El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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jueves, 2 de diciembre de 2010

Adviento sigiloso


Discretamente, sin ruido, hace su entrada sigilosa el ciclo de adviento. En una sociedad escasamente religiosa, percibe su rumor sólo quien tiene las antenas prestas y no ha echado por la borda todas las inquietudes emparentadas con la fe cristiana. Inquietudes, por cierto, que ni la ciencia positiva ni la misma filosofía logran aquietar. Ambas se declaran insolventes frente a las últimas interpelaciones.
Las fechas festivas y los diversos ciclos del año no sobrevienen de improviso. El calendario se encarga de darles curso a su debido tiempo. Y es que a las fiestas y a los diversos momentos del año se les asigna la función de desperezar a la gente y  levantar la vista hacia el horizonte. Sugieren romper en pedazos la rutina y gozar de tantas maravillas a las que hábitos y costumbres van opacando con una gruesa costra
Hace falta un calendario, pero no para celebrar la fiesta porque toca, para cubrir el expediente. Todo lo contrario, para prepararla con gozo. Todo el mundo ojea un calendario colgado en alguna pared de la casa. También la Iglesia tiene su calendario o su ciclo litúrgico. Y éste inicia unas semanas antes que el civil.
Adviento, Navidad, Epifanía, Cuaresma, Semana santa... Por cultura general, sino por otros motivos, a mucha gente le suenan estas expresiones. Marcan los distintos puntos de la reflexión, la predicación y las vivencias de los cristianos a lo largo del año.
El Adviento es un misterio de esperanza cristiana. Cada vez que nace un niño, ha dicho un poeta hindú, algo nos indica que Dios sigue confiando en los hombres. Pero adviento nos trae el anuncio de un niño reflejo de Dios, que luego será adolescente, joven y adulto. Un niño en el que Dios habita total y plenamente. El puede enseñarnos el camino porque es la Luz y la Vida. Cabe, pues, afirmar con rotundidad que Dios sigue confiando y esperando en los hombres.
Por el solo hecho de que nuestra tierra haya sido pisada por Jesús de Nazaret ya vale la pena vivir en ella, luchar y esperar. En Adviento recogemos a manos llenas, con avidez, toda esta esperanza. Épocas vendrán en que andemos más escasos de ella.
En el Adviento resuenan nítidamente las palabras de los viejos profetas anhelando que los lobos aprendan a convivir con los corderos. En efecto, existen hombres lobos, voraces, que delinquen sin escrúpulos, a costa del sufrimiento ajeno. Y hay hombres corderos, mansos chivitos que cuentan tan solo como platos aderezados para los banquetes de los poderosos.
Nuestro Adviento lo preside María, la que meditaba estas cosas en su corazón, la madre silente. Ella enseña que, en ocasiones, el silencio vale más que la palabra. Habla de recogimiento, de entrega generosa y anónima. Ella enseña a vivir grávidos de Dios. Impulsa a dar a luz lo mejor de nosotros mismos, lo que tenemos guardado muy adentro. Que no sale por temor, por cobardía, por pereza.
El Adviento es memoria del pasado, recuerdo de la venida física de Jesús, en nuestra carne. Pero también es compromiso para el presente: si el niño no mueve a compartir sus actitudes altruistas y honradas, si no empuja a asimilar sus criterios, de nada servirán finalmente los hermosos recuerdos.
Por lo demás, Adviento también apunta al futuro, al día en que se realice la utopía de los profetas. Cuando los lobos aprendan a convivir con los corderos y a las espadas se les asigne la función de los arados.
Hay cosas imperiosas en la vida. Como buscar el alimento de los hijos o un hogar para el próximo matrimonio. Urge reparar el frigorífero y darle una mano de pintura a la pared. Se trata de cosas que es preciso afrontar sin retraso. Hay otras que se pueden dejar para mañana y aparentemente todo sigue igual. Sin embargo, lo más urgente no suele coincidir con lo más importante.

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