El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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domingo, 25 de septiembre de 2011

¿Vaticano III? No, gracias


Estos días han aflorado viejos apuntes de mis clases de teología con el trajín del cambio de residencia. Las citas referentes al Concilio Vaticano II se infiltraban una y otra vez entre los párrafos. He reflexionado acerca de los efectos del acontecimiento conciliar, el de mayor trascendencia para el catolicismo del siglo XX.
Dentro de unos meses se cumplirán 46 años del Concilio Vaticano II. Una asamblea que despertó enormes expectativas e ilusiones, las cuales fueron agostándose paulatinamente. Hoy día el Concilio ha dejado de ser una referencia en la práctica. No lo afirmo porque rebaje su aportación doctrinal y pastoral, sino por dos motivos distintos. Primero, su desarrollo se ha frenado desde arriba. Segundo, los tiempos han cambiado sustancialmente.
El Vaticano II reconoció unos problemas de fondo que estaban ahí, pero se pasaban por alto aplicando la vieja y nefasta estrategia del avestruz. Sí, la estrategia de hundir la cabeza en la arena cuando el peligro acecha y falta el coraje para afrontarlo.
Mi generación anhelaba con toda el alma -allá por los años ’60- una renovación de la Iglesia, de la liturgia, la pastoral, la vida religiosa. El Vaticano II despertó enormes expectativas... que se han ido diluyendo con el paso de los años. Tanto es así que la convocatoria de un Concilio Vaticano III me dejaría indiferente. De vez en cuando uno lee o escucha acerca de la necesidad de convocarlo. Años atrás yo pensaba así también. He cambiado de opinión. Me explico.
No obstante las esperanzas que levantaron el vuelo con la convocatoria conciliar, la magna Asamblea llegó tarde. Inició el diálogo con una modernidad que ya empezaba a derretirse en las arenas movedizas de la posmodernidad.
Tras el Concilio, y en buena parte gracias a él, surgió la Teología de la liberación. Un movimiento que se comprometió a fondo con los pobres y se empeñó en transformar sus vidas y no sólo interpretarlas. Un movimiento que no sólo no dejó de lado la referencia religiosa, sino que se inspiró en el núcleo más central del evangelio: el buen samaritano, el amor al prójimo, la solidaridad, la responsabilidad…  
Esta teología era fruto de una gran vitalidad y encendió muchas antorchas a su alrededor. Multitud de comunidades de base se esparcieron por la geografía universal. Muchos fieles cristianos pagaron con su vida la defensa de los valores de Jesús y su evangelio. Fueron los cristianos de avanzadilla, los mártires que sellaron su fe y su compromiso con el testimonio del mayor amor.
Miedos, temores y reticencias
Las jerarquías de la Iglesia han tenido miedo de desarrollar el Vaticano II y mucho más de aceptar la explosiva vitalidad de la Teología de la liberación. Lideró este temor el Papa Juan Pablo II. Él cerró muchas puertas, aun cuando en su recorrido por el planeta se ganó muchos auditorios y ofreció una imagen progresista gracias a su potencial comunicador.
Fue un Pontificado repleto de temores. Bien documentadas están sus reticencias durante las sesiones conciliares y sus pronunciamientos una vez subido al solio pontificio. En algunos aspectos, como la moral social y económica, era realmente progresista. También al denunciar la intrínseca maldad de las guerras. Pero en la dimensión interior de la Iglesia mostró un muy diverso talante: echó el cerrojo a demandas como el celibato opcional, al ministerio de la mujer, una moral sexual más humana, la elección más participativa de los obispos…
Visto con perspectiva histórica, los frenos y las interpretaciones forzadas para revertir el  Concilio obtuvieron eco en algunos movimientos, aunque no en amplísimos sectores cristianos. Numerosas comunidades de base y asociaciones varias han lamentado estas maniobras. Lo cual ha generado una situación de malestar bastante generalizado que ha tenido sus puntos más visibles en el acoso a algunos teólogos prominentes y la parálisis en la renovación de las estructuras eclesiales. Hasta parece que los responsables pasan por alto aquello de cambiar algo para que todo siga igual.
En mi muy personal opinión, y sea dicho con el máximo respeto, el intento de amordazar el concilio constituye un caso bastante clamoroso de rechazo del magisterio… por el mismo magisterio.
Todo lo cual ha tenido consecuencias. La Iglesia ha perdido autoridad y relevancia en la sociedad civil. Se la tilda de reaccionaria y se la considera una antigualla. Y con frecuencia no es creíble la escapatoria de recurrir a la custodia de un mensaje sagrado e inalterable. Algunos intelectuales y mujeres afirman que determinadas proclamas ofenden la inteligencia. Se han producido numerosos abandonos de presbíteros, religiosos y religiosas. Sin hablar de los numerosos laicos que, al otear el panorama, deciden por el exilio interior. Dicho de otro modo, desertan en silencio.
Pasó el tren de los Concilios
Con todos estos argumentos se diría que urge un III Concilio Vaticano para rescatar el anterior de la serie y ponerlo finalmente en órbita. Pues no. Los cambios habidos en nuestro planeta durante los últimos decenios han sido de tal envergadura que un tercer Concilio lo considero fuera de lugar.
Las grandes cuestiones de la actualidad son otras hoy en día. En estos momentos urge interpretar y acompañar la profunda mutación que se produce en la sociedad. Claro que para ello hay que quitarse las legañas de los ojos y otear el futuro más que volver la cabeza hacia el pasado. Preciso es sacudir los temores y emprender novedosas iniciativas.
A casi cincuenta años del Concilio una asamblea parecida resultaría del todo insuficiente para afrontar interrogantes eclesiales que van más allá de una determinada confesión. Pasó de largo el tren de los Concilios. Ha llegado el momento de organizar un foro mucho más amplio… Ya no se trata sólo de problemas en el interior del catolicismo. Ahora es preciso abordar situaciones interreligiosas, suprareligiosas y básicamente humanas.
En este marco los obispos no representan las voces más autorizadas de nuestro momento histórico. Su bagaje ideológico suele hallarse más cerca de quienes los eligieron que de los fieles a ellos confiados. Tanto más cuanto que han desaparecido las grandes figuras de años atrás: Pedro Casaldáliga, Oscar Romero, Helder Camara, Samuel Ruíz…
Las cuestiones trascendentes, las preguntas más profundas se han desplazado hacia otros foros en los que los obispos tienen poco que decir. Y acabo con un botón de muestra que confirma esta afirmación. La atención de la Iglesia suele centrarse en problemas domésticos, mientras adopta una actitud defensiva de modo permanente frente a la sociedad. No es la actitud del evangelizador.
La jerarquía no percibe los grandes temas que mueven e interesan al hombre corriente, el cual quisiera escuchar una palabra sabia y esperanzada acerca de determinadas propuestas vitales. Por ejemplo, orientaciones sobre la crisis económica, sobre los crímenes de género y los abusos sobre la mujer, sobre los inmigrantes que se ahogan en las pateras... Estos temas han de preocupar en mayor medida.
De otro modo se confirmaría la sentencia que, más en serio que en broma, formuló un día el teólogo González Faus: la Iglesia jerárquica ha fabricado más ateos que Marx y Nietszche juntos.

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