El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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martes, 30 de julio de 2013

la invisibilidad de las mujeres


Un hecho intrascendente me ha llevado a una reflexión de peso. Hace ya una temporadita que inserté una foto en el facebook, dado que me ocupo de actualizar la página del Santuari de Lluc. En ella había un número de concelebrantes mayor de lo habitual, junto con el obispo que había subido a la montaña.
Reparé, sin detenerme en el asunto, que sólo aparecían hombres y ninguna mujer en el altar y alrededores. Experimenté una vaga mala conciencia por ello. Incluso temí recibir algún improperio.  
Mis temores tomaron cuerpo en la reflexión de una lectora que, en escueta respuesta, trataba a los protagonistas de la imagen de talibanes y otras lindezas similares.  
Una desproporción clamorosa
Como a nadie le agradan los insultos, estaba por responder con un exabrupto. Me detuvo el pensar que el personal lo atribuiría al Santuario con toda lógica.  Incluso,  gracias a las apetencias morbosas de cierta prensa, era posible que diera la vuelta a Mallorca y viajara más allá de la isla.
Mientras le daba vueltas al asunto aminoró la reacción inicial de enfado y reconocí que la señora en cuestión tenía sus razones. Yo mismo he sostenido, desde hace mucho tiempo, que tantos individuos del género masculino alrededor del altar no cuadran con la sensibilidad actual. Después de todo la sociedad consta de más de un 50% de mujeres.
La desproporción es clamorosa. No es de extrañar que el llamado sexo débil -que cada se hace notar más y se fortalece- lamente la situación. Pero en la Iglesia sucede un extraño fenómeno. Ellas están física y realmente allí. Son quienes llevan el peso de la parroquia: la catequesis, la limpieza, el adorno del altar...
Están físicamente, pero no son percibidas por la jerarquía y apenas por los varones. Es un caso de presencia fáctica e invisibilidad real, por más que la expresión se incruste en la paradoja. Sí, realmente extraño que la omnipresencia de las mujeres se conjugue con su invisibilidad.
No creo equivocarme al decir que la mujer tradicionalmente se siente más predispuesta que el varón a experimentar el misterio de Dios. Dado que su cercanía a Dios y su permanencia en la Iglesia nada tiene que ver con la búsqueda de poder, preciso es concluir que su talante, su forma de estar en la Iglesia, se rige por la fidelidad.  
En las pequeñas poblaciones las mujeres suelen cuidar, limpiar y adornar el templo. Preparan los manteles para el altar, sostienen el rezo del rosario, no le hacen ascos a transcribir un acta de bautismo, ni se arredran si hay que guardar la llave del templo.
Estas mujeres, por lo general, no se plantean que las cosas pudieran ser de otro modo, que ellas bien merecerían también ejercer otro tipo de servicios más cualificados.
Si nos adentramos en el terreno del mundo de las mujeres consagradas, su número es muy superior al de sus homólogos masculinos. Sin embargo, ni que decir tiene, que la mayoría de ellas viven una vida oculta mucho más estricta que la de los consagrados del otro género. 
En cuanto a los laicos -laicas, mejor dicho- ahí están las catequistas, las voluntarias en todo tipo de actividades religiosas, las que preparan a las parejas para la boda, las que visitan a los enfermos... y un larguísimo etc.
En cuanto a la posibilidad de mujeres sacerdotes, nada parece moverse en los altos estamentos jerárquicos. Ya pueden los sacerdotes desgañitarse yendo de una parroquia a otra para atender a los fieles. Da igual que celebren tres, cuatro o más misas a fin de que la Eucaristía no falte en ningún rincón. Ellas no cuentan. Parece que así seguirá el asunto. De nada sirven las protestas y proclamas.
Estampas con trasfondo
Fue ampliamente comentada la escena que se produjo en la Jornada Mundial de la Juventud de Madrid hace un par de años, concretamente en la plaza Cibeles. Entre el público, numerosos jóvenes de ambos géneros, sin ninguna distinción, sin que ello causar el menor problema. Luego la cámara subió los escalones del altar. Allí sólo había hombres.
Una escena parecida, y todavía más llamativa, aconteció en la Sagrada Familia de Barcelona. En un momento dado había que limpiar la piedra del altar de las unciones con el óleo, a la vez que vestirlo con manteles nuevos. Para la tarea aparecieron raudas unas cuantas religiosas. Pero tanto antes como después de esta escena, las mujeres permanecieron en su estado de invisibilidad.  
Con tales comportamientos, nada raro si se escucha el comentario, que yo mismo he oído a mis espaldas: “no entiendo que todavía haya mujeres que van a la Iglesia”.
Dice el evangelio: junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena (…) y cerca, al discípulo que tanto quería Jesús. Al lado de la cruz, bien visibles. El discípulo, un poco más lejos. Pero ya en el primer Concilio de Jerusalén, las mujeres se tornaron invisibles.

La tradición viene de lejos. Algún día habrá que examinar a fondo las inercias, pasividades, perezas, apatías, desidias y rutinas instaladas en nuestra Iglesia... 

sábado, 20 de julio de 2013

Declaraciones e incontinencias


Entre las numerosas enfermedades que aquejan al ser humano hay que contar con la que ocasiona un extraño virus. El que impulsa a declarar más de la cuenta. Se trata de un impulso incontrolable que actúa en las cercanías de un micrófono, una cámara o el bolígrafo del periodista. 

El individuo afectado declara sin continencia alguna, por más que se le interrogue acerca de asuntos muy alejados de sus conocimientos y habituales preocupaciones. Se diría que acaba declarando contra su propia voluntad. 

Al día siguiente no raramente cuaja una pequeña tempestad en torno a las manifestaciones realizadas, por extemporáneas o inexactas. Al declarante le toca matizar, volver atrás, decir que se le interpretó mal o sencillamente -y muy recomendable- confesar a las claras que se equivocó. 

De seguro, vale más tarde que nunca. Mejor enmendar que sostener el error. Pero ello no quita que el mal esté hecho, que la población se alarme sin motivo y disminuya más todavía la credibilidad de los gobernantes /declarantes /manifestantes. El malestar o el desprestigio han incidido en la población. La raquítica vanagloria de asomar el rostro por la pequeña pantalla, o de ejercitar las cuerdas vocales ante el micrófono, ha podido más que la sensatez. 

El mencionado virus ataca también a notables personalidades, sin excluir a altas jerarquías de la Iglesia católica. Hace unos pocos días, allá por el Caribe, un Monseñor usó un vocabulario tirando a barriobajero al referirse a los homosexuales. Ignoro si en este caso hubo rectificación. Para mí que no, pues el connotado cardenal no suele rendirse tan fácilmente. 

Hechos, que no palabras 

Por lo demás, a fuerza de acumular declaraciones, los medios de comunicación terminan por ser instrumentos repletos de palabras, que se refieren a intenciones o buenos propósitos. ¿Y los hechos? Habría que invitar a un experto a medir el volumen de las informaciones que se refieren simplemente a declaraciones o manifestación de intenciones. Con demasiada frecuencia los titulares suelen referirse a lo que tal personaje dice u opina. Muchísimo menos a lo que hace o llevó a cabo. 

El asunto es penoso. Excesiva verborrea para tan escasos acontecimientos. Tanto más penoso cuanto que el afectado por el virus que nos ocupa anda convencido de que lo que piensa es noticia. No porque sea de mayor o menor trascendencia. No. Sencillamente porque lo piensa él. Si, encima, el hombre tiende a la mediocridad, ya dirán ustedes el drama de los medios de comunicación social que no encuentran apenas hechos que llevar a la boca. Mientras que sobreabundan las ruedas de prensa, las declaraciones, los comunicados...

Luego es de toda conveniencia que los lectores/espectadores calibren cuanto se les dice de acuerdo a la comunicación en sí misma, independientemente de su procedencia. Pues no es de recibo que cosas archisabidas, de pronto adquieran importancia simplemente porque salen de labios de tal o cual personaje. Nada de pagar tributo sobre el altar de la fama. Los títulos de quien habla no mejoran los contenidos de lo que dice. Más bien sucede lo contrario: los contenidos de lo que comunica prestigian los títulos que pueda exhibir.

Otra vertiente del asunto consiste -y apunto con el dedo a la administración- en gastar ríos de tinta y palabras en cantidades industriales sobre determinados temas sobre los que no se piensa actuar. Simplemente, quien habla lo hace para salir del paso. Adopta, quizás, un ademán grave o firme con el fin de sintonizar con los destinatarios. 

Cíclicamente, aparentando una gran firmeza y hasta una justísima indignación, se refieren algunos funcionarios a las medidas que tomarán respecto de determinados usos y abusos. Amenazan con regular estrictamente tal ámbito y de que el peso de la ley caerá sin contemplaciones sobre los infractores. 

Bien podrá comprobar el lector que, al cabo de un tiempo, se repite la misma ceremonia, idénticas amenazas y similares declaraciones. Todo es cuestión de que acaezcan de nuevo los hechos que provocaron las declaraciones primeras. Así una y otra vez. Cuestión de inercias, procedimientos y rutinas.

Tal parece que estamos jugando a declarar, a escribir artículos ocurrentes o indignados, a llenar páginas de periódico. Visite el lector alguna hemeroteca y tendrá la oportunidad de comprobar tales cosas. Verifique, de paso, cómo una multitud de temas se destapan, se siguen con interés porque la sociedad se apasiona por ellos… Llegan a un clímax prominente para luego desvanecerse sin solución ni resolución. No se halló al responsable del crimen. El juicio terminó, para la prensa, a mitad del proceso. De la niña perdida nunca más se supo...

¿Será más verdad de lo que uno sospecha que la vida humana es un sueño, una comedia, un papel que a uno le han asignado? Uno es periodista y escribe. El otro es funcionario y declara. El de más allá es vanidoso y asoma el rostro por la pequeña pantalla. El que anda de pleitos escribe un comunicado para expresar la injusticia de la que es víctima. 

¿Interesa la verdad pura y escueta? ¿Nos indignamos realmente ante el crimen o todo acaba en el rictus del rostro que reclama la circunstancia a fin de reaccionar tal como el público desea?

miércoles, 10 de julio de 2013

La interpretación del silencio


Meses atrás escribí una entrada en la que lamentaba la dificultad de interpretar el silencio. Decía que si hay algo difícil de dilucidar en este planeta azul en que nos movemos los seres humanos es el silencio. Puede significar mucho o nada.

Me refería en concreto a los emails y notaba que en numerosísimas ocasiones no reciben sino la callada por respuesta. No digo la canallada, que tampoco hay que caer en la desmesura. 

La exégesis del silencio

Cuando se escucha el silencio en lugar de la respuesta tropezamos con la dificultad de interpretarlo. Puede ser que el escrito no haya llegado a destino perdiéndose por el espacio cibernético. O tal vez al receptor le deje indiferente el contenido de la nota recibida. O ignore al remitente. 

Contémplese también la posibilidad de que una respuesta implique un correlativo compromiso. En consecuencia resultará más cómodo amordazar el email e introducirlo en el disco de duro corazón o sepultarlo sin contemplaciones en la papelera de reciclaje. Puestos a explorar eventualidades y contingencias el silencio podría achacarse a la mera negligencia. O simplemente a un exceso de trabajo. 

Igualmente hay que tomar en consideración, a la hora de hacer la exegesis del silencio, la eventualidad de que el destinatario no sea ducho en la técnica del ordenador y no encuentre la dirección del remitente, por más que esté al alcance de un clic. Aun puede suceder que el aparato se haya dañado a causa de un virus indecente o de un apagón inoportuno. ¡Cuántas cosas puede significar el silencio!

Lo cierto es que un silencio persistente y tozudo causa numerosos perjuicios. Cuando la interpelación es personalizada -no un mero envío de listas- y no obtiene eco, entonces logra disminuir el flujo de la amistad y tal vez apagarla de modo definitivo. 

Para bien o para mal

Más o menos decía estas cosas en mi artículo que, por cierto, tuvo bastante aceptación, según infiero de las estadísticas que generosamente me ofrece google. No doy marcha atrás de lo dicho, pero sí deseo ampliar el ángulo de visión y reconocer que me faltaban cosas por decir a propósito del silencio. No todos los silencios son tan negativos. 

Depende de su procedencia, del cómo y del cuándo que el silencio pueda ser interpretado de muy diversos modos. Ni es necesario gozar de una gran inteligencia para entender su sentido profundo en el contexto de las circunstancias en que se produce. 

La falta de palabras, la falta de miradas y de gestos pueden ser tan elocuentes como unas parrafadas llenas de elocuencia. El silencio puede ser una herramienta la mar de útil. 

Cuando uno ha dejado de esperar en el otro, el silencio indica la opción tomada: en lugar de disimular o de discutir, mejor callar. Cuando el interlocutor no entiende o no hay posibilidad de sintonizar en idéntica longitud de onda, el silencio tal vez sea el mejor recurso. 

Existe el silencio de la huida: no se desea enfrentar una situación o una persona. Pero también existe el silencio que tranquiliza el ánimo y recobra el aliento para seguir en la tarea a pesar de todo. 

El silencio inteligente es el que tiene vasos comunicantes con aquel proverbio hindú: "cuando hables, procura que tus palabras sean mejores que el silencio".

El silencio puede hacer las veces de punto y aparte. Como en el párrafo escrito, marca la transición de un tema, sentimiento o emoción. 

Es curioso. Según el momento o la circunstancia, el silencio dice: “te quiero”. O bien, “déjame en paz, no quiero saber de ti”. Es tan fácil de discernir como una mirada amorosa de una mirada resentida. 

Combinar el silencio y la palabra

Es conveniente que exista buena relación entre el silencio y la palabra: dos momentos de la comunicación que deben equilibrarse y alternarse para lograr un auténtico diálogo y una profunda cercanía entre las personas. Cuando palabra y silencio se excluyen mutuamente, la comunicación se deteriora, ya sea porque provoca el aturdimiento o porque crea una atmósfera de frialdad e indiferencia. 

El tiempo del silencio es el tiempo apto para acoger los hitos más auténticos de la comunicación entre personas que se aprecian. Entonces adviene el momento justo para reparar en el gesto, la expresión del rostro, la calidad de la mirada. 

El artículo en el que fustigaba el silencio no dejaba de tener su buena parte de razón. Porque me refería al mutismo de una persona que no reacciona, no obstante ser interpelada. Hay momentos en que el silencio nada tiene de sonoro ni significativo. Se convierte entonces en mudez inerte o, peor aún, en menosprecio rampante. 

Leído el escrito que me ocupa, uno sacaba la impresión de que el silencio es dañino por naturaleza. Ahora quiero dejar constancia de que, según el contexto, el silencio quizás resulte estimable, útil y hasta provechoso. Sobre todo en una sociedad en que los ruidos ensordecen al personal. En que la mayoría habla sin que se le pregunte y movida más por la ideología o el afán de negocio que por expresar una convicción o una emoción.