El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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sábado, 20 de julio de 2013

Declaraciones e incontinencias


Entre las numerosas enfermedades que aquejan al ser humano hay que contar con la que ocasiona un extraño virus. El que impulsa a declarar más de la cuenta. Se trata de un impulso incontrolable que actúa en las cercanías de un micrófono, una cámara o el bolígrafo del periodista. 

El individuo afectado declara sin continencia alguna, por más que se le interrogue acerca de asuntos muy alejados de sus conocimientos y habituales preocupaciones. Se diría que acaba declarando contra su propia voluntad. 

Al día siguiente no raramente cuaja una pequeña tempestad en torno a las manifestaciones realizadas, por extemporáneas o inexactas. Al declarante le toca matizar, volver atrás, decir que se le interpretó mal o sencillamente -y muy recomendable- confesar a las claras que se equivocó. 

De seguro, vale más tarde que nunca. Mejor enmendar que sostener el error. Pero ello no quita que el mal esté hecho, que la población se alarme sin motivo y disminuya más todavía la credibilidad de los gobernantes /declarantes /manifestantes. El malestar o el desprestigio han incidido en la población. La raquítica vanagloria de asomar el rostro por la pequeña pantalla, o de ejercitar las cuerdas vocales ante el micrófono, ha podido más que la sensatez. 

El mencionado virus ataca también a notables personalidades, sin excluir a altas jerarquías de la Iglesia católica. Hace unos pocos días, allá por el Caribe, un Monseñor usó un vocabulario tirando a barriobajero al referirse a los homosexuales. Ignoro si en este caso hubo rectificación. Para mí que no, pues el connotado cardenal no suele rendirse tan fácilmente. 

Hechos, que no palabras 

Por lo demás, a fuerza de acumular declaraciones, los medios de comunicación terminan por ser instrumentos repletos de palabras, que se refieren a intenciones o buenos propósitos. ¿Y los hechos? Habría que invitar a un experto a medir el volumen de las informaciones que se refieren simplemente a declaraciones o manifestación de intenciones. Con demasiada frecuencia los titulares suelen referirse a lo que tal personaje dice u opina. Muchísimo menos a lo que hace o llevó a cabo. 

El asunto es penoso. Excesiva verborrea para tan escasos acontecimientos. Tanto más penoso cuanto que el afectado por el virus que nos ocupa anda convencido de que lo que piensa es noticia. No porque sea de mayor o menor trascendencia. No. Sencillamente porque lo piensa él. Si, encima, el hombre tiende a la mediocridad, ya dirán ustedes el drama de los medios de comunicación social que no encuentran apenas hechos que llevar a la boca. Mientras que sobreabundan las ruedas de prensa, las declaraciones, los comunicados...

Luego es de toda conveniencia que los lectores/espectadores calibren cuanto se les dice de acuerdo a la comunicación en sí misma, independientemente de su procedencia. Pues no es de recibo que cosas archisabidas, de pronto adquieran importancia simplemente porque salen de labios de tal o cual personaje. Nada de pagar tributo sobre el altar de la fama. Los títulos de quien habla no mejoran los contenidos de lo que dice. Más bien sucede lo contrario: los contenidos de lo que comunica prestigian los títulos que pueda exhibir.

Otra vertiente del asunto consiste -y apunto con el dedo a la administración- en gastar ríos de tinta y palabras en cantidades industriales sobre determinados temas sobre los que no se piensa actuar. Simplemente, quien habla lo hace para salir del paso. Adopta, quizás, un ademán grave o firme con el fin de sintonizar con los destinatarios. 

Cíclicamente, aparentando una gran firmeza y hasta una justísima indignación, se refieren algunos funcionarios a las medidas que tomarán respecto de determinados usos y abusos. Amenazan con regular estrictamente tal ámbito y de que el peso de la ley caerá sin contemplaciones sobre los infractores. 

Bien podrá comprobar el lector que, al cabo de un tiempo, se repite la misma ceremonia, idénticas amenazas y similares declaraciones. Todo es cuestión de que acaezcan de nuevo los hechos que provocaron las declaraciones primeras. Así una y otra vez. Cuestión de inercias, procedimientos y rutinas.

Tal parece que estamos jugando a declarar, a escribir artículos ocurrentes o indignados, a llenar páginas de periódico. Visite el lector alguna hemeroteca y tendrá la oportunidad de comprobar tales cosas. Verifique, de paso, cómo una multitud de temas se destapan, se siguen con interés porque la sociedad se apasiona por ellos… Llegan a un clímax prominente para luego desvanecerse sin solución ni resolución. No se halló al responsable del crimen. El juicio terminó, para la prensa, a mitad del proceso. De la niña perdida nunca más se supo...

¿Será más verdad de lo que uno sospecha que la vida humana es un sueño, una comedia, un papel que a uno le han asignado? Uno es periodista y escribe. El otro es funcionario y declara. El de más allá es vanidoso y asoma el rostro por la pequeña pantalla. El que anda de pleitos escribe un comunicado para expresar la injusticia de la que es víctima. 

¿Interesa la verdad pura y escueta? ¿Nos indignamos realmente ante el crimen o todo acaba en el rictus del rostro que reclama la circunstancia a fin de reaccionar tal como el público desea?

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Cuando se descubrió que la información era un negocio,la verdad dejo de ser importante. Ryazard Kapuscinski (poeta, nsayista y periodista polaco)

Anónimo dijo...

Cuando se descubrió que la información era un negocio,la verdad dejo de ser importante. Ryazard Kapuscinski (poeta, nsayista y periodista polaco)

Anónimo dijo...

Cuando se descubrió que la información era un negocio,la verdad dejo de ser importante. Ryazard Kapuscinski (poeta, nsayista y periodista polaco)