El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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lunes, 10 de diciembre de 2012

Prelados domésticos... ¡Todavía!




Vaya por delante que no tengo absolutamente nada contra quienes hace unos días recibieron en la diócesis los honores de prelados domésticos, capellanes de su santidad, etc. A unos no los conozco, con otros mantengo una relación nunca enturbiada y me parecen personas muy dignas y tratables.

Más aún, tiendo a suponer que los destinatarios de los títulos honoríficos se sienten incómodos ante la situación que les ha sobrevenido. No se trata, por tanto, de atacar a la persona, sino de opinar acerca de los honores que se reparten en la Iglesia de Dios.

¿Condecoraciones para personas que tienen un buen curriculum? Me parece directamente en contra de las recomendaciones de Jesús acerca de que no sepa la mano derecha lo que hace la izquierda. En las antípodas de sus consejos a propósito de no exhibirse con largas túnicas ni ensanchar las filacterias. Una ignorancia culpable del versículo aquel en que prohíbe los títulos y los honores. Véase Mt 23,1-12.

Los obispos no lucen nada bien con sus capisayos colorados. En más de una ceremonia he escuchado detrás de mí a alguien preguntando con sorna qué disfraz era el del señor de rojo. Pero que a quien no es obispo se le conceda como gracia honorífica vestirse como tal, ya resulta esperpéntico. 

Nuestra sociedad laica, light y líquida no está para tales monsergas. Sus hombres y mujeres consideran que las vestimentas y títulos en cuestión no pasan de juegos infantiles, no van más allá de una candorosa vanidad. Ahora bien, los infantilismos  no cuadran en unos señores hechos y derechos, que han ejercido altos cargos de dirección y administración. 

Circulan por nuestras calles personas visceralmente anticlericales a quienes por cierto no les pasan inadvertidos estos hechos. No quieran saber los sarcasmos, las chacotas, los sapos y culebras que salen por esas bocas. ¿Cómo contradecirles? ¿Con qué argumentos?

Creía que este tipo de condecoraciones había caído en desuso. Pues no, todavía hoy, en pleno siglo XXI, en tiempos postmodernos, se conceden tales prebendas. Disculpen si mi afirmación va salpicada de demagogia, pero no me imagino a los seguidores de Jesús, por los caminos de Palestina, distinguiéndose con tan estrafalarias vestimentas. 

Que la mano derecha no sepa lo que hace la izquierda. Está en los evangelios, pero se ignora la afirmación tranquilamente. Se premian los méritos y para ello se ha creado el cardenalato, los prelados domésticos, los capellanes de su santidad… ¿Quién premia los méritos de la humilde catequista que le roba horas a su ocio y hasta a su familia, para enseñar unas nociones a los niños de la parroquia?

Por lo demás, no se ignoran tan olímpicamente otras frases que se hallan en las mismas páginas. Por ejemplo, la de no separar lo que Dios ha unido. O aquella otra: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia. Claro discrimen que habría que poder denunciar en algún tribunal vaticano. Hoy por hoy no existe tal Institución, pues sí funciona la Congregación para la doctrina de la fe, pero no la Congregación para la buena conducta. 

Existen vicios ante los cuales uno cierra un ojo, sabedor de que la naturaleza humana tira hacia el placer como la cabra al monte. Pero suelen cometerse en un discreto anonimato. La vanidad de la que hablamos justamente alcanza su punto álgido cuando se despliega ante los ojos de la multitud. Si bien no descarto que alguno, aquejado de narcisismo, se disfrace ante el espejo. Todo podría suceder. 

Por otra parte, es de esperar que se critiquen los premios concedidos como favoritismo de un obispo en pro de determinados clérigos. Y se preguntarán muchos qué esquemas mentales le mueven a un obispo a embarcarse en la dispensación de tales prebendas. Y se preguntarán los destinatarios qué hacer con los títulos. Porque si no es educado renunciar a ellos y despechar al obispo, tampoco resulta honroso aderezarse con los atuendos en cuestión. Lo que se dice un regalo envenenado.   

Acabo con unas disquisiciones sobre las vestimentas eclesiásticas de la alta jerarquía. Convendrán conmigo que no aumentan el grado de santidad de quien las viste o calza. Y si ustedes frecuentan las calles y ámbitos que frecuentan la mayoría de los mortales convendrán igualmente que son motivo de risa, burla o escarnio. 

Se ha suprimido la tiara pontificia, la silla gestatoria, varios metros de los vestidos cardenalicios. Pero todavía queda mucho donde recortar. Ahí sí que los recortes serían del todo saludables y no en los campos donde los llevan a cabo los políticos. 

Se cuenta que el Cura de Ars le obligaron a vestirse la muceta, la cual recibió de mala gana. Días después escribió a su obispo estas palabras: 

la muceta que tuvisteis caridad de darme, me ha causado un  gran placer, pues no tenía bastante dinero para completar una fundación y la he vendido por 50 francos. Por este precio he quedado más que contento (4 de noviembre de 1852).

No hay que prestarse a halagar vanidades. Aunque bien mirado, ornamentarse con colores rojos y escarlatas, mucetas, sobrepellices y armiños, más bien supone una humillación o una grave penitencia. Me temo que poca gente se hallaría dispuesta a emperifollarse con tales prendas
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2 comentarios:

Anónimo dijo...

Sin embargo, de nada sirven tale sproclamas. Un ay otra vez ciertos clérigos maniobran para que se les concedan vestidos y títulos rimbombantes. En ocasiones son incluso capaces de pagar estos honores. Tengo entendido que en la "Acta Apostolicae Sedis" se apuntan los beneficiarios previo pago. ¿Usque quoque?

Anónimo dijo...

Conotados personajes de la jeerarquía siguen predicando acerca de la humildad, el trabajo anónimo, la geneerosidad... Resultan poco creíbles desde el momento que, por el otro costado, reparten beneficios, vestimentas escarlatas y canongías. ¿Un ejercicio de cinismo? ¿Les pasa por alto la circunstancia? ¡No están dispuestos, digan lo que digan, a abandonar los fatuos signos de poder? NO hay que desesperar, pero llevamos michos siglos esperando...