones la revelación positiva no resulte del todo concluyente y que la tradición haya extraviado más de un eslabón. Puede que las dudas surjan alrededor de la fe como el metal del cañón envuelve un vacío circular. Pero todo ello no exime de la obligación de responder a la gran pregunta, de dar razón del por qué de las cosas.

En mi juventud, y menos en mi niñez o adolescencia, no llegué a apreciar las bellezas que atesoraba el paisaje. He descubierto con posteridad este arsenal de encantos y primores que contiene el campo, la montaña, el mar, el cielo estrellado. Y con el descubrimiento he llegado a percibir con más intensidad la presencia de Dios. Si a esta belleza añadimos la de la música, la literatura y la pintura, podremos compartir la idea de Dostoievski: la belleza salvará al mundo.



No hay comentarios: