No me cae bien la gente que tuerce el gesto cuando le anuncias una noticia refrescante, para añadir acto seguido: sí, pero ya verás como… No creas que va a durar mucho… Lo dice con segundas intenciones… No seas ingenuo… Son palabras de cara a la galería…. No me cae bien la gente que simplemente replica por replicar, por espíritu de contradicción, por llevar la contraria.
Sin embargo, también yo estoy tentado de caer de bruces en la tentación. Me refiero a los primeros gestos del Papa Francisco. Claro que aplaudo la elección del nombre, el vestuario más sencillo, la cercanía con la gente, el cambio del sillón de oro por otro de madera, el hecho de pagar sus cuentas... No quisiera yo rebajar las expectativas, nada desearía tanto como que después de los gestos llegaran los hechos contantes y sonantes, después de los indicios las evidencias, tras las formas las cuestiones de fondo.
Llevo suspirando por tales metas desde que se celebró el Vaticano II. Por un breve período de tiempo pareció que las cosas iban a cambiar, para luego permanecer igual. He experimentado muy de cerca que la inercia, la rutina, la negligencia, la displicencia gozan de músculo poderoso, no obstante lo que pudiera dar a entender el vocabulario.
Se da el caso de que los gestos simbólicos a los que damos tanto realce -miradas las cosas con calma y frialdad- no debieran extrañarnos en absoluto. Lo realmente chocante y casi inconcebible era que los Pontífices anteriores vistieran unos zapatos artesanales de buey “non-nato” y raro color, que empleara un trono de oro, que recibiera sentado a los dirigentes de los diversos países.
Nos habíamos habituado a un tal comportamiento. Y ahora lo más normal se nos antoja revolucionario y hasta transgresor. Nos entusiasma lo que desde siempre debiera haber sido y nos extraña que la desmesura vuelva a sus cauces.
Una reforma recurrente
Hasta donde mi memoria eclesial alcanza, siempre he escuchado que la Curia debe ser reformada. Todo el mundo está de acuerdo, los Papas recién elegidos levantan expectativas en este sentido. Pero al cabo del tiempo el asunto se va difuminando. Todo se mantiene igual o con muy leves retoques. La Curia, he aquí una de las piedras de toque para medir el buen éxito en el proceder del Papa Francisco.
No cargaría las tintas sobre la maldad de los curiales. Más bien sucede que existe un engranaje curial que frena las iniciativas, azuza pequeñas batallas entre diversas tendencias y estimula el carrerismo. Nada nuevo digo. Hasta el mismo Papa emérito Benedicto XVI se expresó en este sentido. Y otros muchos, entre los cuales el Cardenal Martini, de feliz memoria.
El burócrata/curial apuesta por una estructura rígida, de compartimentos estancos, donde cada quien se siente soberano. Se mueve bien en un humus impersonal. Considera que los jefes tienen la función, por encima de todo, de controlar al personal. La norma, la ley es lo que determina los procedimientos. Nada de dar rienda suelta a las emociones, ni siquiera a un vocabulario demasiado amistoso. Cuando más, alguna expresión estereotipada, vagamente ingeniosa, mil veces repetida, digna de un funcionario vestido de gris.
Acerca de este mundo cerrado, sometido al control, tendente a la adulación (y cuando falla a hacer la guerra), el Obispo Casaldáliga, ejemplar de obispo poco común, escribió unas letras a Monseñor Romero cuando éste lloró tras salir de una entrevista con el Papa Juan Pablo II. Le dijo: las curias no podían entenderte, ninguna sinagoga bien montada, puede entender a Cristo. Y también dejó unos versos para la posteridad relativos a la Curia: deja la curia, Pedro desmantela el sinedrio y la muralla. Ordena que se cambien todas las filacterias impecables en palabras de vida temblorosas.
Contar con la oposición
Volvamos al surco. Bien por las formas y los gestos llenos de simbolismo del actual sucesor de Pedro. Sin embargo, téngase en cuenta que ya se ha levantado alguna voz mostrándose en desacuerdo con lo de no temer a la ternura ni a la bondad. El buenismo es mal consejero, venía a decir el articulista. Luego todo acaba yendo manga por hombro.
Se escuchan ya algunos ronroneos. Pues bien, cuando empiecen las reformas en serio -si se dan, como lo esperan tantos fieles- las que rectifiquen, por ejemplo, los cauces seguidos por los dineros vaticanos, entonces los bisbiseos posiblemente se transmuten en crujir de dientes. Los poderosos de las finanzas no se dejan arrinconar tan fácilmente.
Imaginen si al Papa le da por suavizar el lenguaje que suele emplearse desde las esferas oficiales a propósito de los temas de bioética y sexualidad. El preservativo, el celibato de los presbíteros, los cuidados paliativos al final de la vida, la comunión de los divorciados, la ordenación de las mujeres...
Se dice que el Papa Francisco es más bien tradicional en su teología y su concepto de la moral. Posiblemente algunos de los temas mencionados se mantendrán a buen recaudo en los archivos vaticanos. De todos modos habrá voces que clamarán por una revisión urgente de los mismos. A la par que no faltarán quienes se echen las manos a la cabeza si simplemente son objeto de estudio.
¿No habrá que revisar el cómo del sacramento del perdón, que en los países de Europa emite sus últimos estertores? ¿No habrá que reequilibrar el papel de los movimientos cristianos que últimamente han campado a sus anchas y han apartado a codazos -es un decir, claro- Órdenes y Congregaciones con muchos servicios sobre sus espaldas? Por cierto, de pronto han desaparecido las pancartas que blandían y sus portavoces han hecho mutis por el foro.
Aproximarse a estas cuestiones requiere esgrimir el bisturí y habérselas con nervios extraordinariamente sensibles. ¿Cuál será el resultado final? Lo único garantizado es que aflorará el malestar en uno u otro bando. Personalmente preferiría que se recuperaran las esencias del Concilio Vaticano II que se refieren al diálogo, a la misericordia y la comprensión antes que a la condena y la censura.
Numerosos colectivos y grupos cristianos anhelan cambios que vayan más allá de los gestos. Han esperado a lo largo de muchos años. Bastantes de ellos emigraron hacia la indiferencia o hacia una fe intimista. Bueno sería que se les echara un cable. Aun cuando fuera más endeble del que se les ha brindado a los lefebvrianos y compañía.
1 comentario:
No me gusta el buenismo que homologa todo cuanto llega a sus manos en pos de una paz ficticia, y de una convinecia que no es más que coexistencia pacífica. Hay que llamar al pan, pan, y al vino, vino. También en la Iglesia.
De acuerdo con los gestos papales en el hecho de la simplicidad en los ornamentos, en la formas, en el mismo posar en las celebraciones. Lo triste es que algunos presbíteros siguen sin mesura vistiendo ornamentos propios de otra época, llegando al extremo de acompañar a un obispo ligero de equipaje y sus adláteres endosando largas capas...
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