El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Viaje al corazón de África


Los presagios no eran buenos. En el comedor del Colegio que la Congregación tiene en Madrid llegaban refunfuñando dos colaboradores de Concordia cuyo viaje a Camerún se frustró. Sólo llegaron a Casa Blanca (Marruecos). Regresaron sin maletas, tras haber pasado la noche en blanco, y tras pagar el billete de regreso del propio bolsillo. Ni con los euros en la mano se les concedió hotel. Y los empleados de la aerolínea, al avizorar una tropa de viajeros que se les venía encima consideraron que lo mejor era desaparecer de la circulación sin contemplar perjuicios ajenos.

Los dos interesados se desfogaban durante la comida en Madrid, donde justamente estábamos los que íbamos a viajar al día siguiente. Uno de sus temores no nos afectaba, es verdad. El de la recepción que iban a tener por parte de sus respectivas mujeres, que ya se habían mostrado muy reacias al viaje. No, no temían la violencia de género –del género femenino- pero sí otras represalias.

El grupo de los cuatro –yo viajaba con Antoni, Gaspar y Emilio- partimos al día siguiente, 3 de diciembre. Nos tocó en suerte (mejor, en desgracia) esperar  cuatro horas el avión en Barajas. El aparato llegaba tarde por problemas de nieve en aeropuertos del centro de Europa. El proyectado viaje a Amsterdam se dio, pero cuando llegamos ya el avión de conexión había ya emprendido el vuelo. Vueltas y más vueltas en el aeropuerto para saber nuestro destino. Les dimos a leer nuestra carta de embarque a unas máquinas de cuyas tripas salió una nueva ruta de viaje: al día siguiente nos llevarían a Bruselas y de allí a Kigali. En medio de todo, una desgracia asimilable. Algún anónimo funcionario había hecho bien su trabajo y la máquina apaciguaba la incertidumbre.

Naturalmente, la columna vertebral nos desaconsejaba dormir en el aeropuerto. Por otra parte, los eventuales merodeadores del lugar no eran todos de fiar. Así que seguimos dando vueltas para obtener el hotel al que -decía la agencia contactada telefónicamente- teníamos derecho. Llegamos al mismo tras esperar un buen rato el autobús en el frío y la nieve holandesa. Aquí nos tranquilizamos porque la habitación y la comida sobrepasaron nuestras expectativas. Por supuesto, no salimos del edificio por el frío del entorno y porque se hallaba en las afueras de la ciudad.

Pasar por este género de aventuras es mucho más llevadero si sucede en grupo. Hasta uno puede permitirse bromas y recordar anécdotas al hilo de los acontecimientos. Además, uno sabe inglés, el otro francés, el de más aquí aprendió de experiencias anteriores, mientras al de más allá se le descubre una especial maña para tratar con el personal de servicio sin descontrolarse cuando la tentación del denuesto ronda cerca.

Nos hallamos, pues, en Amsterdam. Nos montamos en el autobús hacia el aeropuerto para abordar el avión tras los controles policiales de rigor. Una vez en la cabina se nos comunica que también la nieve ha cubierto las pistas del aeropuerto de Bruselas y se requiere tiempo para ponerlo en condiciones. Anuncian dos horas de espera, con lo cual tampoco llegaremos a tiempo para la conexión hacia Kigali. Alguno insinúa que debiéramos contemplar el regreso a Madrid. Pero afortunadamente, antes de hurgar en la vena pesimista, partimos mucho antes de lo anunciado.

El viaje hacia Kigali fue bueno. Meritorias atenciones en el avión. Unas ocho horas de vuelo y llegamos a la capital de Rwanda. Perdíamos altura en vistas al aterrizaje, pero no aparecían las luces que suponíamos alumbrando las casas y la ciudad. Ya muy cerca de la pista reparamos en que sí estaban allá, aunque con luminiscencia muy mortecina. Ni siquiera opacaban el brillo de las estrellas.  

Una preocupación que no nos angustiaba era la de falta de visado de entrada al país. Lo habíamos pedido con suficiente antelación e insistido una y otra vez por internet, dado que no hay consulado rwandés en España. Encontramos la respuesta en el correo electrónico una vez ya instalados en casa. Pero no nos preocupaba el asunto porque sabíamos que lo inexcusable era el pago de la visa y no la visa en sí. Efectivamente, pasamos por taquilla sin mayores aprietos. Cierto que antes Gaspar se cuidó de ablandar al agente hablándole del personaje que viajaba en el grupo: que si Vicaire Général, que si Monsieur l’Évêque o algo por el estilo. Salimos incólumes, fuera cual fuera el efecto del breve discurso.

En tierra rwandesa
Ya en suelo rwandés, entrevimos al P. Petero detrás de la barrera. Venía a buscarnos. Deseábamos abrazarle, pero una de las maletas se retrasaba tozudamente augurando un final infeliz. Bien es verdad que el disgusto quedaba paliado por la alegría de reencontrar las otras maletas, algunas de las cuales contenían material para los rwandeses. De hecho ya en Madrid le había dado un beso a la mía en los que se me antojaba la frente de la maleta y me despedí por si acaso no volvía a reunirme con ella.

De todos modos nos faltaba una, justamente la que encerraba entre sus pliegues unos cuantos turrones y embutidos con los cuales teníamos intención de celebrar conjuntamente el “éxito” del viaje y hasta la proximidad de las navidades. Nos quedamos sin comestibles. Hicimos la correspondiente reclamación insistiendo en que estábamos desolés, aun cuando la señorita que nos atendía sólo hablaba inglés. Porque ahora, como es notorio, en Rwanda el francés sufre un desconsiderado arrinconamiento.  

Ya en la carretera, temperatura ideal, sobre todo para quienes veníamos de un entorno bajo cero. Nos sobraban los abrigos y jerseys. Saludamos a Petero que ya le había echado mano a la camioneta. Nos dispusimos a viajar un centenar de kilómetros hasta Kiziguro donde íbamos a pernoctar. Pero las bromas y comentarios se nos helaron en la garganta cuando de pronto, en mitad del camino, una piedra impactó contra el retrovisor y lo hizo añicos. Afortunadamente la pieza paró el golpe porque, de lo contrario, la víctima de los añicos habría sido la cabeza de nuestro anfitrión y conductor.

Un ruido espantoso, un susto morrocotudo y nada de parar la camioneta por si alguien pretendía que nos detuviéramos con la insana intención de atracarnos. En medio de la noche y en campo contrario no era cuestión de entablar batalla alguna.
Las impresiones sobre los desplazamientos, tareas y contactos que ya van cuajando, para una próxima entrega. 

No hay comentarios: