El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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viernes, 24 de marzo de 2017

Ideologías para consumo inmediato

El cristianismo no debe confundirse con un producto más en el supermercado de las ideologías, repite una y otra vez el Papa Francisco en sus numerosos discursos y escritos. Más bien hay que compararlo con un hospital de campaña que acoge a quienes necesitan cicatrizar las heridas. En este hospital no se discrimina según la identidad o las ideas.

Me parece muy auténtico y valioso un tal enfoque. Porque las palabras han ido perdiendo su fuerza. ¡Tantas voces resuenan en nuestra sociedad! ¡Se escucha tanta propaganda y se exhiben tantas ideologías…! Quien quiera convencer a nuestros contemporáneos hará bien en actuar mejor que en hablar. 

La dificultad de mantener las ideas claras

Las ambigüedades de las palabras y las ideologías impiden mantener las ideas claras. Hay partidos políticos y movimientos sociales que se alimentan de lo que podríamos llamar un catolicismo difuso: un talante fraternal, el protagonismo de sentimientos elevados, una compasión sincera por quienes no llegan a fin de mes, actuaciones para colectivos necesitados (como los refugiados), etc.

La gente que se decanta por este camino podrían ser apellidadas de izquierdas. No aprecian el hecho religioso, pero sintonizan con valores que tradicionalmente ha cultivado la religión. En cambio, los partidos de derechas muestran un respeto explícito por la cuestión religiosa, concretamente por el catolicismo. Sin embargo, resulta que este enfoque se desprestigia al constatar que numerosos políticos actúan sin escrúpulos y caen de bruces en la corrupción más escandalosa. Y quede claro que nos hallamos en un terreno que no admite afirmaciones categóricas.

Entre unos y otros, la gran mayoría de la gente vive con la proa enfilada hacia el hedonismo y se deja llevar por la corriente, por las voces que sobresalen en el estrépito diario. Se refieren al relativismo, a la sociedad líquida, a la posmodernidad, a la post-verdad. Los nombres son lo de menos. 

De acuerdo, la Iglesia debe ser un hospital de campaña y hacer caso omiso de los carnets o las ideologías de los heridos. Ahora, quienes la conforman, los militantes, conviene que compartan un conjunto de verdades definidas y sólidas. De otro modo la Iglesia se disolverá y entonces se derrumbarán los hospitales de campaña. Como bien dice la frase tan repetida: nada hay tan práctico como una buena teoría.

Lo digo porque son muy pocos los que protestan cuando ciertos grupos poderosos imponen una determinada forma de pensar, a menudo en contradicción con la fe cristiana. Sin negar en absoluto que la sociedad evoluciona y que es nefasto caminar por senderos trillados con el desdichado argumento de que siempre se ha hecho así.

El relativismo que se impone hoy en día puede que no sea del agrado de mucha gente y hasta que sea repudiado explícitamente en su vida privada. Pero en público no se atreven a levantar la voz para contradecirlo. Reprimen su sentido crítico. De ahí, por ejemplo, que la ideología de género sea cada vez más aceptada. Se declara tranquilamente que la identidad sexual tiene que ver con la cultura y la educación, pero que no existe una identidad arraigada en la naturaleza. Opinión muy discutible y matizable desde la ciencia, pero los que no están de acuerdo callan. En unos pocos años se ha impuesto como interpretación casi generalizada de la condición humana.

Lo mismo se podría decir de la ingeniería biológica, la eutanasia, el aborto, la clonación, la transexualidad y otros temas éticos. A todo se dice que sí antes de examinar el asunto y alertar de los eventuales peligros. Pobre de aquel que tiene el coraje de discrepar de estas teorías de última hora, que invaden los medios de comunicación. Se le postergará y se le hará saber con desdén que vive en una caverna rodeado de las ideas más obsoletas.

El fundamentalismo no es la solución

Hay un grupo que sí habla y contradice estas ideologías. Exhiben una ideología bautizada con el nombre de vida. Desgraciadamente se remiten a fórmulas políticas arcaicas y exclamaciones patrióticas fuera de lugar. No razonan, sólo gritan. Esta gente no le hace ningún favor a la moderación. Imposible discutir con ellos. Son adversarios implacables instalados en el campamento de la emoción, que no de la razón. Actúan con talante fundamentalista, temerosos de que sus ideas se diluyan. No lo permiten. Les va su seguridad vital en ello. Tratarán de imponerse a cualquier precio. 

A poco que el personal tenga algún contacto con los medios de comunicación habrá oído hablar del autobús que no hace tanto se ha exhibido por diferentes ciudades del estado. Ha afirmado cosas que merecen matizar y que mejor sería exponer en ambientes tranquilos y reflexivos que en plazas alborotadas. Hay planteamientos que no maduran precisamente cuando se convierten en polémicas callejeras y necesitan de la policía para mantener la calma de sus valedores. 

La vida humana es sagrada ciertamente. Pero esta afirmación, que no admite rebajas, no se debe defender con tono agresivo y formas despectivas. La vida es sagrada, sí, pero no sólo la que late en el vientre materno. También la de los adultos, la de los obreros, la de los que tienen ideas diferentes. Conviene no olvidarlo. Requiere rigor y esfuerzo mantener un equilibrio sensato y racional.

martes, 14 de marzo de 2017

Cuestión de perspectiva...


Cuando el pasajero mira a través de la ventanilla del autobús, el paisaje adquiere dimensiones y tonalidades cambiantes. Desde lo hondo del valle ve la mole pedregosa de la montaña solemne y hasta amenazante. Desde la cima del cerro observa la carretera y los vehículos que por ella circulan como miniaturas que mueven a la ternura y a considerar la pequeñez congénita del ser humano en el escenario del cosmos.


¿No sucederá algo muy parecido con la fe? ¿No estará, ella también, sujeta a esa filosofía llamada perspectivismo? ¿No tendrá mucho que ver con la circunstancia de espacio y tiempo, de cuenta corriente y residencia? Inevitablemente, la fe adquiere tonalidades diversas según desde donde se la viva. Tonalidades y hasta contenidos diferenciados de acuerdo a la personal circunstancia.

La fe, cuestión sobre el sentido

Entiendo por fe, no la mera creencia en un ser más allá del espacio y el tiempo, de características enigmáticas, remunerador de los humanos. Ésta sería una muy elemental comprensión de la fe. No distaría mucho del planteamiento teórico acerca de si existen seres extraterrestres más allá de nuestras experiencias de espacio y tiempo. Se puede o no creer en los extraterrestres, en los OVNI o tantos otros enigmas todavía opacos a la mente humana. Hay quien opta por la respuesta afirmativa y quien por la negativa. Y se acabó.

¿Qué implica creer en un OVNI, en un extraterrestre o en un Dios entendido según tales coordenadas? Digamos sin rodeos que, en el fondo último de la persona, nada cambia. No pasa de ser un recuadro en blanco al lado de una pregunta a la que se pone —o no— una crucecita.

La f es otra cosa, evidentemente. Creer en Dios conlleva admitir que las cosas, en su última raíz, resultan inteligibles. Que mi vida tiene sentido. Que las cosas, y sobre todo las personas, cobran un valor muy específico. Creer en Dios equivale a entregarse a Él, a vivir con los criterios que brotan de su voluntad, una vez discernidos, a mirar el mundo con sus ojos.

De nada sirve creer en el primer principio que puso en marcha las galaxias con un empujón inicial. Si este Dios no garantiza el sentido de la historia en mayúscula y de la historia de cada existencia personal… no tiene ninguna utilidad. Vivir sin sentido, frustrados, con el absurdo como amenaza constante y, a la vez, creer en Dios, parece algo incompatible. Si abundara más la lógica, los partidarios de la realidad como absurdo y frustración serían todos ateos. Y los partidarios del sentido, más allá de los fragmentarios sinsentidos, proclamarían su fe.

La fe, cuestión de liberación

Haga el lector los cambios y las aplicaciones que vengan al caso y observará que, cuanto hemos venido diciendo, cabe plantearlo en otros términos. Los aprovechados, los opresores, los que ponen el placer, el prestigio o el dinero como ideal de la vida, no pueden tener la misma fe —ni las tonalidades, ni el contenido— que los que sufren, lloran y se dan la mano.

El Dios de los primeros, ya lo adelantó S. Pablo, es su vientre. O es el dinero. Es el Dios que bendice los tanques de guerra, multiplica residencias y al que da gracias la gente de la alta sociedad por lo bien que marchan sus negocios. Más allá de los nombres y de la gramática, ellos ponen en plan de igualdad a Dios con sus particulares egoísmos. A los que, además, dan una buena mano de barniz espiritual que les permite sentirse en buena forma moral.

En cambio, en la periferia de la urbe, o donde la ciudad pierde su nombre, malviven los empobrecidos, las víctimas de la especulación. La enfermedad, la ignorancia, la falta de oportunidades, les condenan a sobrevivir con angustias miles. A malvivir.


También entre ellos los hay que cultivan su fe en Dios. Pero la palabra adquiere significados bien distintos. No ven en Él el apoyo de sus posesiones, sino la fortaleza, el sentido, la utopía, el estímulo a la lucha por lograr una vida digna para ellos y la comunidad. No se trata de demagogia barata, se trata de hablar de Dios con el lenguaje bíblico. Dios es el que defiende la vida: el viviente y el vivificador. Quien se dirige a Él desde sus obras de muerte navega en una fatal ambigüedad.

Dios es promesa. El que escucha los gemidos del pueblo sufriente. Los que ríen y banquetean esperan que Dios mantenga la situación vigente. Los que lloran y comen migajas esperan en un Dios cuya voluntad apunta a un futuro mejor, que incita a la lucha por la dignidad. La palabra es la misma, pero la realidad, bien otra.

En fin, desde la experiencia de los desvalidos, la fe no es mera creencia en un Dios creador aséptico y neutral. Mucho menos en un Dios garante del orden vigente. En términos políticos: Dios no es conservador. Se da el caso que el Dios de Jesús tampoco lo era. Su Hijo murió en la cruz por cuestionar muchas evidencias, por solidarizarse con los de la cola. Realmente, existen palabras que todo el mundo pronuncia y que mantienen significados diversos según la situación en que uno se halla instalado.

Las perspectivas son muy distintas dependiendo del lugar y situación desde dónde uno observa la situación.

sábado, 4 de marzo de 2017

Derechos humanos, deberes humanos


Han hecho falta muchos siglos, muchas tragedias y violencias para que nuestros contemporáneos llegaran a asimilar que la esclavitud es del todo injustificable. Hoy en día suele aceptarse que la tortura es denigrante para quien la practica, que la libertad de expresión se reivindica muy legítimamente. Aunque ello no significa que en todas partes se pueda hablar sin cortapisas, ni que en muchas comisarías dejen de existir rincones sórdidos en los que se practica la tortura.

Del dicho al hecho continúa existiendo un gran trecho. El desprecio o, al menos, el recelo a otras razas perdura a lo largo y ancho de nuestro mundo. La esclavitud se presenta quizás bajo formas más sutiles, pero no menos trágicas para los que la sufren.

Mayores simpatías por los derechos humanos

A primera vista, en nuestro mundo, los derechos humanos suelen ser reconocidos teóricamente. Acerca de ellos circula mayor información, se analizan a conciencia determinadas situaciones, los juicios éticos por lo general afinan más la puntería. Crecen y se multiplican los grupos interesados en promoverlos y defenderlos.

Aumenta incluso el deseo de revertir y transformar estructuras que favorecen relaciones opresivas. Se busca el reconocimiento legal y efectivo de los derechos fundamentales del hombre. Algunas organizaciones de ámbito mundial han aportado su digna y loable contribución al particular. También la Declaración de los Derechos Humanos de 1948, el Consejo Ecuménico de las Iglesias, la encíclica Pacem in Terris, etc.

Un cristiano no debiera vacilar ante la importancia de los derechos humanos, ni dejar de actuar ante la urgencia de situaciones muy lamentables. Si el Antiguo Testamento reconoce que el ser humano es imagen de Dios, si el Nuevo Testamento afirma que es hijo de Dios… ¿A qué esperar? ¿Por qué dudar? Sin embargo, a la Iglesia le costó inicialmente mirar con simpatía el florecimiento de los derechos humanos, cuando debiera ser abanderada de esta causa. 

Derechos con sus correspondientes deberes

Dejemos el interrogante abierto, que muy matizadas debieran ser las respuestas. Interesa poner de relieve que a todo derecho le sigue su correlativo deber. Derecho y deber constituyen dos polos de una misma realidad. Evidentemente, los derechos del hombre no se proyectan indefinidamente, ni dejan de tener su contrapartida escrita en la columna paralela de los deberes.

Un ser humano que se moviera únicamente en la esfera de los derechos, se transformaría en un individuo engreído, en un tirano exigente e intolerante. Un ser humano al que se le sumergiera en un mar de deberes, sin la contrapartida de los derechos, acabaría destrozado bajo la presión de sus obligaciones.

Se explica que, tras una etapa en que se le han suprimido o recortado los derechos a un individuo o a una sociedad, reclame con urgencia la reivindicación de los mismos y hasta se exceda en sus reclamaciones. Lo mismo si hablamos de la familia, la sociedad o la Iglesia. De todos modos, una tal agresividad reivindicatoria fácilmente adquiere ribetes adolescentes que es bueno superar a la mayor brevedad posible.

Hace falta cultivar el tipo humano y cristiano que crezca por ambos polos, que propicie el desarrollo de ambas dimensiones. El ejercicio de los derechos, con sus correspondientes deberes, concurren para formar una personalidad madura.

Mentalidades parasitoides

Estos individuos que van por el mundo vociferando sus derechos al tiempo que no reparan en pisotear los del prójimo conforman una categoría del todo deleznable y antisocial. Son parásitos, egoístas, que absorben cuando pueden de su alrededor y, a cambio, no devuelven sino actitudes agrias y prepotentes.

Abundan tipos de esta calaña en la carretera: se les antoja que el pavimento es suyo y que están exentos de sujetarse a las normas de tráfico. Es fatal tenerlos como vecinos. El de al lado debe sufrir, a la hora que se les ocurra, la radio a todo volumen o sus perros ladradores. Es lamentable que uno se tope con ellos en la cola frente a la ventanilla: creen que quienes guardan la cola es por pusilanimidad y se cuelan con total desfachatez.

Cada uno tiene derecho a que le permitan expandirse en libertad y sin trabas. Es muy legítimo que nadie quiera un inquisidor al lado, mientras pasea por la ciudad u ojea la revista que le place. Pero también tiene el deber de no lastimar al prójimo ni traspasar sus márgenes de libertad. Como lo tiene de no perturbar la paz ciudadana

Exigir derechos y detestar deberes es síntoma de mentalidad inmadura, parasitoide. Junto con las operaciones elementales de la matemática y las normas básicas de ortografía, el niño, adolescente o joven deben mantener un contacto constante y familiar con los deberes que les asigna su condición de vecinos, de ciudadanos y de seres humanos. De otro modo la ciudad se transformará en una jungla. Y el darwinismo se impondrá como única ley posible.