Un hecho intrascendente me ha llevado a una reflexión de peso. Hace ya una
temporadita que inserté una foto en el facebook,
dado que me ocupo de actualizar la página del Santuari de Lluc. En ella había un número de concelebrantes mayor
de lo habitual, junto con el obispo que había subido a la montaña.
Reparé, sin detenerme en el asunto, que sólo aparecían hombres y ninguna
mujer en el altar y alrededores. Experimenté una vaga mala conciencia por ello.
Incluso temí recibir algún improperio.
Mis temores tomaron cuerpo en la reflexión de una lectora que, en escueta
respuesta, trataba a los protagonistas de la imagen de talibanes y otras
lindezas similares.
Una desproporción clamorosa
Como a nadie le agradan los insultos, estaba por responder con un exabrupto.
Me detuvo el pensar que el personal lo atribuiría al Santuario con toda lógica.
Incluso,
gracias a las apetencias morbosas de cierta prensa, era posible que
diera la vuelta a Mallorca y viajara más allá de la isla.
Mientras le daba vueltas al asunto aminoró la reacción inicial de enfado y
reconocí que la señora en cuestión tenía sus razones. Yo mismo he sostenido,
desde hace mucho tiempo, que tantos individuos del género masculino alrededor
del altar no cuadran con la sensibilidad actual. Después de todo la sociedad
consta de más de un 50% de mujeres.
La desproporción es clamorosa. No es de extrañar que el llamado sexo débil -que cada se hace notar más y
se fortalece- lamente la situación. Pero en la Iglesia sucede un extraño
fenómeno. Ellas están física y realmente allí. Son quienes llevan el peso de la
parroquia: la catequesis, la limpieza, el adorno del altar...
Están físicamente, pero no son percibidas por la jerarquía y apenas por los
varones. Es un caso de presencia fáctica e invisibilidad real, por más que la
expresión se incruste en la paradoja. Sí, realmente extraño que la
omnipresencia de las mujeres se conjugue con su invisibilidad.
No creo equivocarme al decir que la mujer tradicionalmente se siente más
predispuesta que el varón a experimentar el misterio de Dios. Dado que su
cercanía a Dios y su permanencia en la Iglesia nada tiene que ver con la
búsqueda de poder, preciso es concluir que su talante, su forma de estar en la
Iglesia, se rige por la fidelidad.
En las pequeñas poblaciones las mujeres suelen cuidar, limpiar y adornar el
templo. Preparan los manteles para el altar, sostienen el rezo del rosario, no
le hacen ascos a transcribir un acta de bautismo, ni se arredran si hay que
guardar la llave del templo.
Estas mujeres, por lo general, no se plantean que las cosas pudieran ser de
otro modo, que ellas bien merecerían también ejercer otro tipo de servicios más
cualificados.
Si nos adentramos en el terreno del mundo de las mujeres consagradas, su
número es muy superior al de sus homólogos masculinos. Sin embargo, ni que
decir tiene, que la mayoría de ellas viven una vida oculta mucho más estricta que la de los consagrados del otro
género.
En cuanto a los laicos -laicas, mejor dicho- ahí están las catequistas, las
voluntarias en todo tipo de actividades religiosas, las que preparan a las
parejas para la boda, las que visitan a los enfermos... y un larguísimo etc.
En cuanto a la posibilidad de mujeres sacerdotes, nada parece moverse en los
altos estamentos jerárquicos. Ya pueden los sacerdotes desgañitarse yendo de una
parroquia a otra para atender a los fieles. Da igual que celebren tres, cuatro
o más misas a fin de que la Eucaristía no falte en ningún rincón. Ellas no
cuentan. Parece que así seguirá el asunto. De nada sirven las protestas y
proclamas.
Estampas con trasfondo
Fue ampliamente comentada la escena que se produjo en la Jornada Mundial de
la Juventud de Madrid hace un par de años, concretamente en la plaza Cibeles.
Entre el público, numerosos jóvenes de ambos géneros, sin ninguna distinción,
sin que ello causar el menor problema. Luego la cámara subió los escalones del
altar. Allí sólo había hombres.
Una escena parecida, y todavía más llamativa, aconteció en la Sagrada
Familia de Barcelona. En un momento dado había que limpiar la piedra del altar
de las unciones con el óleo, a la vez que vestirlo con manteles nuevos. Para la
tarea aparecieron raudas unas cuantas religiosas. Pero tanto antes como después
de esta escena, las mujeres permanecieron en su estado de invisibilidad.
Con tales comportamientos, nada raro si se escucha el comentario, que yo
mismo he oído a mis espaldas: “no entiendo que todavía haya mujeres que van a
la Iglesia”.
Dice el evangelio: junto a la cruz de
Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María,
la Magdalena (…) y cerca, al discípulo que tanto quería Jesús. Al lado de
la cruz, bien visibles. El discípulo, un poco más lejos. Pero ya en el primer
Concilio de Jerusalén, las mujeres se tornaron invisibles.
La tradición viene de lejos. Algún día habrá que examinar a fondo las
inercias, pasividades, perezas, apatías, desidias y rutinas instaladas en
nuestra Iglesia...
1 comentario:
pues esto va de mal en peor pero ha si parece el asunto todabia en este mundo cruel la mujer no siempre cuenta ,gracias a Dios que en mi caso tengo tanto derecho como mi esposo pero eso estuve que luchar lo a fuerza de no dejarme ya somos iguales en cuanto a tomar decisiones se refiere,
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