A medida que pasa el tiempo tiendo menos
a hablar o escribir sobre cuestiones religiosas secundarias. Me da la impresión
de que ello implicaría perder oportunidades en un marcado ambiente de
indiferencia, laicismo y escepticismo. Preciso es ir al grano, afrontar los
asuntos más esenciales. Lo cual significa abordar el tema de Dios.
El clima que nos envuelve en muy poco ayuda
a hacer la opción cristiana a nuestros contemporáneos. En parte se debe a que a
la fe que predicamos y ejercemos falla al presentar la genuina imagen de Dios. Mi
experiencia me dice a las claras que muchísimos creyentes se relacionan con Él
por rutina, porque así se lo enseñaron de pequeños, por temor, por obligación,
porque así debe ser…. A todos ellos les falta experimentar lo más importante:
sentirse atraídos por Dios.
Cuando falla este resorte básico,
entonces llega el día en que inevitablemente uno deja de lado su fe. Primero se
recubre insensiblemente de desinterés y de olvido. Luego acontece algún hecho
importante que sacude el diario vivir. Entonces el individuo toma conciencia de
que la fe guardada tiempo atrás en su alhacena interior ya no está ahí, se ha
evaporado.
El fenómeno de la pérdida gradual de la
fe hay que achacarlo en buena parte, efectivamente, a que los creyentes han
recibido una imagen deformada de Dios. Como dice el Vaticano II en uno de sus
documentos, se les ha velado, más que revelado su rostro. Algunos, y no
necesariamente los peores, han llegado a la conclusión de que su relación con
Dios se ha vuelto insoportable. A continuación se han desvinculado de ella. No
han tenido el falso coraje de vivir en un clima religioso insano que segregaba
constantes sentimientos de culpa, amenazas, prohibiciones y castigos.
La
transmisión de la experiencia de Dios
Las homilías del domingo todavía las
escuchan varios millones de personas alrededor del mundo. Los presbíteros,
diáconos y obispos predican el Evangelio, comentan los episodios protagonizados
por Jesús, explican sus parábolas y comentan sus palabras. Considero urgente
reflexionar acerca de qué experiencia de Dios se comunica y qué imagen de Dios
se transmite. ¿Atraemos los corazones de los fieles hacia el Dios de rostro
amoroso que se transparenta en los hechos y palabras de Jesús? ¿Alejamos a la
gente porque nuestras palabras carecen de alma o quizás expresan sentimientos
que el predicador no experimenta?
Jesús sí comunicaba su experiencia de
Dios y su proyecto de construir un mundo más digno y agradable para todos a quienes
escuchaban. Cierto que algunos andaban demasiado ocupados en cumplir una ley
fosilizada o en atender a que no se les escapara el control de sus súbditos. Hay
que contar con ello y con minucias parecidas. Pero otros sentían esponjarse su
corazón porque Dios se les hacía cercano, porque recuperaban la dignidad y descubrían
que el Creador era mucho mayor que las palabras de sus líderes.
Muchos fueron tras Jesús al entusiasmarse
tras escuchar las palabras de las bienaventuranzas. Un corazón generoso,
un afán de construir la paz, un
sentimiento fraternal hacia el prójimo… Estas cosas les cambiaban su visión del
mundo. El planeta azul en que nos movemos podía ser menos mezquino y miserable
de lo que era. Cabía poner su granito de arena de cara al cambio. Experimentar
una especie de enamoramiento ante las palabras y actitudes de Jesús. Y de este
modo engendrar una fuerza interior capaz de superar cualquier obstáculo.
Jesús lograba despertar a su alrededor el
deseo de Dios. La gente comprendía que el Reino por Él predicado era mucho más
gozoso que las lecturas rutinarias del sábado en la sinagoga. Acontecía que
Dios era un descubrimiento inesperado, una sorpresa mayúscula. Su fuerza
lograba provocar un cambio fundamental en la vida.
Los oyentes encontraban un tesoro
escondido. Repletos de alegría y esperanza lo vendían todo y compraban el campo
en cuyas entrañas yacía el tesoro. Quienes rodeaban a Jesús se comportaban como
comerciantes de perlas finas que identificaban algunas de gran valor y las
compraban al precio que fuera. Dios les resultaba atractivo y sorprendente.
Nada volvía a ser como antes. Hallaban el sentido de la vida. No podían
explicar su transformación, pero la experimentaban en lo más hondo.
Ha pasado el tiempo de detenernos en
cuestiones secundarias o periféricas. El ser humano está abierto a la
trascendencia y quiere saber, necesita saber, el sentido de la vida. Al menos
hasta tanto no pierda la sensibilidad en las papilas gustativas del alma. En su
búsqueda intenta encontrar al Creador a través de los caminos que le ofrece la
naturaleza y las pistas que encuentra en su propio interior.
El entorno de nuestros días no ayuda a recorrer este camino. Ni los medios de comunicación en general, ni el ambiente de la ciudad, ni las conversaciones que se escuchan en el medio ambiente. Habrá que contagiar esta experiencia a través de la vida y el ejemplo. Que perciba quien esté junto a un hombre o mujer de fe una imagen de Dios transparente y gozosa. Que nuestros contemporáneos tengan la oportunidad de un acercamiento a Dios más allá de todo hábito y rutina.
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