Un muy numeroso grupo de mártires del pasado siglo, exactamente 522, serán beatificados en Tarragona el próximo día 13. Se prevé que asistan alrededor de 25.000 personas. De ellas unos 4.000 serán familiares. Participarán un centenar de obispos, un tercio de los cuales procedente del exterior. Se prevé la asistencia de 1.400 sacerdotes.
Acudirá también a la cita el Presidente de la Generalitat, Artur Mas, así como algunos miembros de su gabinete. Lo cual será motivo de interpretaciones varias, de acuerdo a las diversas filias y fobias.
El acontecimiento ha vuelto a atizar la polémica. Que si muertos de primera o de segunda, que si es oportuna o no la canonización. Personalmente escribí un libro sobre los mártires del Coll (Barcelona) que alcanzó una segunda edición en versión castellana y catalana. También un folleto en ambas lenguas.
Este hecho propició la ocasión para que me invitaran repetidas veces a hablar públicamente sobre el tema, principalmente en Mallorca. Ello antes y después de la beatificación que tuvo lugar en Roma en octubre del 2007, si no ando equivocado. Una ceremonia parecida a la que se llevará cabo en Tarragona, tanto por las personas que sufrieron el martirio como por las circunstancias en que lo padecieron.
No voy a abundar en la polémica. Simplemente mi opinión coincide con una proclama que publicó mi Congregación y de la cual reproduzco un par de párrafos:
Os prometemos que nuestra intención no es mirar hacia atrás ni organizar revanchas de ningún tipo. Más bien, aprovechamos la oportunidad para hacer examen de conciencia y evaluar cuáles son nuestras alianzas. Pedimos perdón, humildemente, por las veces que la Iglesia no estuvo de parte de los pobres y descuidó el ministerio de reconciliación universal que le correspondía.
No nos avergonzamos tampoco de rendir homenaje a quienes dieron la vida, que es la prueba de amor más grande, en el seguimiento del buen Jesús... Reconocemos públicamente que nuestros hermanos y hermanas fueron víctimas del odio a una forma de ser Iglesia que ellos no representaban... en la periferia marginada de la metrópoli, vivían dedicados a la evangelización, al cuidado de los enfermos y a enseñar las primeras letras a los hijos de los obreros... Murieron perdonando, aceptando una condena injusta y sin apelación para que otro mundo fuera posible.
Creo legítimo, pues, canonizar a unas personas que, por lo general pagaron por responsabilidades que no eran las suyas. Fueron usados como símbolos de un sector de la Iglesia que demostró muy escasa sensibilidad social. Y pagaron el precio de unos odios desmesurados y desorbitados que no hablan nada bien del otro bando. Los asesinos querían matar unas ideas o a unos individuos que incidían en la marcha del país retrasando el progreso de los pobres. Pero dispararon sus fusiles contra personas de carne y hueso, del todo inocentes de intrigas políticas.
Hoy, sin embargo, quiero añadir algunas ideas al asunto. La sensibilidad religiosa ha variado al cabo de los años. Los mártires desempeñaban un papel esencial en la piedad popular en tiempos de cristiandad. Sus muertes gloriosas llevaban a invocarlos, a desear su intercesión en el momento de la muerte.
Era éste un lenguaje y un pensamiento típico de la cristiandad, que daba sus últimos coletazos allá por los años 30. No hay por qué renegar del mismo. Pero hoy día se ha pasado la página de la cristiandad. No invocamos a los mártires para que sean nuestros abogados en el morir porque tampoco imaginamos a Dios organizando un juicio espantoso y aterrador.
El tipo de santidad de la época, por otra parte, casa poco con la sensibilidad de nuestros días, que transcurren en plena postmodernidad. Ascetismo, devoción mariana intensa, observancia que incluía algunas futilidades, tendencia a la fuga mundi: tales eran las virtudes más exaltadas de la época y las más practicadas por lo general. Virtudes, sí, pero más pasivas que activas, por lo demás.
Al escribir estas cosas de ninguna manera quiero desmerecer el martirio de quienes lo sufrieron. Cuando alguien entrega la vida por una causa merece un silencio preñado de respeto. Si es por la fe en Jesús, entonces el creyente se arrodillar ante su cadáver y toma nota de que la Iglesia sigue siendo creíble, no obstante el lodo que la mancilla.
No hay que desmerecer el mérito del martirio, pero la huida del mundo y una exagerada piedad mariana no parece que sean los raíles por los que pueda discurrir la piedad de un joven en nuestros días. Ese tipo de devoción no puede ser esgrimido como modelo para las nuevas generaciones. Y conste que los próximos beatos pudieron hacer un gran bien a su alrededor. Seguramente lo hicieron.
La beatificación y/o canonización de los santos ha significado desde los primeros siglos que la iglesia primitiva, y luego la de la Edad Media, se alimentaba de héroes. Han transcurrido muchos lustros. No vivimos en la era de la cristiandad. Nuestros modelos por lo general tienen un perfil distinto. Y nos hallamos en horas bajas en cuanto a las plegarias dirigidas a los santos.
No quiero ser malicioso, pero en ocasiones lo más visible de la beatificación/canonización consiste en una gestión de preparación burocrática engorrosa y económicamente onerosa. Normalmente emprenden la tarea con éxito las congregaciones religiosas, que disponen de recursos, medios y motivaciones para lograr el objetivo propuesto. Si ello redunda en beneficio de dichos religiosos, bienvenida sea la beatificación, después de todo. Y si de rebote también sale beneficiado algún dicasterio vaticano... todo el mundo tiene derecho a vivir.
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