El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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domingo, 22 de febrero de 2009

Internet, Blogs, y otras maravillas


Hoy aludo a un tema de menor trascendencia. La Congregación está por cambiar el look de la Web. Resulta muy conveniente hacerlo de vez en cuando, pues de otro modo los internautas dejan de acudir al sitio al no encontrar novedades de forma o de fondo. El hecho es que pensando en este cambio he sido invitado a compartir la dirección del blog que hasta ahora escribía muy de vez en cuando y que mantenía en el anonimato (en modalidad borrador).

A partir de ahora tendré que renovarlo con más frecuencia. También me propongo no escribir en exclusiva artículos de fondo, aprovechando colaboraciones en otras revistas, sino también reflexiones más de andar por casa y al hilo de los acontecimientos. Pues la vida es muy rica, pero si no se mira al trasluz en algún momento, cuanto sucede acaba depositado en el mismo saco de la rutina.

No me gustaría, no, caer en los raíles de la rutina, de los hábitos, del “siempre se ha hecho así, del “a mí me enseñaron esto”. Estos esquemas mentales me parecen particularmente destructivos y he podido verificarlo en más de una ocasión. No tienen que ver con la mayor o menor inteligencia de uno, aunque me inclinaría a decir que quienes tienen una mente más abierta se dejan llevar menos por esta nefasta corriente.  

Gracias al blog podré comunicarme con los amigos/as de República Dominicana y Puerto Rico, con viejos compañeros de Mallorca, con mi familia que vive en Terrassa. Sé que hay muchísima oferta, más que demanda, pues se multiplican los blogs en la red de redes. Da igual, espero que alguien lea algún que otro escrito mío. Por lo demás, creo que plasmar por escritos los acontecimientos, reflexiones y emociones, ayuda a ordenarlos y a sacarlos de la nebulosa en que suelen instalarse. Hasta hace fluir mejor el comentario de actualidad en la eventual homilía o charla. Porque no es lo mismo saber algo que saberlo expresar. De esto estoy convencidísimo por mis años de estudiante primero y de profesor en la Facultad de Teología después. He aquí suficiente motivo para plasmar ideas, sentimientos y comentarios.

Cada día me maravillo del milagro que supone internet, que tantas posibilidades nos ofrece. De madrugada puedo leer el periódico de Sto. Domingo, de Roma, de Madrid.  A través de los videos viajo de la China a Washington.  Con facebook -a pesar de que lo uso muy poco- me entero de las caras y las fotos con quienes me relaciono.  Digo que lo uso poco porque también hace perder mucho tiempo y en ocasiones la temática es más bien frívola. De todos modos esto es lo que interesa hoy día, muy particularmente a los más jóvenes. Tienen una necesidad casi compulsiva de comunicarse, ya sea por el chat, las redes sociales, los mensajes, los escritos en el muro virtual, los juegos a distancia…

Decía que lo de internet es como un milagro sin pausa. Los buscadores nos traen en décimas de segundo los artículos de enciclopedias que contienen los temas más sorprendentes. Tengo orquestas de música clásica al alcance de un click. Escucho a Beethoven, a Chopin, a Smetana si me viene en gana. O recupero las canciones catalanas o francesas de años atrás que por cierto me encantan por su originalidad y porque tratan de decir algo. Las más actuales tienen muchísima menos afición al contenido y no se exceden en la originalidad. Por otra parte, se han trazado tantas categorías de música (Dance, heavy metal, Rock…) que ya he perdido este mundo de vista.

Me es de enorme utilidad la posibilidad de escribir correos electrónicos. Tengo que estar enterado de lo que acontece den la Congregación para redactar un boletín mensual. Cierto que, en este punto, no todo son gozos, pues en ocasiones asoman las carencias. La luz en algunos países menos desarrollados brilla por su ausencia y los aparatos se dañan un día sí y otro también. Aunque, a decir verdad, pienso que son más graves los problemas de actitud: negligencia, indiferencia y  desgana para contestar.

Pero el milagro sigue ahí. El Skype me permite hablar con personas de la otra orilla del atlántico gratis o gastando muy poco. ¿Un domingo quiero ver un film de calidad? Para esto hay reproductores de videos que te traen las imágenes a dos palmos de la nariz. Unas imágenes que anteriormente hay que recuperar porque andan dispersas por los discos duros de los internautas: Amarcord, Tiempos modernos, Amadeus, La vida es bella…  Pero siempre hay algún amigo especialista que se presta a hacer la labor. Puede que no sea muy legal el asunto. No sé, porque no acabo de aclararme con tantas opiniones en liza, pero mientras desenredo el asunto, no pierdo la oportunidad.

El Audacity me permite atrapar cualquier canción que ande por You Tube o en cualquier archivo MP3. Y gracias a este programita puedo acomodar la música de fondo de los power point. Internet es un arsenal de fotos y en ocasiones de mucha calidad.  Y todo ello lo puedo guardar en un disco aséptico y metalizado: el disco duro. Lo puedo encontrar al momento sin escudriñar en archivos ni armarios. Los papeles no se vuelven amarillos ni están para siempre fijados en el mismo formato. Bien es verdad que en ocasiones los archivos producen verdaderos quebraderos de cabeza cuando se corrompen o se esfuman sin dejar rastro.

Hay que precaver el mal haciendo copias de seguridad, eso es todo. Y tratar de que los malditos virus -obra de mentes enfermas, perversas e inmorales- no lleguen hasta el software, que es el verdadero cerebro del aparato. Porque la admiración por internet y las colosales prestaciones del ordenador dejan el lugar a los mayores disgustos e imprecaciones cuando el aparato deja de funcionar o le da por hacer cosas extravagantes. Cuando el artilugio se revela y no obedece las órdenes del dueño… se pierde el día, hay que molestar al informático y esperar que el desaguisado se arregle pronto. Porque el buzón se llena, los interlocutores se desesperan y uno se siente fuera de lugar con la mesa vacía, huérfana de ordenador.         

Casi estoy por rezar en voz baja: Señor, bendice mi ordenador para que no sucumba ante los virus y mantenga sanas las funciones pensantes del software. Concédeme esta gracia a fin de que pueda trabajar sin contratiempos y ahorrarme imprecaciones que podrían herir la sensibilidad de quienes se mueven en mi entorno. Amen.

sábado, 21 de febrero de 2009

Por una televisión más digna


Lamentaba el señor que en la pequeña pantalla no ofreciera más que divorcios, uniones extramatrimoniales (adulterios, si se prefiere), jóvenes que al primer encuentro terminan en la cama, conductas permisivas en cuanto a la homosexualidad, y un largo etcétera. Y respondía el interlocutor, perteneciente a una generación posterior, que esto era lo normal.

Volvía a la carga el señor alegando que no. Que lo normal es la vida limpia y transparente, que haya más matrimonios unidos que rotos, que hay mucha gente viviendo con honradez. Aunque, eso sí, el escándalo atrae más la atención e indudablemente vende más.

De todos modos el señor, que nada tenía de beato ni de ingenuo, aceptaba el significado de la frase en su sentido gramatical. Es normal aquello de lo que más se habla, en este caso, de las conductas irregulares. Lo que años atrás molestaba, escandalizaba y hasta indignaba, acaba adquiriendo el estatuto de normalidad. Normalidad a golpe de repetición.

Quienes desean un mundo mejor imaginan una televisión limpia que, quede claro, no tiene porqué confundirse con una programación plomiza o ceñuda. Su programación podría equilibrar con garbo el documental, la información interesante, las películas entretenidas. Ofrecería entrevistas jugosas de la gente maravillosa que a veces se asoma a la pequeña pantalla y deja en ella una ráfaga de alegría y transparencia.

Una televisión sin el sesgo político permanente, sin las consabidas frases de doble sentido, sin informaciones interesadas. Más allá de las muchachas ligeras de ropa, además de las comedias de borrachines y homosexuales, existen multitud de temas a los que los telespectadores no les harían ascos.

Entretanto pueda hacerse realidad esa programación, tal vez haya que comportarse como los primeros cristianos en Roma respecto al espectáculo del circo. En él se ofrecían, en vivo y en directo -por echar mano de un lenguaje actual- luchas homicidas, asesinatos, torturas y martirios horrendos. Los describían minuciosamente los escritores paganos y cristianos de la época. Pues bien, los cristianos más conscientes se negaban a acudir al lugar.

Era tan atrayente el espectáculo que en determinadas fiestas la gente, el pueblo, dormía en sus asientos durante varios días para no perdérselo. Por cierto, un fenómeno no periclitado. Y los rugidos de la masa humana, tan temibles, al menos, como los de las fieras que luchaban, morían o mataban en la arena, atronaban el ambiente.

En la pequeña pantalla asoman diversos tipos de programas. Por ejemplo, los de ficción. Series, telefilmes, telenovelas en los que afluyen caudales de hechos violentos, muertes, situaciones inmorales, pornografía, adulterios y violaciones. Esta temática campa a sus anchas sin tomar en consideración horarios ni perfiles de audiencia.

Otros programas se refieren a la realidad cotidiana, los informativos. Quizás no enseñan las imágenes de los asesinatos, torturas o violaciones (posiblemente porque no se hallaba un camarógrafo en el lugar del hecho), pero sí suelen mostrar con amplios detalles la mancha de sangre, la cara o el cuerpo de la víctima y cualquier otro primer plano del resultado del crimen.

Proliferan hoy en día los programas pertenecientes a la categoría que podríamos llamar de impacto. Morbosamente van a la búsqueda del asesinato o el atropello mortal. No se priva al televidente de ningún detalle escabroso y no es inusual que alguno de los protagonistas proclame el odio y el afán de venganza como solución más adecuada. O que el entrevistador insista con preguntas que intensifican el dolor o hurgan en la intimidad. Mientras, el camarógrafo prolonga los primeros planos del rostro lloroso o avergonzado con total impertinencia.

Los programas llamados "del corazón" contienen dosis de frivolidad espeluznante. Los productores buscan a verdaderos expertos para conseguir lo que se proponen. Los necesitan, pues los terrenos que pisan -la vanidad, el chisme, la envidia, el morbo, el sexo- requieren individuos correctamente entrenados. Por supuesto, el busto femenino, la cabellera despampanante, la cirugía plástica, los adulterios, la prostitución encubierta, la exaltación de la homosexualidad y un etcétera amplísimo constituye material privilegiado para estos programas.

En ocasiones algunos fotógrafos pasan horas y hasta días tratando de grabar la imagen comprometida de una determinada diva, unos centímetros de piel habitualmente menos visibles. Los periodistas tienen que dar tortuosos e inesperados rodeos en su afán de entrevistar a unos individuos que no tienen precisamente gran cosa que decir, más allá de sus amoríos insulsos y sus veleidades sin fin.

Merece capítulo aparte la insistencia de algunos programas que pretenden ser jocosos o humorísticos. Difícilmente está ausente el actor disfrazado de mujer, el varón que gesticula con ademán afeminado, el borracho que tropieza y tartamudea, el travestí… Los actores, guionistas y auspiciadores pretenden sonsacar con ello sonrisas abundantes y lucrarse sin necesidad de recurrir al talento (más bien escaso, por cierto). Pero quien posee un paladar artístico mínimamente exigente no cae en la trampa del mal gusto.

Frente a este panorama puede existir algún inicio de solución. Por ejemplo, mantener el aparato apagado por más tiempo. Con el aparato cerrado los dirigentes de los canales empezarían a preocuparse. Y los anunciantes discernirían el asunto pausadamente. Porque ahí sí que les duele. Cuando el espectador exija más educación y más respeto, más buen gusto y mayor calidad, entonces soplarán vientos favorables. Que nada tienen que ver, por cierto, con la mojigatería.

Claro que se requiere mucha esperanza y una pizca de ingenuidad para creer que los telespectadores renunciarán sin más a su porción de carne diaria, a la dosis habitual de morbo. Urge antes pasar por una intensa terapia de las papilas gustativas o, para ser más exactos, de las retinas libertinas.

viernes, 20 de febrero de 2009

La dichosa campaña de "los autobuses ateos"


Desde hace unas semanas se ha suscitado una polémica con derivaciones agrias, humorísticas, filosóficas y casi siempre viscerales.  Trata acerca de si Dios existe o no. Porque se da el caso que muchos no le han visto, otros declaran que nada tienen que agradecerle. Los de más allá alegan que se trata de una hipótesis descabellada. Los de más acá consideran que no es al ateo, sino al creyente a quien corresponde demostrar la célebre hipótesis. 

La chispa que encendió la hoguera de la polémica fue una pancarta que se subió a un autobús. Rezaba así -perdón por la inoportunidad del verbo- “probablemente Dios no existe. Despreocúpate y disfruta de la vida”.

Vamos a obviar la segunda parte de la frase, si bien para muchos lo preocupante sería que Dios no existiera. Justamente entonces el deslizarse de los días tendría visos de pesadilla y ofrecería un horizonte depresivo.  

Resulta extraño eso de dictaminar algo tan trascendental, como la existencia de Dios, anteponiéndole el adverbio “probablemente”. Intuyo que algún fallo de lógica inutiliza el enunciado.

Pongamos que Dios no existe. Pero entonces, ¿a quién asignar la tarea de que el firmamento se encienda cada noche y que los niños sonrían cada día? ¿Quién puso ahí la materia comprimida e incandescente unos segundos antes del agasajado bing-bang? ¿Cómo explicar que el amor de un hombre y una mujer derive en una miniatura encantadora, con alma y corazón, que vincula a los progenitores de modo irremediable?

Quizás Dios no exista, pero la estética sublime de la música de Mozart, la dulce melancolía de un ocaso, el abrazo del amigo, el hechizo de una mirada límpida y agraciada requieren que se les tribute el debido agradecimiento. Porque hay que ser agradecidos con los dones recibidos, como es preciso buscarle sujeto al verbo y lógica a lo que acontece.

Si no hay alfarero, ni arquitecto ni diseñador, ¿de dónde surge la necesidad de comulgar con algo -mejor Alguien- que colma de gozo y desborda de paz? ¿Y cómo explicar el Consuelo que sigue a la vera del caminante cuando todo se desmorona?

La hermosura y la grandeza que nos rodea es fruto de una enorme casualidad, se dice por ahí. Pues en tal caso déjennos rezarle a la casualidad y depositar flores en este altar. Porque en tal caso probablemente la casualidad sea el seudónimo de Dios.  

Una penúltima consideración. En nombre de ese Dios “que probablemente no existe”, miles de misioneros, religiosos y laicos, se ocupan de los desheredados del mundo, de los enfermos de sida, de los hambrientos y los perseguidos… Ellos suelen permanecer en el país cuando los demás lo abandonan si la situación se pone fea. Y ya es casualidad que en nombre de ese mismo Dios dudosamente existente Cáritas alimente a numerosos seres humanos que la crisis ha dejado a la intemperie.

Punto final a estas breves consideraciones. Convendría contemplar también una posible alternativa a la duda que nos persigue. Es probable que alguien tenga atrofiada la facultad de percibir la Trascendencia, como hay quien carece de sentido musical o tiene arruinadas las papilas gustativas. Todas las alternativas deben ser contempladas para proceder con el máximo rigor.

Postdata: el asunto es demasiado serio para convertirse en objeto de frases publicitarias. Pero nuestra sociedad tiende a resumirlo todo en un título. Evidentemente con ello pagamos un alto tributo a la frivolidad. De haber vivido en nuestro tiempo más de uno le hubiera aconsejado a Sto. Tomás que, en lugar de escribir gruesos tomos de teología, se limitara a plasmar una frase chillona en la superficie de una pancarta.