No deja de sorprender el revuelo mediático
ocasionado por la renuncia de Benedicto XVI. Cualquier detalle es comentado ampliamente.
Si es de carácter privado, mucho mejor. La prensa organiza un festín con todo
ello. Más o menos como cuando muere una vedette de la pantalla, alcanza la cima del ranking de goles un
futbolista o hay que agasajar a un político famoso.
A mi entender una de las explicaciones de la
resonancia adquirida por tales acontecimientos es que numerosas personas viven
la vida a través de la biografía ajena. Dado que su existencia resulta monótona
por fuera y carece de profundidad por dentro, tratan de compensarlo poniéndose
en la piel del famoso. Entonces con facilidad se les escapa una lágrima y se conmueven
con la emoción que se desprende de la gloria o a la desventura del personaje
mediático.
A mí personalmente me desagrada que las emisoras televisivas, que miran millones de personas, se detengan a detallar la textura y el color de los zapatos que vestirá el Papa emérito. Se trata de detalles que no hacen ningún bien a la Iglesia y ofrecen pábulo abundante para los críticos dispuestos a despellejar al vecino. No hablemos si los tales vecinos proceden del ámbito eclesiástico.
Considero negativa toda la parafernalia acaecida con la despedida del Papa. Salen a colación frivolidades de todas clases. Se calla en cambio lo que realmente debería interesa a los creyentes. En consecuencia, una vez más, el mensaje queda distorsionado. Llaman poderosamente la atención al hombre de hoy, sea o no creyente, los protocolos y títulos que desprenden tufillo aristocrático. Chocan de frente con lo que el evangelio propone acerca de la autoridad y la misión.
La Iglesia no es una democracia sin más, pero ello no impide que en todas sus actuaciones brille la sencillez y la transparencia. La sensibilidad actual detecta fácilmente la vanidad agazapada detrás de los títulos, los vestidos pomposos y los honores en general. Si añadimos que con frecuencia los títulos son desproporcionados y las vestimentas afeminadas, ya dirán...
Los títulos, honores y vestimentas son el lastre que
ha venido depositándose en la Institución a través de los siglos. Pero un día u
otro es preciso deshacerse de todo ello porque deforma el rostro de la Iglesia.
Hay datos en el Nuevo Testamento y en la historia que hablan con mucha
elocuencia acerca de la sencillez y del buen ejercicio de la autoridad. Esta es
la tradición más genuina y a ella hay que volver.
No se olvide que el
medio es el mensaje. Los comportamientos vanidosos y pomposos opacan el
bien que pueda realizar el sujeto. El lujo y la ostentación son un
antitestimonio y desacreditan la opción por los pobres. Los seguidores de Jesús
lo son de aquel que nació en un establo y murió desnudo en una cruz.
La raíz de muchas actitudes y comportamientos
inadecuados tienen que ver con la estructura de la Iglesia tal como hoy día
funciona. A saber, con el Papa como Jefe
de Estado. Los estados pontificios no son exigidos por la naturaleza de la
Iglesia, más bien al contrario. Pero cuando el historiador Döllinger lo dijo en
público, fue tildado de Judas. Un libro que exaltaba la unidad de Italia rápidamente
encontró el índice libros prohibidos. El síl.labus
de Pío IX condenaba la proposición de que despojar de soberanía a la Sta. Sede
sería un servicio a la libertad de la Iglesia.
Razones a favor y en contra
Existen razones a favor y en contra para sostener la existencia del Vaticano como Estado. Las minúsculas dimensiones del Estado que es hoy en día echa por tierra la acusación de que la actuación papal constituya injerencia alguna en potencias extranjeras. Por lo demás, el Vaticano no posee los tanques por los que preguntaba Stalin. Ha sucedido lo que tantas veces en la historia: la Iglesia protesta indignada cuando le arrebatan sus riquezas mundanas, pero acaba dando gracias a Dios por la libertad y agilidad que le confieren posteriormente.
La Iglesia debe ser independiente. Es conveniente que así sea puesto que Roma está llamada a ser referencia de unidad entre todas las Iglesias. Caso de que el Papa ejerciera su papel en el interior de otro Estado -sobre todo si fuera muy poderoso- está claro que las presiones recibidas serían muy fuertes. La potencia política que lo alojara trataría de manipularlo en su favor.
Hablemos ya de los inconvenientes. Aun cuando el Vaticano tiene unas dimensiones minúsculas, no deja de ser un Estado, un centro de poder mundano. Lo cual puede contaminar la misión del sucesor de Pedro. El hecho de ser Jefe de Estado sitúa al Papa en un entorno que no es el que escogió Jesús de Nazaret, ni el que recomendó a sus seguidores. Los interlocutores del Papa disponen de poder terrenal de manera que él se halla -aun sin quererlo- gravitando en torno de los ricos y poderosos. En consecuencia se distancia de los pobres y olvidados de la tierra.
En busca de la solución
El hecho de ser un Estado envuelve al Vaticano en una atmósfera de protocolos, diplomacias y suntuosas recepciones. Le obliga a unas actuaciones que nada tienen en común con el discurso misionero en el que Jesús exhorta a los suyos a caminar sin sandalias y sin dinero en la faja. Se dirá que los tiempos han cambiado. De acuerdo, pero el estilo no tiene por qué cambiar.
En el futuro -y recuerdo haberlo escuchado en alguna parte- cabría buscar una solución que armonice las ventajas y los inconvenientes de la situación actual. Descartemos una solución demagógica de ruptura total dado que estos cambios son de difícil digestión y posiblemente provocaría enormes dificultades, al menos en un principio. El Papa podría residir en el Estado del Vaticano sin ser Jefe de Estado. Como los obispos son ciudadanos de sus respectivos estados. La tarea política de Jefe de Estado quedaría reservada a un laico.
De este modo podría garantizarse la máxima independencia de este Estado, a la vez que preservar la máxima libertad para el ministerio del Papa. Claro está que entonces habría que acostumbrar a los gestores a un nuevo estilo. Los cambios deberían ser graduales, como no puede ser de otro modo cuando las implicaciones son de gran magnitud y fuertes implicaciones. Como fuere, en algún momento hay que ponerse en camino.
1 comentario:
Ya es hora de que la Iglesia institucional de pasos hacia una ejercicio más llano de la autoridad. Mucho me temo que la gerontocracia de la Iglesia no sea capaz de dinamizar un nuevo camino para vestir a la Iglesia de evangelio, como cantaba el obispo Casaldáliga. La gerontocracia, la endogamia, el asilamiento en los palacetes... todo ello impide en principio el paso evangélicamente osado hacia una Iglesia más actualizada y servidora. No está mal el artículo, pero creo que lo que propone no pasa de un conjunto de buenos deseos sin mayor desarrollo.
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