El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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miércoles, 30 de diciembre de 2009

A un ciudadano quejumbroso al iniciar el año

Amigo que estás por iniciar la andadura del nuevo año: ¿no oyes el eco de las lamentaciones, gemidos y lloriqueos del año que quedó atrás? Han dejado una estela vasta y espaciosa como un barco reciente en aguas marinas.

Al parecer te cuentas entre los ciudadanos/as que contribuyeron a aumentar el caudal de comentarios pesimistas a lo largo de los doce últimos meses. Tanta negatividad le va robando el oxígeno a los pulmones y atenta seriamente contra el bienestar psicológico general. Te aconsejo que no pises el umbral del próximo año con los ojos llorosos y el rictus de amargura que llevas colgado en los labios. Nada ganarás con esta facha.

No inicies los próximos 365 días bajo el peso del desánimo. Porque acabaremos hablando todos en tono quejumbroso y doliente. Y no digo que las noticias no se correspondan a la realidad, ni que los comentarios negativos no tengan razón de existir. Digo que, a pesar de todo, hay que ponerle al mal tiempo buena cara.

De lo contrario, con los brazos caídos y el corazón desangelado, ¿de dónde sacaremos las fuerzas para seguir el camino? No nos quedará sino la escapada. Y no cambia sustancialmente el asunto que la huída sea en yola, o se trate de una fuga a la región del cinismo -nada vale la pena-. O se dé el caso de una migración hacia el propio interior, con ostensible desinterés de toda dimensión social.

Unos consejos oxigenantes.

Unos consejos, por si sirven, para asomar un rostro más risueño en la recién abierta ventana del año nuevo. Primero: no explicitar con pelos y señales los horrores de las propias enfermedades. Segundo: no mantenerse indefinidamente en el terreno de la lamentación. Tercero: no desconfiar por sistema de nuestros prójimos, suponiendo que nos defraudarán. Cuarto: recordar que el bien y la bondad tienen rasgos muy reales.

No deja de ser curioso. Uno entiende que se peque de inmodestia a la hora de relatar las propias conquistas intelectuales, las hazañas deportivas, y hasta las buenas cualidades culinarias. Pero ¿qué secreto placer cabe encontrar en atribuirse un nivel superior al del interlocutor en el ácido úrico de la sangre, o una úlcera más sangrante en el estómago? No vislumbro otra explicación, sino la de que cada uno presume de lo que puede.

Evidentemente, nuestros protagonistas no encuentran muchas más cosas de las que vanagloriarse. Hay jovenzuelos que se jactan de las habilidades adquiridas a la hora de hacer brincar su moto. Otros alardean del estentóreo volumen de su radio. Con igual coherencia hay quien saca a relucir -para hacerse valer ante el prójimo- su patrimonio de enfermedades y dolencias.

Sin duda que existen motivos reales, y no imaginarios -que también los hay- , para el lamento. Pero de ninguna manera cabe la postración definitiva. Como el perrito a quien le quebraron una pierna camina brincando con las otras tres, así el ser humano tiene que encontrar una salida. De acuerdo, quizás tenga que llorar. También existe un tiempo para las lágrimas. Pero luego debe recurrir de nuevo a sus dos manos para seguir luchando, a su fortaleza almacenada para seguir esperando, a su corazón para seguir amando. Todo menos la amargura, la desesperación, el grito estéril dirigido a las nubes.

La dictadura de la noticia.

Los apuñalamientos, los robos, las violaciones y las huelgas son muy reales, pero, aún así, los hechos positivos abundan en mayor medida, si bien no acaparan la atención como los de signo contrario. No resultan tan apetitosos para las papilas del periodista al que, por otra parte, tampoco hay que condenar, dado que cumple con su deber. ¿Quién seguiría comprando el periódico si éste nos contara simplemente que un sinnúmero de mamás aman cordialmente a sus hijos y que hay peatones que les regalan unas monedas a los mendigos?

Lamentablemente, suelen ser más noticiosos los sucesos embadurnados de sangre o contaminados de corrupción. De ahí que en la televisión, en la radio y los periódicos se hallen más insultos que alabanzas. Más adulaciones que elogios sinceros. Más iniciativas de corrupción que de construcción.

Amigo lector que inicias el nuevo año, no permitas que se te estraguen las papilas gustativas. No abones el terreno con más lamentaciones. Son suficientes las que nos toca oír día a día. Es indudable que suceden hechos positivos. Abre los ojos y obsérvalos. Te oxigenarán la mente, lo cual -a su vez- ayudará a sanear el medio ambiente.

Acabo. Cuando te pregunten cómo te encuentras, limítate a esbozar una sonrisa, caso que no puedas hablar en positivo. No inicies una retahíla de lamentos. No aproveches la oportunidad para describir con pelos y señales los horrores de tus enfermedades. Entre otras cosas, porque no era la intención del interlocutor escuchar al detalle tus patologías físicas, ni tus problemas con la gente del entorno. Tu interlocutor, simplemente, te dirigió un saludo. Te preguntó cómo te iba, de igual manera que te pudo haber dado un silencioso apretón de manos.

Me despido con el deseo de que no aumenten tus enfermedades ni se multipliquen tus lamentos en el año que acabamos de iniciar. Un abrazo.

domingo, 20 de diciembre de 2009

Un gozoso centenario


Se cumplen hoy, día 20 de diciembre, 100 años de la muerte del P. Joaquín Rosselló que puso en pie el Instituto al que pertenezco. Como homenaje a su persona y a su obra, y para algún amigo lector que esté menos al corriente del asunto, voy a resumir muy brevemente su biografía.

Hacia mitad del siglo XIX Mallorca era conocida como la isla de la calma. No eran imaginables las complejas condiciones de vida que, andando los años, originaría el turismo masivo. Los mallorquines andaban por entonces más bien huérfanos de inquietudes culturales, artísticas y religiosas. Joaquín Rosselló i Ferrá llenaría un notable hueco en las apatías espirituales de la isla.

El niño y adolescente Joaquim vivía prendado del silencio y la penumbra que le propiciaban una rica experiencia de Dios. Raros anhelos para un niño, aunque un anticipo de los caminos que andaría a lo largo de su vida. Ya adolescente, le costaba ponerle fin a la oración para iniciar los estudios. Pero sabía muy bien sus obligaciones. Por lo demás, alternaba sin mayores complicaciones la contemplación con la acción. Con facilidad se rodeaba de compañeros con los cuales profundizar experiencias de fe. De seminarista y de sacerdote mantendría la misma capacidad para congregar a los jóvenes y contagiarles sus afanes.

Como una piedrecita tallada para el muro, él estaba cortado a la medida del ministerio sacerdotal. Jamás dudó de su vocación. Y de labios del jesuita Trigueros recogió una frase que repetía con frecuencia: hay que prender fuego en los corazones. El camino hacia el sacerdocio presentaba escollos. Ante la escasez de medios económicos, trabajó en oficios manuales. Luego le ayudaron los protectores de su familia, los Gual de Torrella. Estudió como alumno externo del seminario. A los 25 años fue ordenado de presbítero.

Deseoso de irradiar la causa cristiana

A lo largo de su ministerio irradió con intensidad su fuego interior: cuaresmas, triduos, cuarenta horas… Toda circunstancia que le permitiera convencer y animar a sus contemporáneos la aprovechaba con avidez. Jamás rechazaba la invitación a subirse a un púlpito o dirigir la palabra a un grupo de fieles. Hasta la prensa del momento daba fe de sus correrías apostólicas.

El P. Joaquim Rosselló desdeñó las cruzadas integristas, tan propias de la época, prestas a incendiar la convivencia con mezclas explosivas de sentimientos religiosos y políticos. No era hombre de ideas avanzadas, ciertamente, pero tampoco se permitía pisar la raya de la cordura. Gustaba de predicar los versículos del magnificat: derriba a los poderosos de sus tronos. Atacaba la ceguera de los ricos. Su vivencia personal de la pobreza otorgaba la máxima credibilidad a las palabras que pronunciaba.

Tanto o más que en la predicación descolló el P. Joaquim en la dirección espiritual. Su porte reservado, pero amistoso, invitaba a la confianza y a la confidencia. Se dedicó en cuerpo y alma a esta misión, de modo particular entre presbíteros y seminaristas. Incontables fueron las horas que pasó en el confesionario, donde hacían cola laicos y clérigos para escuchar sus palabras firmes, a la vez que comprensivas. Jamás habría osado rebajar los principios, pero sí se comportaba con gran delicadeza en los modales.

Contemplativo sin reticencias

El P. Joaquim Rosselló andaba deseoso de contemplar las maravillas de Dios en la naturaleza, de saborear la gracia cristiana en el corazón y de rumiar los tesoros del patrimonio litúrgico. No menos ansiaba espacios para la oración mental y la reflexión distendida. Más de una vez pensó seriamente en ingresar a una Orden contemplativa. Por largos años se lo impidieron las atenciones que debía prodigar a su madre.

Una vez fallecida su progenitora decidió dar el paso. Sin embargo, el obispo contaba con él para la restauración del clero diocesano. Aconteció un firme forcejeo. El P. Joaquim se retiraría a la ermita -de gratos recuerdos lulianos- situada en la montaña de Sant Honorat (Mallorca). Allá gozaría de silencio y de paisajes adecuados para nutrir sus ansias contemplativas. A cambio se le encomendaba la renovación del clero a través de ejercicios espirituales, predicaciones y diálogos personalizados. E incluso tendría que bajar al llano para proseguir el ministerio de las misiones populares que tan a fondo conocía.

La empresa renovadora que se proponía el Obispo, Jacinto María Cervera, necesitaba de alguna institución como garantía de solidez y duración. A la postre el mismo P. Joaquim acabaría fundando una Congregación el 17 de agosto de 1890. Le otorgó el título de Misioneros de los Sagrados Corazones y una espiritualidad a la que había dedicado ya muchas energías en los años precedentes. Recordó entonces que su acompañante, Hno. Trigueros, le había vaticinado el acontecimiento.

Pero el gozo de la contemplación que invadía al reciente fundador se derrumbó en el pozo de la decepción cuando, antes de cumplirse el año, el obispo -hombre más impulsivo que planificador- contaba con el P. Rosselló para menesteres que consideraba de mayor urgencia. Ahora le instaba a dirigir el santuario de Lluc. Una institución de raíces ancestrales que había derivado en lugar de francachelas lejos de los ojos familiares. Había que reformar el lugar, a la vez que poner punto final a los desfalcos administrativos.

Tras diez largos años de priorato, el P. Rosselló tuvo que enfrentarse a la desamortización de los bienes del santuario lucano. Ello le turbó intensificando su diabetes y acelerando su muerte. Envejecido y apenado, tras escribir sus recuerdos biográficos y fundacionales, se retiró a la Casa de La Real. Murió apaciblemente el 20 de diciembre del año 1909. Sus restos fueron depositados en el cementerio de Palma y posteriormente trasladados a la Iglesia de los Sagrados Corazones de la misma ciudad. Una lápida rescata la expresión de Mossèn Alcover, personalidad diocesana de gran envergadura: El Siervo de Dios Joaquim Rosselló i Ferrá, columna y antorcha de la Iglesia de Mallorca.

En un próximo artículo -ya en el 2010- comentaré desde un punto de vista más personal su figura y su obra.