El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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viernes, 11 de abril de 2014

Carta a José de Arimatea


Permíteme que te escriba unas líneas en estos días de pasión, aunque sólo te conozca de lejos y de oídas. Te llaman José de Arimatea. No eres protagonista de primera línea, pero te cruzaste con los pasos de Jesús de Nazaret y para siempre tu nombre nos resulta familiar a los que leemos los evangelios. Irradias un discreto encanto. Te imagino con la cabeza plateada, porte digno, recto en el obrar, combinando exquisitamente la valentía con la prudencia. 

Formabas parte del ilustre Consejo del Sanedrín, que se las tuvo con Jesús: le miraba con inquina, celos y sospechas. Personalmente tú no comulgabas con tales sentimientos. Bien al contrario, las palabras y gestos del Maestro te fascinaban. Tus ojos penetrantes veían en el fondo de su rostro toda la benevolencia, mansedumbre y ternura que tus colegas eran incapaces de percibir. 

La infamia de los crucificados

La infamia de los crucificados no acababa con su muerte en el madero. Luego eran mal enterrados entre sombras e ignominias. Gracias a ti no sucedió así con el Maestro. Cuenta Marcos que fuiste a pedir el cuerpo a Pilatos, el cual se sorprendió de tan corta agonía. Permitió que llevaras a cabo tu plan. Lo bajaste de la cruz, lo envolviste en una sábana recién comprada y lo depositaste en un sepulcro excavado en la roca. 

Mateo nos informa también de que el sepulcro era tuyo. Lucas añade que eras un varón bueno y justo, miembro del sanedrín. Juan dice, además, que Nicodemo estaba contigo y que compraste una gran cantidad de aromas para el entierro del cuerpo. Nos informa que eras discípulo de Jesús a escondidas. No deseabas que se aireara tu devoción por Él. No me parece bien tanto anonimato, aunque te comprendo, pues bien sabemos cómo las gastaban tus compinches del ilustre Colegio. 

Supiste que Jesús fue detenido de madrugada en el huerto de los Olivos. Se le juzgó enseguida, en estas horas poca dignas para tales menesteres. Es que los confabulados esperaban con afán y una buena dosis de odio a Jesús para hacer una parodia de juicio. Muy de mañana acudieron al Procurador romano, pues había que acabar con la vida del Maestro y a ellos no se les permitía sentenciar a muerte. Además, tenían que quedar bien frente al pueblo: Jesús, su enemigo, era un impostor que merecía ser castigado. Ellos llevaban razón.

Te enteraste de todo ello, José, la mañana del Viernes Santo. De seguro que empezaste a mover los hilos para liberar a Jesús. Pero llegaste tarde a causa de tantas precauciones. Tenías miedo, confiésalo abiertamente. El Sanedrín había amenazado con expulsar de la sinagoga a todo el que aceptase a Jesús como Mesías. 

Ahora la condena de Jesús era irreversible. Cuando los esbirros le conducían al monte Calvario se te ocurrió lo que a otros muchos pasó por alto. ¿Qué sucedería con su cuerpo? En este punto todavía estabas a tiempo de actuar. Tratarías de evitar la ignominia de que los restos de Jesús acabaran devorados por las fieras salvajes o fueran ominosamente desparramados en una fosa común. 

Pensar con rigor, actuar con valor

Recordaste el sepulcro de tu propiedad cavado en la roca viva. Fuiste a comprar la sábana y los ungüentos. Te revestirías luego de valentía para solicitar a Pilatos los despojos del Maestro. 

Acudiste, José, al Calvario con prisas. Con la ayuda de Nicodemo y el discípulo Juan desclavasteis el cuerpo del madero. Mientras su madre sollozaba, lo lavaste de la abundante sangre seca y de las heridas que tapizaban toda su piel. Lo ungiste con afecto y lo depositaste en el sepulcro. 

No es por halagarte, José, pero tú y tu colega Nicodemo superasteis el miedo y os comportasteis con valentía al hacer caso omiso del odio que respiraban los miembros del Sanedrín. Arriesgasteis el prestigio y hasta la vida. La ráfaga de odio que acabó con la existencia de Jesús bien podía arrastraros también a vosotros. Pero en los momentos difíciles se conocen los amigos. Cuando todos desparecen, la lealtad obliga a mantener el tipo y dar la cara. En esto sois dignos de admiración. 

La vida es complicada, tiene sus aristas, José. Quien espera acumular todas las certezas antes de tomar una decisión, muy probablemente nunca llevará manos a la obra. Por pretender ser demasiado prudente actuará con imprudencia. La perplejidad paraliza. Al socaire de la excusa de una mayor certeza hay quien trata de diluir su propia responsabilidad. Y así acaba uno siendo más imprudente que si hubiera actuado con menos certezas en el bolsillo. 

La verdadera prudencia toma en consideración el hecho de pensar con rigor, a la vez que actuar con valor. Reflexiona para no caer en la frivolidad, pero no desdeña la valentía, la cual no consiste en no tener miedo, sino en superarlo. No se debe dejar de actuar, pues, al fin y al cabo, quien nada lleva a cabo toma también una decisión: la de no actuar. Frente al cadáver de Jesús desapareció de tu mente cualquier cálculo humano.

No formas parte del santoral de la Iglesia católica, José. Todavía no existía la tal Iglesia por aquellos entonces. A pesar de todo, te dirijo mi plegaria confiada en esta semana. Escúchala y, a cambio, estimula la intrepidez de los creyentes. Que sean prudentes como serpientes y sencillos como palmas. Un atractivo programa.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Una buena y hermosa semblanza de José de Arimatea. Saludos cordiales a quienes lo hicieron y bendiciones para su familia