Hoy tengo
dos motivos para hablar del lenguaje que normalmente se usa en la Iglesia. Sí,
el que emplean los predicadores, los que escriben cartas pastorales o
encíclicas, quienes administran sacramentos. El que se usa en la liturgia, la
catequesis y la oración.
Vayamos con
la primera razón. En un fórum propuesto a los alumnos que estudian teología por
internet les preguntaba cuáles eran las dificultades mayores que se interponían
entre la Iglesia y los fieles cristianos de a pie.
Yo les
insinuaba algunas. La que más resonancia tuvo y a la que prácticamente todos
apuntaban con el dedo, diciendo que constituía un impedimento substancial, fue
el lenguaje. Algunos de los adjetivos que le dedicaron: obsoleto, anacrónico,
aburrido, repetitivo, moralizante, inadaptado a nuestra época…
Cuando las
respuestas resultan tan masivas… Cuando el río suena… No se trata de acomodarse
o de abaratar el Evangelio, sino de usar un lenguaje significativo para el
hombre de hoy. Ello exige renovar en profundidad la teología y la catequesis. A
mi parecer la fe ha devenido en exceso cerebral, abstracta, dogmática, con
pocas referencias al cuerpo y al corazón.
Después de
unos cuatro años estudiando filosofía no es extraño que a algunos presbíteros
les dé por hablar un lenguaje cartesiano y otros tomen prestados los
raciocinios de la escolástica. A la gente no le resulta fácil entender los
contenidos embutidos en tales envoltorios.
Hay palabras
en la liturgia y en la predicación que hacen el efecto de un pedrusco caído de
un sexto piso. Circulan pensamientos duros de roer. En ocasiones ni siquiera
son coherentes por falta de preparación o de digestión. Y si tales productos
son pronunciados con voz engolada y ademán postizo, ya dirá el lector...
Decía el
famoso especialista en el lenguaje, el sabio Wittgenstein, que todo lo que se
puede decir se puede decir con claridad. Aunque muchos eclesiásticos lo
disimulen.
Cada uno en su propia lengua
La segunda
razón para escribir hoy sobre el lenguaje es que todavía están vivos los ecos
de la liturgia de Pentecostés. El día en que todo el mundo escuchó a Pedro en
su propia lengua. Más allá de la exégesis que requiera la afirmación, me agrada
eso de que cada uno lo entendía en su propia lengua.
Existe el
lenguaje del símbolo, de la imagen y del cuerpo. El lenguaje de los hechos, el
lenguaje del arte, de la música, de la pintura. Hay muchas maneras de hablar,
más allá de los fonemas y palabras.
Se puede
hablar a Dios en cualquier lengua, aunque la que uno aprendió pegado al seno
materno será siempre la de más dulces resonancias. Debieran saberlo quienes
sostienen que la lengua es sólo para entenderse. Es mucho más: un signo de la
propia identidad, una prolongación de los sentimientos más íntimos, una
afirmación de la tierra que le vio nacer, etc. etc.
Es un tema
que me aguijonea porque hay quien desea imponer un idioma extraño al que yo
aprendí de niño. ¡Y lo hacen en nombre de la igualdad y del respeto! Como si la
propia lengua, por ser minoritaria, no mereciera respeto alguno. Afortunadamente
el Nuevo Testamento no es de la misma opinión. Cada uno entendía a Pedro en su
propia lengua.
A Dios se le
puede hablar en cualquier lengua, pero
la más sonora y auténtica es la que sale del corazón. Ésta es la propia, la que
tiene vasos comunicantes con el núcleo personal más auténtico. No hay necesidad
de hacer una exhibición felicitando a los fieles de la plaza de S. Pedro en 50
idiomas. Al fin y al cabo el único fruto que producirá será el de provocar
cincuenta tandas de aplausos evanescentes como pompas de jabón.
A los
pájaros no hay que hablarles de física cuántica porque ellos entienden sólo de
trinos y silbos. La nostalgia del latín, el deseo de exhibirse o la rutina del
hablar en escolástico no debiera opacar el lenguaje del corazón. A cada
objetivo hay que asignar los medios más oportunos.
El don de
lenguas, el carisma tan elogiado por algunos grupos de cristianos, tal vez
consista hoy día en lograr que cada uno entienda al otro en su propio lenguaje.
Las palabras inteligibles pro cualquiera son las que cargan sobre sus lomos el
afecto, la ternura, la benevolencia de quien las dice. Y éstas no requieren de grandes
explicaciones. Exactamente como sucede con un cuadro de Goya, la arquitectura de
la Sagrada Familia de Gaudí, la fontana de Trevi, una película de Charlot, una
pieza musical de Mozart.
Hace falta
renovar el lenguaje con la fuerza de Pentecostés. Que cada uno entienda en su
propia lengua. La lengua que no es, sin más, el embalaje de la idea, sino la
idea misma, como sostenía Unamuno.
Y otra cita
para finalizar, traducida libremente del catalán. Un párrafo de Joan Maragall
en “Elogi de la paraula”: Ante un grano
de inspiración sagrada, queremos construir edificios de razón vanidosa,
inflando ridículamente los ritmos para llenarlos de palabras que nadan muertas
en la superficie de las cosas. Y la gente se cansa de escucharnos hablar
vanamente con música inanimada, y nos consideran maniáticos entretenidos, y lo
somos. El prurito de una perfección y una grandeza superficiales, ha convertido
la palabra en un enjambre vacuo de palabras sin vida.
Joan
Maragall no pensaba en el lenguaje litúrgico, catequético ni homilético al
escribir tales cosas. Pero ensamblan en el tema como anillo al dedo. De verdad
que sí.
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