El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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lunes, 25 de septiembre de 2017

Para que Jesús no sea un mito (y II)

Los toques de atención en orden a no minusvalorar el alcance del seguimiento y el relieve del Jesús histórico nunca serán excesivos. El peligro más bien se aloja en la otra orilla: limitar el cristianismo a una relación personal, íntima, del creyente con Jesús, en un mundo aséptico y privatizado. Lo cual ocurre hasta la exasperación en algunas sectas recientes de vaga inspiración cristiana; pero los católicos no estamos del todo limpios de pecado. En efecto, cuando se proclama una y otra vez que Jesús es el Señor, el Redentor, el Maestro; cuando se dice a voz en grito que la cruz nos salva, que la sangre del Cordero nos lava; cuando insistentemente se echa mano de jaculatorias y alabanzas… hay que levantar la guardia.

No mutilar el evangelio

Porque todo eso no está mal, al contrario, está muy bien. Sin embargo, resulta tremendamente ambiguo. Puede ocurrir que una tal vivencia de la fe sirva para convencerse uno mismo de que Dios está con él, que tiene una experiencia religiosa de calidad. Todo al margen del conflicto histórico que Jesús vivió y que viene a ser como la piedra de toque a la hora de desenmascarar los conflictos de nuestra historia de hoy.

Quien se salta la historia de Jesús y se sumerge en su vida de resucitado junto al Padre peligra caer en el mundo de los sentimientos desenganchados de la realidad y hasta fácilmente incursiona en la magia. Es tan cómoda la tentación de la magia, que no se agota en los estadios primitivos de la cultura.

Decir “Señor, Señor”, murmurar aleluyas y proclamar alabanzas, al fin y al cabo, no compromete demasiado. Y, a cambio, le deja a uno tranquilo y reconfortado. No es más cristiano el que más vivas grita a Jesucristo, ni el que más títulos musita con sus labios, sino el que vive más de acuerdo con las actitudes y máximas de Jesús. Y ahí cabría hablar de las denuncias, del problema del arroz, del aumento de sueldos, de criminales que no aparecen, etc.

Aludir a la calidad redentora de la muerte de Jesús, olvidando porqué murió y quién lo mató es, cuando menos, un grave despiste. La muerte violenta de Jesús no se debió al azar; en realidad no podía morir de otra manera. Quien puso en cuestión los intereses de los sacerdotes, echó en cara el legalismo y la hipocresía de los influyentes fariseos, imaginó a Dios de parte de los hijos fugitivos del hogar, debía esperar con toda lógica que la Ley y el orden establecido le devolverían el golpe.

No se resquebrajan impunemente los cimientos de la sociedad. Por eso estaba escrito que Jesús tenía que morir, pero se pasaría por alto la trama más significativa de la vida de Jesús si simplemente se dijera que murió porque estaba escrito. No estaba escrito por casualidad ni por arbitrariedad, sino en previsión de las actitudes que Él iba a tomar.

No fue una muerte neutral la de Jesús

Quedarse con una muerte neutral y con la resurrección, al margen del conflicto que padeció Jesús, significa mutilar el evangelio. El Jesús glorificado puede ser invocado por cualquiera sin el menor problema. No interpela la economía ni la injusticia del orante, antes bien le hace experimentar una sensación gratificante. Pero el recuerdo del Jesús histórico sí que interpela muchas cosas y actitudes. Nadie puede leer las bienaventuranzas o las malaventuranzas y quedarse tan tranquilo. Sólo quien tenga la sensibilidad poblada de callos podrá repasar la historia de la pasión y muerte de Jesús sin preguntarse de qué parte se encuentra: si tiene más de víctima que de asesino. Los ingentes esfuerzos realizados para espiritualizar el camino de la cruz no consiguen sino convocar a la mala conciencia.

El Jesús resucitado fue el mismo que el crucificado. Conservó, como signo, las llagas de las manos, de los pies y del corazón. El resucitado es el Jesús llagado por los hombres que defendían intereses muy concretos y particulares. El significado de la resurrección radica en que el Padre afirma que Jesús tiene razón y no sus enemigos, no obstante ser los oficialmente buenos y los legítimos intérpretes de la Ley.


En ningún caso el evangelio debe convertirse en una colección de anécdotas descoloridas, aptas para entretener a los niños. Las acciones y pretensiones de Jesús tienen un entramado claro, significativo e ineludible. 

jueves, 14 de septiembre de 2017

Para que Jesús no sea un mito (I)

Un montón de fórmulas, triunfalismos, devociones y discusiones recubre la imagen de Jesús, tras dos mil años. Urge redescubrir la imagen genuina de Jesús y sorprenderle en la espontaneidad del hombre que caminaba por los caminos polvorientos de Palestina, pedía agua junto al pozo y decía cuatro verdades a los meticulosos legistas. De entre todas las manipulaciones realizadas en la persona y el mensaje del Maestro tal vez la que se ha operado con mayor buena voluntad y menos fortuna ha sido la de recluirlo en un marco tan irreal como el de cualquier dios del Olimpo griego.

La atracción de los portentos

Muchas de las cosas que se predican de Él tienen un toque prodigioso y maravilloso en esta perspectiva. Anunciado de modo extraordinario a su madre; nacido por vía milagrosa; rodeado de ángeles cantores de Navidad; manifestado gracias a una estrella itinerante. A este Jesús de nacimiento singular le sigue un Jesús niño y adolescente no menos asombroso. Un ángel se encargará de avisar a los padres para que Herodes no dé con Él. En su adolescencia ya discute sabiamente con los Doctores de la Ley.

Luego, cuando inicia la tarea de predicar la Buena Nueva y se rodea de discípulos, acaece que el cielo se abre y se escucha la voz de Dios. Sus tentaciones no son tomadas apenas en consideración. E trata de un mero expediente para poder demostrar quién es Él y, de paso, ofrecerse de guía en las tentaciones de sus discípulos.

Su vida está salpicada de milagros: da la vista a los ciegos, cierra las heridas de la lepra, apacigua las tempestades. Ni siquiera la muerte se resiste a sus mandatos. Acaba cosido a un madero, tal como lo había anunciado, pero para destacar su esplendorosa y definitiva victoria: la resurrección. Finalmente -para que no quepan dudas de su vida extraordinaria- escala el cielo a lomos de una nube.

Con la mejor buena voluntad se han buscado los elementos más inciertos de los evangelios, a tenor de la crítica histórica, y se han magnificado. Con el mejor de los propósitos se han sacado de contexto sus acciones extraordinarias para destacar lo portentoso, lo asombroso de su vida.

Una vez amañado así el material bíblico —y de nuevo con toda buena voluntad, claro está— el paso de los siglos ha contribuido a desviarlo todavía más. La colección de títulos, a cual más grandilocuente; las devociones y las letanías que lo ensalzan hasta perderlo de vista; las decisiones de la ortodoxia, de trazos cansinos y perfiles difuminados; los rostros barrocos y espiritualizados que han esbozado los pintores una época tras otra…

Una vida de Jesús muy distinta a la nuestra. Las páginas del evangelio que hablan de sus lágrimas, de su enojo, de sus denuncias, de sus angustias, de su libertad frente a la familia, la autoridad… ¿por qué se pasan tan aprisa? ¿Por qué muchos cristianos sienten incluso un cierto rubor de leerlas en voz alta?

 No a la taxidermia religiosa

Sin embargo, es justamente en tales páginas donde mejor podemos descubrir el perfil de un Jesús que tiene mucho que ver con nuestro vivir y peregrinar. Un Jesús al que se puede seguir, sin renunciar a la tarea de anteaño. Todo cuanto Jesús hizo y dijo fue para nosotros. Ahí radica la verdadera clave de la lectura evangélica. Luego hasta los hechos prodigiosos deberán leerse a esta luz, pero de ninguna manera acabe pensar que lo importante de Jesús radica en lo asombroso y pasmoso de los hechos, de modo que lo menos milagroso de su vida se reduzca a material de relleno.


Jesús no es una leyenda que se pierde en la noche de los tiempos, ni un mito del cual se desconoce el lugar y la fecha de nacimiento. Se puede señalar con el dedo en el mapa el lugar donde Jesús nació y vivió. Sabemos quién gobernaba el país cuando vio la luz y cuando expiró en la cruz.

El Reino que Él predicaba no era extramundano ni atemporal. Sus exigencias éticas no afectaban sólo los pliegues más íntimos de la persona, sino que apuntaban a las relaciones sociales de cada día. Jesús tenía un corazón manso y humilde, pero ello no era obstáculo para denunciar con nombres y apellidos. Habrá que recuperar al personaje, rescatándole del mundo de la fantasía, la leyenda, el mito.

La taxidermia es una ciencia que cambia a los seres vivos en bellos ejemplares, pero opera con cadáveres. Éstos se parecen en todo a los seres vivos, no les falta ni un detalle, sólo que están muertos. En ningún caso está permitida la taxidermia religiosa que trata de conservar a Jesús disecado, exaltado, al margen de su quehacer histórico. Un Jesús al que no se puede o no se quiere seguir en el quehacer de su historia bien concreta y palpable, es en todo igual al Jesús vivo, pero está muerto en el corazón del creyente.

Seguir a Jesús hoy equivale a luchar por lo que Él luchó, a ver el mundo con sus ojos, a asimilar sus criterios, a experimentar la miseria con sus sentimientos. Decididamente un Jesús así tiene que ver con la escasez de arroz, con la criminalidad, con la falta de agua, con las viviendas indignas. Éste es el alcance de la Buena Noticia.


domingo, 3 de septiembre de 2017

El ladrón y la ocasión

Es un hecho. Pasen las páginas de la historia hacia atrás y observarán que el deseo general de numerosas sociedades, al menos el deseo explícito, apuntaba a la honradez. Cristalizaba en la tópica expresión: "pobres, pero honrados". Pues bien, en distinta etapa, muchos hombres y mujeres de la misma sociedad encuentran en la pobreza el título de mayor oprobio.
La estadística no suele ser tan caprichosa ni arbitraria. Algún elemento poderoso precipita la apetencia de la virtud o del vicio. Este elemento es el caldo de cultivo que el individuo encuentra en su entorno. Como en un medio séptico proliferan las bacterias infectadas, de igual modo en un medio corrupto se estimulan las opciones para el vicio.
Una preocupante espiral
El caldo de cultivo de la corrupción lo genera —y es un botón de muestra— el mal ejemplo repetido, constante y escandaloso. Cuando el ciudadano de a pie va adquiriendo la convicción de que los de arriba y los de al lado se aprovechan cuanto pueden de las oportunidades que el azar o su cargo les brinda, mal anda la cosa. Sin pecar de malevolencia cabrá vaticinar que las más íntimas convicciones de este ciudadano empezarán a tambalear.
Se preguntará por qué tiene que ser él el único inocente entre tanto delincuente, pícaro y aprovechado. Objetará que no puede desenvolverse en inferioridad de condiciones. El estímulo está dado. Sólo falta la ocasión que es la que, como bien reza el dicho, hace al ladrón. O, al menos, lo hace en un elevado tanto por ciento.
Entonces los escrúpulos morales se debilitan e inicia una preocupante espiral. El dinero cambia su modo de ser, su personalidad, el sentido mismo de la vida. Y aparecen a borbotones las excusas y los atenuantes...  La espiral crece. Se desvinculan con desfachatez las nociones de trabajo y riqueza. Se piensa poder vivir con refinada comodidad y ostentación, con abundancia de dinero, sin contrapartida alguna.
Si el caldo de cultivo de una sociedad fuera la honradez, difícilmente el corrupto tendría la desfachatez de presentarse en público. Primero porque no es tan difícil identificarle. Cuando a una persona no se le conocen grandes inversiones o negocios, cuando procede de una familia pobre o media y, de pronto, se metamorfosea en un individuo derrochador, refinado y ostentoso... hay que interrogarse. Hagan, si no, algunas sencillas operaciones matemáticas. Observen si con sueldos reales, por muy abultados que sean, o con negocios honestos, por muy saneados que luzcan, es posible acumular mansiones, lujosos medios de transporte por tierra, mar y aire.

Inquietar al corrupto
Si la persona cuestionada resulta que tiene un cargo en la administración pública o se desenvuelve en la esfera de la política, entonces las sospechas se disparan con la fuerza de un arma a presión. De ahí que sea del todo preciso aminorar la dosis de corrupción. Lo cual se conseguirá, al menos en parte, si la sociedad está vertebrada por las instituciones, si goza de mecanismos para supervisar las gestiones de sus funcionarios. Entonces quizás logre relegarla hasta niveles menos inquietantes.
       O también lograría algo parecido una sociedad en la que los medios de comunicación dispusieran de recursos generosos que les permitieran fiscalizar a los funcionarios, dejarlos en evidencia si llega el caso y crear una opinión pública capaz de inducirles a la renuncia. De lo contrario, el futuro que se avizora no será más radiante que el pasado ni que el presente.

En la empresa privada, a quien le cogen con las manos en la masa se le inicia un expediente, se le castiga y despide. Pero en la empresa pública tal parece que el delito es un título de gloria. En todo caso, se tiende a ser demasiado benevolente con el dolo, el tráfico de influencias, la prevaricación o el robo sin más.

       No hay que esperar mucho de la proclamación de los valores morales, pues es verdad, en buena parte, aquello de que la ocasión hace al ladrón. Pero su proclamación, completada con medidas administrativas y jurídicas, con castigos públicos y ejemplarizantes, pueden mejorar el comportamiento del ciudadano. Porque el corrupto es un cáncer que estimula la metástasis en el cuerpo social. Y priva de unos recursos muy necesarios al conjunto de la población, ya suficientemente deprimida.