El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

domingo, 30 de octubre de 2016

Una misericordia creíble y solvente

El Jubileo de la misericordia, también conocido como Año de la Misericordia, se ha venido celebrando desde el 8 de diciembre de 2015 para concluir el próximo 20 de noviembre de 2016. Varias fueron las motivaciones y objetivos para proclamarlo. Apuntaban a la celebración del quincuagésimo aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II, así como a profundizar en su implantación y situar en un primer plano la misericordia de Dios y las entrañas compasivas que los cristianos deben tener en favor de los más necesitados.
Difícil tarea la de evaluar los resultados. Por supuesto, los frutos más interiores son del todo reacios a cualquier medición. A ojo de buen cubero cabe decir que del Concilio Vaticano II se ha hablado más bien poco. Sí ha tenido mayor protagonismo el concepto de la misericordia. Discursos, publicaciones, homilías, jornadas… También se han revitalizado las obras de misericordia. Al parecer, un número no desdeñable de creyentes ha atravesado la puerta santa con las condiciones requeridas para lucrar las indulgencias.
Desde el punto de vista de la espiritualidad del corazón, la misericordia juega un papel decisivo. Me dispongo a exponer algunas ideas sobre el particular como despedida del Año santo.
La riqueza del vocablo corazón
El núcleo vital de la persona, el impulso que mueve y agita al individuo, su urdimbre más profunda, lo hallamos en la necesidad de amar y ser amado. Tradicionalmente decimos que todo ello se concentra en el corazón. En este órgano ―que más bien hace las veces de símbolo― se asienta el centro ordenador de la humana existencia, el eje en torno al cual gira lo que el individuo hace, dice y quiere. Corazón es, pues, también, el lugar donde Dios habita, actúa y se comunica.
Se ha hecho notar con razón que el vocablo corazón es una palabra fundamental e imprescindible en todos los idiomas. De ahí que, referida a Jesús y a la Virgen haya tenido tanto eco en la vida cristiana. Un famoso pensador, K. Rahner, ha afirmado que existen palabras originarias que sirven de conjuro. Es decir, que convocan, unen, condensan la realidad del entorno. ¿Cuál será esta palabra en la espiritualidad cristiana? Escuchémosle: no hay ninguna otra. No se ha pronunciado ninguna otra palabra que la de Corazón de Jesús.
La Congregación a la que pertenezco -los misioneros de los Sagrados Corazones- desean aproximarse, pues, al corazón de Jesús y de su madre María para beber del manantial de bondad, generosidad y misericordia que de él brota. Pongamos en primer plano la misericordia en este año en el cual ha venido a ser como el lema de los creyentes en Jesús.
El corazón de Jesús expresa de modo sencillo la gran noticia: Dios ama a sus criaturas. El corazón resume el misterio de un Dios hecho carne, con un corazón que late y de un hombre divino cuyo corazón exprime hasta la última gota de sangre en favor de sus hermanos.  
Compasión nacida del corazón
Misericordia es una palabra cuya etimología lo dice casi todo. Se refiere al corazón (cor) y a la compasión (miserere). Jesús le otorga un sorprendente protagonismo cuando exclama: misericordia quiero y no sacrificio. A los intransigentes que blanden la ley como una espada, a los de entrañas duras que no perdonan una, a los que miran a otro lado cuando se asoma la desgracia a su ventana… A todos ellos interpela Jesús con esta frase rotunda y categórica: misericordia quiero y no sacrificio.
Estas reflexiones difícilmente podrán ser discutidas. Sin embargo, sí se echa en cara a los seguidores de Jesús, el hecho de que sus obras no se correspondan con sus hermosas teorías. Y reconózcase que no andan huérfanos de razón. En demasiadas ocasiones nos parecemos al hermano mayor del evangelio. Dijo que sí iba a ayudar en el trabajo del campo, pero luego no fue.
Nosotros decimos que la buena noticia del amor hay que comunicarla y vivirla. Probablemente la comunicamos más que la vivimos. Lo cual conduce a un desfase que acaba traduciéndose en descrédito. A la hora de la verdad pasamos por alto muchas oportunidades de ejercer la misericordia, de com-padecer al otro. Disimulamos ante los gritos ―silenciosos o ruidosos― de auxilio. Miramos a otro lado cuando aparece ante nuestros ojos la miseria en la que vive el prójimo. Tenemos prisa cuando las circunstancias aconsejarían conversar con quien carece de compañía… Y así cabría escribir una larguísima lista.  
Las grandes opciones necesitan de hechos concretos que las reflejen y acrediten. Las doctrinas sublimes requieren testimonios tangibles. De otro modo las opciones y las doctrinas pierden credibilidad. 

jueves, 20 de octubre de 2016

La preocupación ecológica desde los santuarios

El día 13 de octubre el coordinador de los santuarios de Mallorca me invitó a dirigir unas palabras sobre la preocupación ecológica vista desde los santuarios. Los oyentes eran un grupo de sacerdotes y laicos encargados de gestionar material y espiritualmente los diversos santuarios de Mallorca. He aquí un amplio extracto.



El papel funcional de los santuarios

En el Antiguo Testamento los santuarios tienen un notable relieve. Son lugares privilegiados de encuentro con Dios. Pero también conviene saber que la revelación bíblica evoluciona y las relaciones entre Dios y el pueblo se espiritualizan e interiorizan. Progresivamente se toma conciencia de la presencia de Dios en el ámbito de la vida de la persona y el pueblo. El acento se desplaza sobre el encuentro personal más que sobre el lugar donde acontece. Se hablaba a menudo del templo, el santuario, el desierto y de Jerusalén. Sin embargo, desde que Cristo ha resucitado estos sitios son meramente funcionales. El Cristo presente en la comunidad deviene el único y definitivo santuario. 

No hay lugares sagrados que nos garanticen la presencia de Dios y menos que podamos manipular esta presencia. ¿Entonces el santuario deja de tener sentido? En la peregrinación el objetivo no es tanto el lugar geográfico cuanto el evento salvífico. La peregrinación debe ser considerada como un evento que se inscribe en la historia de la salvación teniendo bien presentes sus dimensiones memoriales y escatológicas. 

Por otra parte la historia necesariamente implica el espacio. Los acontecimientos necesitan de la historia y de un espacio donde acontecer. De hecho la Iglesia es el Pueblo de Dios en camino, que transcurre en el espacio y el tiempo. Esta estructura forma parte de su esencia. Hay que tener bien presentes la historia y la geografía, coordenadas que remiten a los hechos acontecidos a unas personas determinadas. Apuntan, pues, a una lengua, unas costumbres, unas vivencias religiosas. 

Afirmamos que no hay lugares sagrados que garanticen la presencia de Dios ni su protección, como pretendían los judíos respecto del templo. Ya los profetas lo dejaron claro. Ahora bien, sí hay lugares donde han sucedido vivencias y experiencias y que tienen un carácter funcional relevante. Lugares donde la gente se encuentra, recuerda los antepasados ​​y admira la naturaleza del entorno. 

La naturaleza bien puede considerarse un mensaje sacramental. Es un primer paso en el diálogo que la persona establece con el misterio. Después quizás sigan otros. El paisaje, con todo lo que lo configura —las rocas, los árboles, el cielo azul, el mar, los barrancos— son vestigios, huellas del Absoluto. Ante la naturaleza del hombre se siente pequeño, ante la belleza se extasía. Es una experiencia religiosa típica de la dependencia y de la epifanía. Recuerda el bien conocido tremendum et fascinans. 


Muy a menudo los santuarios se instalan en la cima de una montaña Hay unas razones para ello, muy arraigadas en el alma de los habitantes del lugar. Conviene tenerlo muy presente en la pastoral. Peregrinación, santuario y ecología no deben andar separados. 


El santuario y el paisaje que lo rodea 


El santuario no urbano desvela e intensifica la emoción de la persona (cristiana) ante la creación. Aunque el cristianismo sea una religión más histórica que natural, deja sin duda lugar para la admiración de la naturaleza. El paisaje, que en último término nos remite al Creador, es una ventana que nos permite entreverlo. Quedamos así liberados del urbanismo asfixiante, del sedentarismo empedernido para experimentar la belleza del paisaje, junto con el gozo de la fraternidad, tal vez de la mesa común y de la oración. 

El santuario normalmente sintoniza profundamente con el paisaje del entorno. Y lo mismo cabe decir de muchos monasterios. En cierto modo culminan y consagran el entorno donde se han construido. Miradas las cosas en perspectiva, se puede afirmar que los paisajes de Europa se han humanizado y cristificado gracias a los santuarios, ermitas y oratorios sembrados por los cuatro puntos cardinales a lo largo de siglos. Espacios inhóspitos han ido adquiriendo un rostro humano que tiende a devenir cristiano. 

La cultura impulsada por la sed de tener sin límite da como resultado la expoliación y destrucción de la naturaleza, mientras que la cultura contemplativa y genuinamente cristiana la hace transparente hasta vislumbrar el misterio de la creación. El santuario es el resultado final de un paisaje y un edificio. La naturaleza y la técnica se dan la mano de manera fecunda y amistosa. 

En este contexto bueno será recordar las palabras de Juan Pablo II cuando visitó Montserrat. Para él los valores de la peregrinación se unen a los hechizos de la montaña. El cielo se funde con la tierra. Considera que Montserrat, como otros monasterios, es la irrupción de Dios en la historia humana. Ello en consonancia maravillosa con esta vocación tradicional y siempre actualísima de todos los santuarios de ser una antena permanente de la buena nueva de nuestra salvación. El ambiente invita irresistiblemente a la oración, una necesidad para los peregrinos que han subido la montaña. El cántico al Creador brota espontáneo en los labios: es un deber de agradecer con amor filial sus dones generosos, también en nombre de nuestros hermanos... Que la montaña santa, Señor, sea bosque de olivos, sea sacramento de paz. (07-11-1982). 


Las peregrinaciones son una constante de la historia de las religiones porque derivan del dato antropológico: el deseo de adentrarse en la naturaleza, de pisar unos lugares donde los antepasados ​​tuvieron fuertes experiencias de Dios y donde quizás ocurrieron hechos que los marcaron intensamente. Nada de extraño que el cristianismo también aprecie la peregrinación y el santuario. 

Conviene tener presente que el santuario implica a menudo la peregrinación y ésta remite a un simbolismo muy rico: el camino del peregrino apunta al viaje interior, implica la conversación entre los compañeros de ruta, el alimento que se comparte, la oración, la contemplación silenciosa. 

En cuanto a la contemplación y la admiración de la belleza que irradia la creación contentémonos con mencionar a Ramon Llull y los primeros franciscanos. Decía Dostoievski que no podemos vivir sin pan, pero tampoco sin belleza. Una belleza que es más que estética, pues contiene una dimensión ética y religiosa. Afirmaba el autor que "Jesús era un ejemplo de belleza y la inyectó en el alma de la persona para que a través de la belleza todos se sintiéramos hermanos". Dejó escrita la tan citada frase: la belleza salvará el mundo (En el libro el idiota). 

Por su parte el Papa Francisco ha dado gran importancia a la vía pulchritudinis. El mensaje debe ser bueno y justo, pero también bello, pues sólo así llega al corazón de las personas y suscita el amor (La alegría del Evangelio, 167). 

Es necesario que el Occidente recupere las dimensiones estéticas de la fe y del sentido de la fiesta. Mientras algunos —afectados por el pesimismo o el maniqueísmo— parecen pensar que las cosas o los acontecimientos no pueden ser buenos si son agradables, hay que afirmar que la belleza forma parte de la bondad. Porque la bondad es bella. 

Es habitual hablar de Dios como Creador. En cambio, se habla mucho menos de Dios que descansa (el día del sábado). Pero el descanso contemplativo y admirativo es la culminación de la actividad creadora. Después de crear, hay que admirar y descansar. Dado que los hombres somos imagen de Dios también debemos ser creadores / creativos, pero no menos ociosos en el sentido de admirar las cosas y comportarnos con respeto ante lo que Dios ha puesto en nuestro camino, así como de lo que los antepasados nos han legado. 

Muchas aplicaciones se derivan de un tal pensar. El tiempo libre no debe ser contaminado con el negocio que, como reza la etimología, es la negación del ocio. Cuando la contaminación llega entonces no tenemos tiempo para nada que valga la pena. En lugar de contemplar la naturaleza miramos la televisión. En lugar de andar se hace footing. El deporte no es motivado por el placer, sino por afán de aumentar el músculo. 

Una tal contaminación con frecuencia se resuelve con la agresividad contra la naturaleza. En conclusión: tenemos que vivir más contemplativamente, más en contacto con la naturaleza que relaja y proporciona placer. El santuario tiene su lugar en esta nueva perspectiva. Es todo un paradigma de lo que debería ser la vida humana en el planeta.

lunes, 10 de octubre de 2016

Lázaro y Epulón ayer y hoy

Había un hombre rico, que se vestía de púrpura y de lino fino, y hacía cada día banquete con esplendidez. Había también un mendigo llamado Lázaro, que estaba echado a la puerta de aquél, lleno de llagas, y ansiaba saciarse de las migajas que caían de la mesa del rico; y aun los perros venían y le lamían las llagas (Lc 16, 19)


Palabras escritas hace dos mil años, pero que son de plena actualidad hoy en día. En realidad, se trata de un mensaje válido para todas las épocas. Cada día presenciamos la ostentación de los más ricos de la sociedad. Fiestas con todo tipo de lujos. Bodas con detalles e iniciativas extravagantes. El prurito de llenar la casa con toda clase de electrodomésticos y aparatos electrónicos.

Las copas rebosan en el mundo de los ricos mientras el panorama es muy otro en el mundo de los desfavorecidos. Largas filas de exiliados que en el camino pierden el futuro y las ilusiones. Gente que nunca podrá poseer una casa ni un coche. Ciudadanos impedidos de visitar al médico porque no tienen los papeles en regla...

Las desigualdades son del todo escandalosas. El pecado del rico, al que la tradición ha puesto el nombre de Epulón, es la falta de gran parte de nuestra sociedad. Aparece nítido el pecado de la rica Europa respecto de los inmigrantes. Lázaro y Epulón de nuevo frente a frente. No es que Epulón sea un despiadado criminal, no. Tampoco rebosa de odio contra el pobre. En buena teoría no transgrede ley alguna. Su pecado es de omisión, de mirar a otro lado.

Omisión, el gran delito

Su pecado es de omisión. No ve al pobre, no tiene la sensibilidad de imaginarse bajo su piel y experimentar su sufrimiento. No le afecta el dolor del vecindario. Mira a otro lado cuando de repente se encuentra la figura de Lázaro en el camino.

El pecado de omisión consiste en no ser consciente de que todo lo que se desperdicia pertenece al pobre. Los bienes de este mundo son para todos. Compartir los bienes con los pobres no es algo optativo, sino de obligatorio. Debería ser la expresión normal de quien no ha perdido el sentido de la humanidad ni el sentido cristiano.

Vivimos en un sistema —el capitalismo, el liberalismo— que no entiende eso de compartir. Se ha vuelto ciego para todo lo que no sea lucro, lujo y posesión. Cuando el proceder neoliberal traspasa los límites deviene inhumano. Y no vale decir que no es tan malo que al rico le sobre porque entonces le caerán las migajas de la mesa y los pobres las aprovecharán. Esta visión, aparte de ofensiva, no se corresponde a la verdad. Muchos no están dispuestos a compartir ni siquiera lo que cae de la mesa.

También es una falacia argumentar que estamos atrapados por el sistema y que éste es una fatalidad contra la que no hay nada que hacer. No, las fuerzas que impulsan a la sociedad existen porque las hemos creado. Podrían ser otras. ¿Por qué la consagración de la propiedad privada? ¿Por qué el protagonismo de los bancos? ¿Acaso no podríamos vivir con otras regles de juego?

Seguro que sí. De hecho no en todas las épocas ha dominado el capitalismo ni tampoco en todos los países. El humanismo cristiano propone otra visión. La idea remite a aquellas palabras de los hechos de los apóstoles: La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma, y ​​ninguno de ellos consideraba como propios los bienes que poseía, sino que todo estaba al servicio de todos (Hechos apóstoles 4,32).

Transgresiones personales y sociales

Los cristianos a menudo nos preocupamos mucho de los pecados personales. Nos angustian quizás los pensamientos de tipo sexual, las ausencias de la misa dominical, los sentimientos de rencor...  Bien està mantener una conciencia fina y sensible, pero ¿y los pecados de proyección social? Estos hacen sufrir a nuestros hermanos.

Pecado social es la obsesión de aumentar la cuenta corriente sin límites. Porque lo que uno se queda para él ya no es aprovechable para su vecino. La fiebre de la posesión nos hace insensibles. Entonces nos distanciamos de los otros porque nos pueden robar o se les puede ocurrir pedir lo que llamamos nuestro y hacernos sentir mal. Los otros dejan de ser amigos, compañeros y hermanos para convertirse en pacientes, clientes, compradores... Gente sin rostro.

Uno de los pecados más grandes, si no el que más, el que corroe las raíces, es la falta de fraternidad, la indiferencia que nos torna insensibles ante el rostro del otro. Es el pecado de omisión, el que hace invisible al prójimo que pasa necesidad.

Una última observación. Cuando todo es para mí, cuando el afán de poseer y acumular consume todas las energías, cuando acabamos soñando en abultadas cuentas de banco... entonces hemos dejado de ser monoteístas. No nos arrodillamiento ante un billete de 100 euros, pero nuestro corazón sueña despierto con este símbolo de riqueza. Dios queda lejos. Los ídolos han ganado la partida al Dios verdadero.