El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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domingo, 12 de julio de 2009

Entre la sabiduría y la erudición


No se la encuentra en muchos labios la palabra "sabiduría". Se escucha más acerca de la ciencia, los conocimientos y las especialidades. Sin embargo, se trata de un concepto que surgía espontáneo de la entraña de las civilizaciones antiguas. En la Biblia da título a todas las páginas de un libro.

¿En qué consiste exactamente la sabiduría? Digamos, para desbrozar el terreno, que no designa la acumulación de datos en la mente, ni tampoco alude a la profunda capacidad científica de algún individuo. Nada que ver con el tamaño de una “base de datos”. Hoy día, indudablemente, disponemos de muchísimos más conocimientos que en épocas anteriores. Los archivos de las universidades se multiplican, las bibliotecas engrosan su patrimonio, los datos acumulados en soportes electrónicos empiezan a provocar vértigo.

Sabemos más que nuestros abuelos

Cualquier adolescente aventajado es posible que aloje más datos en su cabeza que los que manejaban sus bisabuelos en la edad adulta. ¿El muchacho es más sabio? ¿Nuestra sociedad tiene más sabiduría? Estamos hablando de cosas distintas.

En los centros de enseñanza se hacen esfuerzos para que la instrucción sea más amplia y se asimile con mayor facilidad. La instrucción, sí, que no la educación o la formación integral de la persona. En esto quizás nos aventajaban los pueblos antiguos. Ellos recurrían a unos maestros, preceptores o tutores que impartieran conocimientos, pero también que enseñaran a vivir. Incidían en la vida de quienes se les encomendaban porque ellos mismos se constituían en modelo de vida.

Tal vez sea el motivo por el cual se usa con cuentagotas el apelativo de sabio. Se prefiere hablar de gente erudita, ilustrada, de científicos y especialistas. Ahora bien, el erudito almacena una enorme cantidad de conocimientos y demuestra una capacidad asombrosa para relacionarlos entre sí. Pero esto no debe confundirse con la sabiduría que, más allá de los datos, exhala un perfume, un estilo, unas actitudes en el quehacer del día a día. 

El sabio sabe bregar también con sentimientos y emociones, sabe qué decir y cómo actuar en cada momento. Disfruta de las cosas sin necesidad de definirlas según el género y la especie. Quizás no tenga muchos conocimientos, pero sí goza de la capacidad de aplicar el sentido común a cada circunstancia y de discernir las situaciones embrolladas.

Por su parte, el especialista sabe mucho de un elemento concreto, de un punto de vista, de una técnica. Por lo cual logra avances que mejoran la calidad de vida de la sociedad y permiten ampliar el horizonte de nuestras comunicaciones. El que maneja una determinada técnica es digno de toda alabanza y consigue avances significativos a la hora de hacer más cómoda la vida. 

Sin embargo, el especialista sabe mucho de casi nada. De suerte que fácilmente se desorienta en el camino de la vida por falta de referencias. Pero como sabe mucho de algo, es posible que sucumba a la tentación de pensar que sabe mucho de todo. No admite de buen grado que otros le den lecciones. Y con facilidad osa emitir opiniones y dar consejos en ámbitos que no son los de su especialidad. Con frecuencia, por cierto, resultan de una vulgaridad estremecedora. 

Claro que es del todo positivo que se incorporen al estudio sectores de población que antes eran excluidos del mismo. Por supuesto que hay que favorecer la asimilación de conocimientos a escolares y universitarios. No es convincente la tesis de Rousseau acerca de la infelicidad que acarrea la civilización y la cultura. Estudiar es un derecho y una obligación a la vez. Afortunadamente quienes gestionan la cosa pública lo han asumido y no olvidan destinar a la enseñanza -aunque sea insuficiente- un buen pellizco del presupuesto nacional. 

¿Somos más sabios que nuestros abuelos? 

Si se contrapone la genuina sabiduría a la ciencia, a los meros conocimientos, no es por elogiar la ignorancia. Al fin y al cabo, todo avance en la ciencia en principio repercute positivamente en la persona y la sociedad, aunque luego se pueda usar en contra de objetivos más elevados. De esto se trata, de que los formidables conocimientos y avances de carácter científico no ahoguen la planta del humanismo y la moral que late en cada ser humano. De usar bien los instrumentos que se nos ponen al alcance. De hacer menos ambiguo el progreso. 

Importa mucho saber la meta a la cual la persona quiere llegar y escoger el camino más adecuado para conseguirlo. Ahí tiene su lugar la sabiduría. La técnica nos brinda un coche o un avión para llegar a la meta, pero no raramente sucede que no sabe cuál es esta meta. Ahora bien, ¿para qué correr mucho si no se sabe en qué dirección es preciso enfilar la marcha? 

Todo el mundo sabe de científicos o intelectuales de renombre que luego fracasan estrepitosamente en la vida familiar o en las relaciones con su entorno. No logran el equilibrio deseado. Mientras que otras personas menos dotadas en su capacidad de razonar o de acumular datos parecen escalar mayores cotas de felicidad. 

A la postre interesa saber estar en el mundo, vivir como seres humanos que no se hunden bajo el peso de ambiciones desmedidas y tratan de hacerse mutuamente felices. La felicidad empieza por el cultivo de un ambiente familiar sano y gratificante. Saber vivir así equivale a ser sabios. Lo cual evidentemente no es lo mismo que ser ilustrado. 


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