La política se ha derrumbado en el descrédito. Lo confirman una y otra vez las diversas encuestas. El desprestigio de la política y la desafección a los políticos se ha instalado definitivamente en la conciencia de los ciudadanos.
La política y los políticos se han ganado a pulso que la gente les de la espalda, que desconfíen, que no quieran saber del tema. Hasta aquí se ha llegado porque los gestores de la cosa pública han ido desvinculándose del pueblo al que dicen representar, pero que en realidad no está, ni mucho menos, en el centro de sus preocupaciones.
Cuando la mística se evapora
Difícil percibir un atisbo de entusiasmo por el bienestar del pueblo. ¿Dónde ha ido a parar la mística de decenios atrás, cuando de los mítines fluían palabras fervorosas y sinceras en pro del progreso humano y espiritual de la sociedad. El apasionamiento por los derechos humanos ha cedido el testigo a las compatibilidades fraudulentas, a los sobresueldos, al financiamiento irregular del partido.
Luego los partidos han secuestrado los medios de información. Periódicos, emisoras, tertulianos… la mayoría están contaminados ideológicamente. Se identifica a la emisora por el tono y el contenido de la información. Los expertos en imagen, los asesores de campaña resultan imprescindibles para lograr la victoria. Pero la verdad y la sintonía con el pueblo han perdido peso. Desde que la información es un negocio --algo así he leído-- la verdad ha dejado de tener importancia.
La corrupción, los cientos de asesores inútiles, la multiplicación del personal de confianza elegido a dedo, las trampas que salen a la superficie día sí y otro también, provocan una indignación inmediata. Pero quizás sea más grave todavía que la desconfianza y la sospecha vayan depositándose, cual posos ponzoñosos, en la conciencia del ciudadano.
Llegado este momento aparece la desafección política, vocablo que se refiere al distanciamiento entre la ciudadanía y sus representantes. Quienes debieran solucionar los problemas de la sociedad acaban convirtiéndose en uno de sus mayores obstáculos.
Así lo testifican las encuestas. En diciembre de 2012 el CIS afirmaba que casi uno de cada tres españoles identificaba a los políticos y a los partidos entre los tres problemas más importantes de España. Hoy día, después de los acontecimientos recientes acerca de la financiación ilegal de los partidos y los sobresueldos, que ha salpicado al mismísimo presidente, de seguro que la proporción ha crecido.
Preocupante es que la desafección política se haya incrementado especialmente entre los jóvenes y los estudiantes. Ello lleva a pensar que se mantendrá en el próximo futuro.
No indiferencia, sino insatisfacción
Sin embargo, y a pesar de todo, cabe variar la perspectiva e interpretar la situación con algún atisbo de esperanza. La desafección que padecemos no tiene que ver tanto con la indiferencia cuanto con la insatisfacción.
Me explico. Quienes consideran que los políticos son el problema suelen ser ciudadanos críticos y exigentes. Muchos de ellos han pasado por la universidad y han escuchado y leído sobre el tema. Aunque están frontalmente contra las corruptelas y las trampas típicas de los políticos y sus partidos, no obstante, no suelen despotricar contra la democracia. Piensan que es el régimen menos malo.
Su desafección no es consecuencia de la despreocupación o la animadversión contra la política en general, sino fruto del mal funcionamiento del sistema, regido por políticos de rostro duro, ambición extensa y vergüenza exigua.
Con este trasfondo pienso que una posible solución -y no soy quien ha parido la idea- podría venir de que los cargos públicos procedieran de un trabajo u oficio conocido y un límite más bien breve de duración. Lo primero facilitaría el regreso a la profesión sin generar ruido y sin aferrarse como lapa al puesto. Lo segundo evitaría el fácil y excesivo acomodo al cargo/puesto/función.
Cuando estos cauces no existen el político se resiste a marchar. Y el partido tiene que solucionar el atasco. Lo cual abre la puerta a tentaciones varias, como el financiamiento ilegal, la multiplicación de los asesores, las presiones para que compañías privadas se hagan cargo del sujeto en cuestión, etc. Al final de cuentas, los esfuerzos y tareas que el partido debiera llevar a cabo en favor de la sociedad cambian de objetivo: implantan actuaciones ambiguas para favorecer a los que quieren seguir viviendo a espaldas de los demás.
Otro hecho a tener en cuenta y que resulta demoledor para el ciudadano es que se incorpora tranquilamente la mentira al proceso político, sin que por ello hay que pagar costes ni peajes. Un ejemplo. El presidente del Gobierno del Estado español dijo que no cumplió con el programa electoral porque así se lo demandaba su conciencia.
Es decir, ocultó a los ciudadanos y a los votantes que pensaba hacer algo muy distinto de lo que prometía. Porque está claro que un candidato a presidente sabe cómo funciona el país en sus trazos más esenciales. Justamente elabora un programa para corregir los desajustes. Y si no tiene idea de su funcionamiento habrá que concluir que es un incapaz. Lo inadmisible es que engañe para sumar votos. En tal caso hay que dudar seriamente de la legitimidad de las elecciones.
¿Vamos a extrañarnos de que exista desafección política y que se extienda como mancha de aceite? La esperanza radica, como he insinuado, en que la nula sintonía entre políticos y ciudadanos no la mueve la despreocupación ni el pasotismo, sino la disconformidad y la indignación. De manera que el cambio asoma por el horizonte.
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