El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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martes, 24 de noviembre de 2015

Creer a la intemperie

Creer a la intemperie equivale a constatar que en el entorno donde uno trabaja se pueden contar con los dedos de la mano a quienes se declaran cristianos. Que las cosas de la fe les suenan a muchos, no a música celestial, sino a música dodecafónica. Verificar que los preadolescentes no saben persignarse. Que los alumnos de ESO reservan el mismo espacio mental para Cristo que para Buda o Zeus. Comprobar que los bancos de la Iglesia se llenan —es un decir porque en realidad están medio vacíos— de señoras dolientes. Que los hijos de los padres comprometidos avizoran otros horizontes.

Tales datos y otros parecidos contribuyen a que el creyente experimente una difusa angustia. Porque creer a la intemperie es tan difícil como nadar contra corriente. Sin embargo, y a pesar de todo, el creyente (a no confundir con el crédulo) ha hecho una experiencia demasiado gozosa, está demasiado íntimamente convencido de su opción como para mandarlo todo a la porra.

Por lo demás el cristiano sabe que el Espíritu sigue animando aquel proyecto que un día Jesús llamó “el Reino”. Seguramente de modo más anónimo y silencioso, pero sin dejar de actuar. Sabe también que el encuentro fraternal en torno del pan y del vino eucarístico irradia la suficiente fuerza y luz como para seguir confortando e iluminando el camino.

Ya no es el ambiente –y cada vez lo será menos— el que sostiene el corazón, la fe del creyente. Más bien a la fe se le encarga aguantar la estructura. Al cristiano sincero no le bastará mantener su personal rescoldo bajo las cenizas. Tendrá que encender el fuego del vecino, es decir, es llamado a anunciar el evangelio. Un anuncio modesto, pero que será necesario proclamar.

La hora de los simpatizantes llega a su fin y deben entregar la antorcha a los militantes. De poco sirven los disimulos o los rodeos. Cuando la fe vale la pena para uno mismo, sin duda se contagia alrededor. Y si no tiene utilidad alguna, entonces mejor clarificar las cosas dejando de lado equívocos y confusiones.

No seamos simplistas. El panorama que insinúo, tan poco halagüeño, no se debe a la perversidad de nuestra sociedad, ni a potencias extranjeras enemigas de la Iglesia, ni a marxistas infiltrados. No culpemos a quien no tiene culpa o la tiene en escasa medida. Las causas que nos han conducido donde nos encontramos son muy complejas y no todas, por cierto, son negativas. Algunas han ayudado a purificar a la fe de intereses creados y ambiciones personales. No todo lo que lleva en su dorso la etiqueta de Dios es necesariamente divino.

La culpa que nos concierne

La marginación del cristianismo en amplios sectores de la sociedad ha sido responsabilidad, en buena parte, de los mismos cristianos. Ellos velan, más que revelan, el auténtico rostro de Dios, dijo el Vaticano II. El comportamiento de la Iglesia, afirmó el mismo Concilio, necesita de una reforma constante.

Efectivamente, se mantienen añoranzas residuales de los tiempos en que la Iglesia dominaba la situación en la sociedad. Todavía resuena los aplausos a determinadas personas más próximas al fascismo que a la fe. La Iglesia —que somos todos los creyentes— no raramente distorsiona el mensaje evangélico. Como acontece con ciertos instrumentos musicales, se les sacan sonidos que no son los originales.

Unos aspectos de la vida de Jesús han ganado todo el protagonismo: la plegaria, la mansedumbre en el trato, la obediencia, el mensaje escatológico. Pero curiosa o interesadamente otros rasgos cristianos no menos importantes han quedado cubiertos por el silencio y el desinterés. Jesús fue itinerante, tuvo conflictos con su familia, denunció el legalismo, privilegió a los pobres, se mostró intransigente con los hipócritas y redimensionó la autoridad. ¡Que poco se habla de estos temas!

Buena nueva, triste nueva

Todavía más. Se da el caso de que la Buena Nueva con frecuencia se vive como una triste nueva, como una losa que oprime el gozo y reprime la libertad. De modo que, no obstante la apoteosis de la Resurrección, hay quien sólo alcanza a ver los restos leñosos y ásperos de la cruz.

No se trata de entregarse al marketing y vender buena imagen, como tampoco limar aristas a fin de que las moscas acudan a la miel. Se trata simplemente de vivir la Buena Nueva como lo que es: un mensaje de salvación, de ilusión, alegría y esperanza. Se trata de acercar la misa, por poner un ejemplo, a lo que fue originalmente, es decir, a una cena entre amigos. Y no hundirla en el precipicio del legalismo y la rutina.

Habrá que repintar y reformar la Iglesia, hacer una limpieza a fondo. Quien se acerque entonces a sus puertas, quizás por mera curiosidad, no encontrará los muebles viejos y polvorientos. No se topará con señores de caras agrias, vestidos de luto, clamando que el mundo está podrido. No tendrá que contemplar rostros crispados y amenazadores. Quién sabe si, en tales circunstancias, alguien atravesará la puerta y, más allá de los perfiles humanos, se encontrará con Jesús el Cristo.

sábado, 14 de noviembre de 2015

La hostilidad hacia el pobre


El vocablo "xenofobia" ha logrado una notable presencia en la prensa y hasta en el lenguaje de cada día. Hecho un poco extraño, dada esta “X” inicial que le dota de un indisimulable aspecto extranjero. Y justamente con el extranjero tiene que ver la palabra. Indica la hostilidad hacia el extranjero, como el racismo tiene que ver con la discriminación hacia el individuo de otra raza.

Llama la atención que no exista una palabra precisa para significar la hostilidad hacia el pobre. Una realidad, no obstante, de sobrada presencia en la convivencia cotidiana. El que carece de recursos, el que no puede ofrecer nada interesante a cambio, el que quizás va mal vestido y hasta mendiga por la calle, éste molesta, suscita la hostilidad, la fobia.

Didáctico e histriónico
Recuerdo a este propósito a un amigo diácono, empeñado en resultar didáctico y dotado de indudables habilidades histriónicas. Un día recibió la invitación para dar un retiro en una parroquia de clase alta. Sí, en un barrio de señores con abultadas cuentas corrientes, de señoras asiduas de la peluquería y con muchacha de servicio en la casa. El hombre apareció con vestimentas raídas, barba descuidada y aspecto general deplorable. En cuanto quiso entrar en el salón donde se hallaba reunido el público, se le impidió el paso. Allá no tenía nada que buscar.

El mencionado diácono hizo valer los derechos humanos y la caridad cristiana, pero sólo lograba arrancar vagas excusas de los que protegían la entrada. Finalmente se identificó con los documentos pertinentes y consiguió franquear la puerta. Su charla abundó sobre lo que había ilustrado con creces: la hostilidad hacia el pobre. Una actitud tanto más reprochable a un grupo cristiano cuanto que ya la temprana carta de Santiago la condena sin paliativos.

Se me ocurre que cuando se juntan la xenofobia y la hostilidad hacia el pobre la mezcla resulta explosiva. Porque un extranjero rico puede soportarse la mar de bien. Incluso una persona de color o de ojos rasgados, elegantemente vestida, no causa malestar. Pero que el extranjero o el individuo de otra etnia, además, sea pobre, se considera una clara extralimitación, si es que no una provocación. 

Nada que decir contra los americanos espigados y rubios que visitan con asiduidad las playas del Caribe. No suscitan problemas los árabes rebosantes de petrodólares, que pasean por la costa del sol en España. Cierto que los alemanes se dedican a comprar pueblos perdidos en el mediterráneo e inundan el lugar donde se alojan de revistas y comidas germanas, pero, al fin y al cabo, favorecen la economía del país. 

Sin embargo, sí son objeto de amplio e indisimulado rechazo los gitanos apegados a su forma de vida tradicional, tan alejada del afán de producir y consumir. Los inmigrantes del norte de África que llegan a Europa por el estrecho de Gibraltar, los dominicanos que surcan el mar en frágiles yolas hacia Puerto Rico, los mejicanos que pretenden eludir las fronteras del país vecino. El problema mayor no es de raza ni de extranjería, sino de pobreza. Más que racistas y xenófobos hay multitud de personas hostiles al pobre.

Los ricos son más noticiables
Las mismas víctimas generan mayor noticia si proceden de países ricos que si vienen de países pobres. Muchos seres humanos mueren en naufragios previsibles y los medios de comunicación no lo reportan, o simplemente aparece la noticia en un rincón de  periódico o en unos segundos periféricos del noticiario televisivo. Pero cuando las víctimas resultan ser un grupo de turistas bien alimentados y con fuerte poder adquisitivo, entonces los medios noticiosos persiguen la noticia y se aprestan a transmitir los mayores detalles posibles.

Estremece comprobar el desdén con el que los ciudadanos de los países ricos contemplan a la masa de desesperados y de hambrientos. Una masa que suele ser de color oscuro, amarillo o cobrizo. Ellos mueren masivamente, pero sus muertes apenas arañan la conciencia de los poderosos.

Son humanos de segunda, y se da por descontado —tácitamente, eso sí— que sus oscuras vidas no valen ni la mitad que las de los ciudadanos de países avanzados, exuberantes, cubiertos de riqueza y con envidiables avances técnicos.

La historia del amigo diácono no es tan original después de todo. Yo no sé si era consciente de que simplemente puso en escena el inicio del capítulo segundo de la carta de Santiago. La cosa viene de lejos y no parece que vaya a remitir.

Recomienda el apóstol no hacer diferencias entre quien llega peinado y perfumado a la reunión y quien viste sucios harapos. Califica de pésimos los criterios que llevan a obrar de otro modo. Luego asegura que Dios ha escogido a los pobres de este mundo para hacerlos ricos en la fe. Y acaba con una afirmación que deja en claro lo grotesco de un tal comportamiento. Justamente a quienes se suele tratar con delicadeza y respeto son los que aplastan a la gente y los meten en la cárcel. Claro como el agua este apóstol.

miércoles, 4 de noviembre de 2015

El suicidio de Europa



La comparación la he leído últimamente a propósito de los miles de refugiados que llegan a Europa. Uno de los términos alude al año 376 cuando una enorme masa humana acudió cabe la frontera del Danubio. Sus miembros trataban de pasar la frontera porque ya no aguantaban la presión de Atila y sus hordas. Por otra parte Roma había perdido muchas cotas de su fuerza y prestigio. El intento desembocó en el éxito.

Había habido ya anteriormente a esta fecha muchas oleadas de hombres, mujeres y niños con idénticas intenciones, pero acabaron siendo exterminados, esclavizados o en todo caso sometidos. Sin embargo la necesidad no ceja en sus intentos de superación y al final hubo final feliz para quienes deseaban adentrarse en otras tierras. 

Los godos —que de esta etnia procedían los invasores— no se conformaron con ganar la frontera. Una vez conseguido el objetivo lucharon por comer más y vivir con mayor holgura. Comprobaron que los romanos se peleaban entre sí, se enlodaban en los vicios y no eran tan fuertes como creían. Era llegado el momento de pasar al ataque. Los godos se enfrentaron al ejército romano y mataron al emperador. Apenas un centenar de años después acabaron con el último y supremo mandatario, Rómulo Augústulo, y dieron por finiquitado el poderoso imperio. 

La historia enseña con creces que unos pueblos invaden a otros y que los invasores violan a las mujeres del pueblo sometido, esclavizan a los jóvenes y matan a los ancianos. Tal vez cambian un poco los modales, pero perduran los objetivos. 

¿Y cuál es el otro término de la comparación mencionada? El otro término es la Europa de hoy en día. También a sus puertas se hallan miles de seres humanos hambrientos, sufriendo el frío, la lluvia y el menosprecio cuando no la repulsa. Son muchos y rebosan ganas de vivir. El elemental instinto de supervivencia los conduce al otro lado de la frontera. Se instalarán entre los europeos de vieja raigambre, donde no caen bombas y el futuro hace guiños esperanzados.

Se instalarán entre ellos porque la civilización ha debilitado a los viejos habitantes de Europa. Ya no están por degollar a los invasores. Los ejércitos no sacan a relucir sus ametralladoras ni sus tanques para frenar a estos seres humanos necesitados. En todo caso les cierran temporalmente las fronteras, los abandonan por unos días a la intemperie, pero al final les alargan la mano. Los ejércitos acaban convirtiéndose en agencias benefactoras.


En resumen, hoy día los invasores no son tan fuertes ni crueles como para matar a los invadidos ni éstos tan despiadados como para degollar a los que se amontonan en la frontera. La gente se ha refinado un poco, aunque en ocasiones se levanten interrogantes al respecto. Sin embargo, existen grandes probabilidades de que los invasores acaben haciendo tambalear los baluartes del poder establecido. Es muy posible que la cultura de los europeos se coloree en un primer momento de la cultura de los recién llegados y acabe siendo residual con el transcurso del tiempo. 

La Europa que hace gala de libertad religiosa y bienestar económico, a no mucho tardar, quizás cambie de actitud. Porque la sangre nueva, vigorosa, joven e ilusionada, enriquece a una población avejentada y con menos horizontes vitales. Y cuando los individuos llegan en avalancha entonces transforman, sino destruyen, la cultura, la religión y el modo de vida de los habitantes primeros. 

Tales terremotos en el epicentro de la sociedad europea multiplicarán y atizarán a los grupos xenófobos. Por otra parte los recién llegados clamarán por más comida y más bienestar. Se avizoran los conflictos. Los que vienen no se mantendrán indefinidamente en actitud pedigüeña. A medida que se sientan más fuertes y numerosos pasarán al ataque de diversas formas.

¿Qué quiero decir con todo ello? Ni por asomo apelo a la xenofobia. Me apena escribirlo, pero es lo que imagino sucederá porque no parece haber otra salida. Los recién llegados son muchos y fuertes. Los nuevos bárbaros cruzarán todas las fronteras que se les pongan por delante. Transformarán hasta hacerla irreconocible la cultura del lugar, arrinconarán su religión y tomarán el poder con medios democráticos o violentos. 

Para mirar de frente la historia del próximo futuro —aunque los adultos de hoy quizás ya no lo veamos— hay que revestirse de lucidez. Es sencillamente inevitable que acontezca la invasión. Unos acogerán a los nuevos llegados con los brazos abiertos mientras otros se resistirán y organizarán el contrataque. De todos modos los desplazados acabarán introduciéndose en casa de los viejos inquilinos europeos. 

Nuestra civilización se ha humanizado y no resiste el espectáculo de contemplar cadáveres de niños flotando en las olas de la playa. Su sensibilidad chirría cuando ve a unas masas humanas ateridas de frío, hambrientas, empapadas por la lluvia. La fe de los creyentes añade todavía más motivos a los que ya esgrime el mero sentido humanitario. Sí, hay que dejarlos entrar, aunque ello sea una especie de suicidio de la propia cultura y modo de vida.

El obispo Pere Casaldáliga escribía y predicaba que el primer mundo debe suicidarse si quiere ayudar a las masas de pobres y harapientos de los otros mundos. Las cotas de bienestar de unos se alimentan a expensas de la escasez de otros. El Estado del bienestar debe menguar. Ahora quizás se dará un paso más. No sólo se trata de suicidio económico, sino también cultural y social. Europa se verá forzada a renunciar —queriendo o sin querer— a su cultura. Es triste decirlo y doloroso preverlo, pero preciso es afirmarlo sin resentimiento. La sensibilidad humana y cristiana nos invita a ello. 


La historia con frecuencia se despliega de modo arbitrario, pero inevitable. No pocos se rebelarán ante tal perspectiva, pero ¿existe un modo racional, o razonable al menos, de otear el futuro? Insisto en los vocablos racional o razonable porque ni el sentimiento ni los aspavientos resultarán de gran ayuda.