El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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sábado, 24 de diciembre de 2011

Navidad en compañía del asno y del buey

Se atribuye a S. Francisco de Asís la representación primera del nacimiento de Jesús. La tradición del Belén o pesebre (que así se llama según el lugar) viene, pues, de lejos. Desde estos tiempos lejanos hay memoria de que el buey y el asno -año tras año- se presentan a todas las citas. Es curioso, sin embargo, que de ninguno de ambos animales da fe el evangelio de la infancia de Lucas. Y menos los de los otros evangelistas que ni siquiera hablan de cuevas, establos o pesebres.

¿A qué viene, pues, la escena? Tiene su razón de ser por cuanto desde los primeros tiempos cristianos se citó al Profeta que dice: Conoce el buey a su dueño y el asno el pesebre de su amo. Pero Israel no conoce, mi pueblo no discierne (Is 1, 3). Se trata de una constatación que puede traducirse así: muchos seres humanos son incapaces de reconocer a su Señor como Mesías, pero el buey y el asno sí distinguen al Creador en el niño del pesebre. Se trata de un simbolismo, de una metáfora, claro está, pero que tiene su atractivo y no deja de interpelar a quien se acerca a la cueva.

Sigamos, pues, con la metáfora, ya que otros la iniciaron. Los animales tienen olfato para Jesucristo, mientras que las personas humanas andan como perplejas y ofuscadas ante el misterio. O quizás sucede que se afanan tanto en lo que se les antoja inaplazable que no les alcanza el tiempo para lo que es realmente importante. Existe el peligro de volverse ciego y perder el olfato ante el rostro de Jesús. Lo podemos comprobar a cada paso en nuestra sociedad. Mucha gente camina desorientada. Tienen hambre de misterio, el instinto les empuja a otear la trascendencia, pero sólo se les ocurre buscarla en rincones exóticos o esotéricos.

Los tales no saben aplicar el sentido del olfato cuando levantan la cabeza en vertical, la dirección que indica el camino hacia Dios. Y la confusión es total cuando se trata de reconocer a los que deambulan con el corazón traspasado por las muchas lanzas que enristra la miseria, la desesperación y el derroche de sus contemporáneos. Pasan por delante sin verles.

En época navideña es justo prestar un poco más de atención a las razones del corazón. Las pulsiones y los instintos profundos de la naturaleza humana seguramente comprenden mejor la fiesta que supone la venida de un Niño a nuestro mundo. Un Niño que puede enseñarnos el camino hacia otro modo de vivir menos egoísta y rutinario. Un Niño capaz de darnos una mano para sacarnos del pozo de la inconsciencia y la autosatisfacción. 

Hay que atender a las razones del corazón porque, de lo contrario, la cabeza se erige en portavoz del entero ser humano y esgrime mil argumentos para demostrar que un Niño impotente, nacido en un oscuro rincón del planeta, nunca va a salvar a nadie. La cabeza tiene muchos mecanismos de defensa para llegar a creer que las cosas andan razonablemente bien e impermeabilizarse para todo lo que suene a Redención o Salvación. 

¿Con que fin esperar a Alguien -como pretende el Adviento- si nada me va a aportar? Sin duda, con las razones del corazón resultará más fácil alojar al Niño y a su Madre en el propio interior ya que no hay sitio para ellos en otros albergues.

Decía S. Antonio María Claret, con un punto de ingenuidad y con la retórica sentimentaloide del siglo XIX: con el vaho o aliento de afectos de amor de Dios hay que calentar al Niño Jesús, que está tiritando de frío”… “la comunidad ha de imitar al buey por su paciencia, constancia y amor al trabajo”.

Como se ve, la metáfora da mucho juego y puede alargarse sin peligros, si se atiende más al corazón que a la cabeza. El buey y el asno calentaron con su aliento al recién nacido, aterido de frío… El cristiano consciente también debiera ser alguien que nutre y calienta cuanto hay de valioso a su alrededor. Y valiosas son todas aquellas semillas de mayor sinceridad y sensibilidad que encuentran obstáculos para su nacimiento: una Iglesia más cercana y menos encopetada, una sintonía mayor con nuestros contemporáneos, una mayor valoración del papel de la mujer, un fuerte deseo de que no se instalen diversas medidas a la hora de administrar la justicia…

En los evangelios hay personajes que se constituyen en ejemplos intachables para saber cómo actuar. Basta recordar a S. José, la Virgen, los pastores, Simeón, a Nicodemo… También los hay que son claros ejemplos de comportamientos a evitar: Herodes, Pilatos, Judas, Salomé… Digamos que hay un asno y un buey que no menos sirven para indicar el camino a seguir. 

En Navidad no pueden censurarse estas imágenes y las ingenuas reflexiones que provocan. Pues en esta época se permite estirar las metáforas como un chicle y escuchar cómo palpitan las razones del corazón. No es difícil observarlo: ahí están, en un rincón de la sala, los abuelos y nietos rodeados de musgos y figuritas de barro. Parecen haberse desconectado del ambiente rutinario de siempre y se diría que viven un éxtasis a escala infantil. Por cierto, entre las figuras no falta un buey y una mula. O quizás no se trata de una mula, sino de un asno. No se distingue bien y, a fin de cuentas, para lo que interesa, da igual.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Un paisaje con emociones


Reconozco con una pizca de vergüenza que hasta bien entrado en años no valoré las bellezas del paisaje ni aprecié la hermosura de la naturaleza. Afortunadamente ahora vivo en un entorno privilegiado donde la belleza agreste se esparce sin moderación y trato de recuperar el tiempo perdido.

Aunque nunca he cultivado el género paisajístico, voy a intentar un artículo de esta índole con el propósito de redimir mis faltas. Pido de antemano la comprensión del lector por si el resultado se le antoja exiguo.

El caminante recorre la senda mientras sus ojos contemplan el paisaje que rodea el santuario de Lluc, en la sierra norte de Mallorca. Las posibilidades de elegir uno u otro camino son varias, las que los siglos han ido aparejando para desplazarse hasta las poblaciones cercanas o adentrarse en algún lugar más sugestivo del bosque. Caminos pedregosos, escoltados por robles y encinas, tutelados por enormes peñascos que asoman desde las alturas.

Los infinitos pasos que los caminantes de pasadas generaciones anduvieron en la superficie del camino han contribuido a que los posos de los ancestros -sus penas y sus gozos, sus llantos y sus risas- se hayan depositado junto a las piedras del camino. Con lo cual la vereda adquiere una mayor solera.

Un profundo silencio se apodera de los atajos del lugar cuando el sol se esconde detrás de las montañas. Un silencio intenso y profundo como no es posible percibirlo en la ciudad. Una quietud muda que parece detener el transcurrir del tiempo. Acudiendo a la metáfora grandilocuente cabría decir que la tierra detiene su doble afán giratorio para no importunar al viandante.

Huérfano de sol, el paisaje difumina gradualmente las siluetas de los montes. Poco a poco su ciclópea masa se desvanece y hay que esforzarse para adivinar el perfil de la montaña. Hasta que la noche traga completamente el panorama.   

En las horas diurnas los bosques de robles y encinas apenas dejan pasar los rayos del sol. Sobre todo en invierno, la humedad se torna viscosa al acoplarse con el musgo. La vista se derrama por los amplios espacios umbrosos.

A lo largo de la senda enormes peñascos de color grisáceo desafían la ley de la gravedad. Cuando el caminante levanta la vista los localiza encima de su cabeza y no logra reprimir el vago temor de que pudiera quedar atrapado bajo toneladas de materia inerte a poco que el agua y la intemperie sigan erosionando la naturaleza.   

El paisaje muestra un surtido de rocas de todos los tamaños y formas. El espectador dibuja en su fantasía un boceto de camello, de tortuga o cualquier otro animal. Las numerosas estrías son producto de las aguas que, a lo largo de los milenios, han ido desgastando la piedra. Han sido cinceladas por este laborioso e infatigable escultor.  

Los peñascos enhiestos provocan al caminante. Le recuerdan, sin necesidad de palabras, su modestísimo lugar en la naturaleza. Una pobre hormiguita que no da la talla frente a las rocas gigantescas. Y ya iniciada la lección, las rocas, las encinas, el cielo dilatado hasta el infinito aprovechan para meter baza y hacer gala de su poderío.  

El paisaje incluye también las nubes: cúmulos, cirros, estratos... Arriba, en el firmamento azulado, se exhiben numerosas gasas fabricadas con vapor de agua. Van y vienen, se forman y transforman. Los colores no faltan a la cita: según la estación y la luminosidad del día, el cielo se torna azul trasparente o quizás aparecen pinceladas difusas color violeta. Tal vez un rojo intenso se apodera de pronto de la bóveda celeste.
No lejos de los caminos la carretera asfaltada zigzaguea por las laderas de la montaña. Son las venas de la naturaleza mallorquina ya domesticada por los humanos. Y, allá en el fondo, las siluetas imponentes de la cordillera. Una serie de montañas habitadas a lo largo del tiempo por numerosas generaciones. Se las han arreglado para adaptarse a la lluvia, al frío y al calor. Han puesto en pie las construcciones que requería el medio. Han inventado hábitos y costumbres, han suscitado modos de convivencia y creado una peculiar gastronomía.

Por los suelos de los caminos abundan las bellotas. Semillas frágiles, árboles en potencia. Los cerdos de antaño daban buena cuenta de ellas. Unos balidos recuerdan que también forman parte integrante del paisaje las ovejas y cabras que mordisquean entre matorrales.  

A no olvidar los aromas selváticos que envuelven al caminante ni las abundantes tonalidades de verde que se extienden por las laderas. Es posible que inesperadamente el espectador perciba una cuerda por la que se desliza un jovenzuelo amigo de la aventura arriesgada. Se dispone a acariciar con los dedos de la mano el rostro del peligro mientras desplaza su cuerpo por entre los peñascos.   

Desde las cimas de los montes se divisan valles magníficos que se parcelan en cultivos de diversos colores. En tanto la ladera no alcanza el valle, unas murallas de piedra viva impiden que la tierra se deslice y eche a perder la cosecha de la aceituna. Es la obra de unos campesinos que, años atrás, trabajaron con tesón y sudor para levantar los extensos parapetos que impiden el deslizamiento de las tierras. Se hacía preciso salvaguardar los olivos de troncos retorcidos y añosos, de una singular belleza.  
La belleza del paisaje estimula la experiencia de la trascendencia.

domingo, 4 de diciembre de 2011

Sin esperanza se evapora la vida


En la entrada anterior hacía unas consideraciones sobre la esperanza en tiempos de desaliento e indiferencia. Decía también que el desencanto de la postmodernidad, el cansancio de la esperanza, no ha de considerarse tanto como un espacio en el cual inculturarse, sino más bien como una hora baja de la humanidad que es preciso superar.

Esto es así porque Jesús luchó por una causa y se obstinó en alcanzarla no obstante los escollos que halló en el camino. Su causa fue el Reino de Dios. Si alguna palabra sabemos con total certeza que salió de sus labios, ésta es Reino de Dios. Una palabra que fue a la vez su pasión, su eje y su norte. Por ella tomó todos los riesgos y acabó en la cruz. 

Jesús fue hombre de esperanza, con una opción fundamental -por decirlo con palabras más actuales- centrada en la construcción del Reino. La opción fundamental no es algo periférico o accidental, sino que se instala en el centro más genuino de la persona. 

Hacia el Reino de Dios se avanza transformando la sociedad que nos ha tocado en suerte. La tierra es el único camino que tenemos para ir al cielo. Sólo podemos construir el Reino en el interior de la historia. De ahí que el cristiano deba ser contemplativo y activo a la vez. Contemplativo para engendrar esperanza. Activo para fermentar la masa de nuestra sociedad. 

Un cristianismo sin esperanza y sin utopía resulta impensable. Ya no se correspondería con el seguimiento del apasionado que fue Jesús de Nazaret. Y cuando más se necesita de la esperanza es justamente en las horas bajas de la humanidad, como la que estamos transitando. 

Esperanza a toda prueba

Muchas esperanzas han muerto porque no eran sino expectativas disfrazadas del color de la esperanza. La verdadera esperanza es la que no tiene agarradero alguno en la evidencia, ni en la ciencia, ni en la certeza humana. Nos apoyamos en la pura fe. Nos sostenemos en la roca de Dios, que esto afirmamos al decir Amén. Jesucristo es el único sí que no falla. El Señor es el buen Pastor que no abandona a sus ovejas aunque caminen por valles de tinieblas. 

Esta esperanza, elaborada a base de fe y amor se constituye en hilo conductor de la espiritualidad en la noche oscura que atravesamos. Dadas las circunstancias que nos toca vivir el papel del cristiano debe consistir en el testimonio de la inconformidad y el propósito de no claudicar. 

Si tuvieran razón quienes argumentan que las utopías han fracasado y que ya no es posible una convivencia más humana, entonces Dios mismo habría fracasado, juntamente con el proyecto de Jesús. Y, por supuesto, la humanidad entera. 

No sabemos cómo ni cuándo. Quizás nos toque en suerte caminar como Moisés sabiendo que no entraremos en la tierra prometida. O también puede suceder que de pronto surja una luz inesperada. En todo caso no nos resignamos a dar por acabada la historia, como algunos se empeñan en predicar. Como si nada hubiera que esperar porque sólo va a darse más de lo mismo. 

Sin la esperanza todo se torna rutinario y anodino. Se anuncia a Dios sin entusiasmo, se exhorta a una conversión desprovista de alegría. Y es que la Buena Noticia sólo se contagia si antes es experimentada a fondo. La gente lo nota. Sin esperanza lo echamos todo a perder.


• Sin esperanza Jesucristo permanece al nivel de los personajes del pasado. Velamos a un muerto, diría Nietzsche con su cáustica literatura.


• Sin esperanza el evangelio se queda en letra muerta, equiparable a otros extraordinarios libros del pasado.


• Sin esperanza la Iglesia no va más allá de una mera organización con mucha burocracia sobre sus espaldas. Registros, contabilidad, reuniones…


• Sin esperanza el trabajo pastoral se convierte en una actividad profesional paralela a la del funcionario.


• Sin esperanza la evangelización equivale a propaganda religiosa.


• Sin esperanza la acción caritativa se queda en eficiente servicio social, lo cual es de agradecer, claro está.


• Sin esperanza la liturgia se congela y desemboca en un ridículo exhibicionismo.


• Sin esperanza los carismas se reducen a loables cualidades humanas.


• Sin esperanza las actividades pastorales están sujetas a las probabilidades del cálculo, como acontece con las actividades comerciales.


• Sin esperanza la catequesis no es más que adoctrinamiento y acumulación de informaciones.

Para que nuestra esperanza resulte más eficiente y fructífera, he aquí una cita del obispo Helder Camara, de grata memoria: cuando alguien sueña en solitario lo soñado se queda en sueños. Cuando todos soñamos al unísono, entones el sueño se hace realidad.

jueves, 24 de noviembre de 2011

Adviento: esperanza para tiempos desesperanzados


El vocablo más afín al adviento es el de la esperanza. No me propongo elaborar una homilía, pues este blog apunta hacia otros objetivos. Pero los lectores permitirán unas palabras de reflexión que tienen que ver con el tiempo litúrgico del adviento en tiempos de desesperanza.
Nos encontramos en tiempos difíciles para ilusionar al personal. Hablar de utopías y de transformación social a algunos se les antoja un discurso pasado de moda, si es que no ridículo. Muchos factores parecen darse cita para dificultar la utopía y la esperanza...
El socialismo real ha fracasado desde hace años. El capitalismo está enormemente cuestionado en estos momentos. Y el clamor de los indignados contra banqueros y políticos -de derechas como de izquierdas- es elocuente en este sentido.
Parece que la posibilidad de cambiar el mundo con vistas a una mayor igualdad y fraternidad, se ha disipado. Los ideales de los años '60 se han vuelto obsoletos. Los tiempos han cambiado. ¿No nos queda más que la desesperanza y el lamento?
El perfil de los desesperanzados
Antes de aproximarnos a la respuesta (que trataré de esbozar en la próxima entrada) digamos que, desde luego, cargamos con una mochila repleta de desesperanza y decepción. Basta con echar un vistazo al perfil del postmoderno que, a grades rasgos, podríamos calificar como sigue:
Hombre light. La comparación ya es vieja. Así como en la alimentación se buscan alimentos sin calorías, sin grasas, sin cafeína, etc., de igual manera el hombre de nuestra sociedad rebaja sus expectativas y sus compromisos.
Se interesa por muchas cosas, pero de manera epidérmica. Va de un asunto a otro. Un símbolo de esto, los clips de la TV: escenas, planos, decorados que cambian constantemente. Es un individuo que todo lo trivializa y ni siquiera tiene criterios para saber qué es importante y qué no lo es.
Sabe de una tradición de desengaños y de fracasos de ideologías. Ahora ya no quiere ilusionar más. No tiene certezas ni convicciones. Sí dispone de mucha información, pero esto no le ayuda a ser más sabio, sino en todo caso más culto.
Hombre hedonista. Cuando hay poco que esperar, lo mejor es disfrutar del presente. La vida es placer y si no, no es vida. Lo más fácil, la comodidad atrae irresistiblemente. Hay resistencia a aceptar normas. Es bueno lo que apetece y malo, lo que desagrada.
Espectador pasivo. La pasividad es una de las características del hombre de hoy. Espectador que no se compromete. No se mueve por metas u objetivos, sino que es movido, empujado por otros, por la publicidad. Consume con avidez todo tipo de productos y vivencias. Pero tanta velocidad no le lleva a ningún sitio. No tiene otro objetivo que el de saciar sus caprichos del instante, sin proponérselo se uno a medio o largo plazo.
Por eso no va con él eso de cargar con responsabilidades. Es un individuo masificado, productor, consumidor ... Su humus es el ocio, su mente está configurada por la TV. Incapaz de pensar sin la muleta de los tópicos del momento. Sus respuestas emocionales son totalmente previsibles. Se comporta con buena educación, pero su actitud y sus palabras suenan a hueco.
Buscador de seguridad. Ante la crisis, el individuo busca seguridad. No deja de ser un instinto muy humano. La sociedad del malestar amenaza a satisfechos: los sin trabajo, los inmigrantes... Es normal que los marginados quieran sobrevivir y alguno de ellos recurra al robo ya la violencia. Respuesta: más seguridad, más policía, menos inmigración. De aquí al racismo, la xenofobia, el conservadurismo… todo menos ponerse en el lugar del que sufre. Más bien se mira al otro como competidor y enemigo de quien hay que protegerse.
Imposible un cristianismo postmoderno
Hay quien argumenta de este modo: nos hallamos en un mundo y una cultura posmodernos, que ha dejado de creer en utopías, tradiciones e instituciones. Hay que ser realista y reconocer que nuestra sociedad ha llegado, como se ha dicho, al final de la historia. Sólo acontecerá más de lo mismo. Si el cristianismo alega que quiere encarnarse en cada cultura, debe también encarnarse en esta cultura posmoderna ...
Sin embargo este argumento es una falacia. La renuncia a grandes visiones globales, el desistir en la tarea de transformar el mundo, el refugio en la isla de mi vida (el fragmento) renunciando a toda esperanza de cambio... no es una forma cultural como cualquier otra. Si lo fuera, habría que considerarla un signo de los tiempos y en consecuencia, respetarla e incluso inculturar el cristianismo en ella.
Los elementos posmodernos mencionados no proceden de raíces auténticamente humanas/humanizantes, ni mucho menos cristianas. La inculturación  del cristianismo en la postmodernidad no es posible. Hay que saber cómo acercarse al hombre posmoderno, pero no asimilar a su forma de ser.
Renunciar a la visión global, a la pretensión de transformar el mundo, el compromiso histórico, preferir el placer fácil al esfuerzo y al compromiso, disfrutar el presente desentendiéndose del futuro... no es compatible con los fundamentos del evangelio.
Jesús nunca se hubiera acomodado a la posmodernidad, pues en resumidas cuentas no es sino el desencanto de la modernidad, el cansancio de la esperanza, una hora baja de la humanidad, deprimida por las muchas decepciones sufridas. Un seguidor de Jesús no puede dejarse abatir por esta hora de cansancio.
Seguiremos en la próxima entrada. Bienvenidos al adviento.

lunes, 14 de noviembre de 2011

La experiencia del duelo


Noviembre se asocia a la memoria de los difuntos en el ámbito cristiano. No estarán, pues, fuera de lugar unas consideraciones sobre el duelo. Un tema que, como el de la muerte, se va arrinconando porque la pauta tácita exige actuar como si aquí no hubiera pasado nada. Un tema que, por supuesto, va muchísimo más allá del vestido negro de marras.

Declaro de antemano no poseer ningún conocimiento especial acerca de este asunto. Simplemente me propongo amalgamar algunas experiencias que me ha tocado vivir, sobre todo en el desarrollo del ministerio. Y me ayudaré también -una vez digerida la enseñanza- de las consideraciones de los expertos. 

El vocablo duelo, si nos retrotraemos a su etimología de procedencia griega, significa combate entre dos. Se me antoja bien elegida la palabra, pues en efecto se desarrolla un combate entre dos. Por una parte preciso es desvincularse del sujeto irremediablemente perdido. Imposible llevarlo a cuestas, aunque sea metafóricamente. Por la otra la impresión positiva cuya huella deja el difunto en las amistades y allegados debe ser incorporada a la personalidad de quien le sobrevive, formar parte de su identidad.    

El duelo cumple una función de carácter psíquico. Aligera la mente de los recuerdos asociados a quien desapareció del mundo de los vivos a fin de poder caminar sin agobios. Pero, a la vez, los incorpora -ya como destilados- a su propia identidad con el fin de que no se pierda lo mejor de la amistad, la cercanía y la intimidad vividas conjuntamente.   

La variedad del duelo
Es sabido que los rituales y ceremonias del duelo adquieren diversos aspectos según lugares y culturas. En la actualidad las opiniones acerca de cómo llevarlo a cabo se han vuelto muy elásticas. Quien considera una obligación sacrosanta organizar un velorio en torno al finado, quien decide obviarlo juntamente con todos los ritos anejos: visitar la tumba, celebrar exequias, vestir determinadas prendas…

Las discrepancias no son menores a la hora de decidir si los niños deben contemplar la figura del difunto o resulta más favorable para su vida emocional escamotearles la estampa.  

He asistido a escenas que personalmente considero fuera de lugar. Me ha sucedido al entrar en contacto con grupos evangélicos de Puerto Rico. Venía a decir el predicador, o el feligrés más osado, con mímica categórica –digno de exhibir en momento más oportuno- que usted no debe entristecerse, sino más bien alegrarse. Su ser querido está gozando con Cristo. Hay que cantar y reír. Y le reprendía por su tristeza. 

No, no es aconsejable forzar tales situaciones. La esperanza en el más allá, la confianza en la felicidad del difunto no impide una real tristeza por su partida del mundo de los vivos. Disimularlo o hacer como si no fuera así, lo único que consigue es violentar los sentimientos o sencillamente caer de bruces en la hipocresía. 

Otro momento que requiere el mayor tacto es el que se produce al dirigir unas palabras a los allegados. Importa acompañar y consolar con la presencia física. Un cálido apretón de manos o un abrazo sincero resultará más apropiado que cualquier discurso. En los momentos trascendentales, como el de la muerte, las palabras suenan  a hueco más que nunca. Si el acompañante no dice nada, o dice muy poco, probablemente se lo agradecerán.   

Duelo normal y duelo patológico
Bueno será animar a la persona en duelo los primeros días posteriores a la muerte para que no se deprima. Debe descansar, comer, tratar de normalizar su vida. En ocasiones el dolor conduce a reacciones y actitudes extrañas o dañinas, tales como recurrir al alcohol, al tabaco o a los ansiolíticos de forma compulsiva. 

En cambio no parece haber motivo para impedir que el afectado por la muerte de un ser querido recuerde a quien se fue. Que llore también cuanto desee. Resultaría muy inoportuno, por otra parte, que en tales circunstancias a alguien se le ocurriera reprender o adoptar un discurso magisterial.  

En ocasiones el duelo puede adquirir -según he escuchado de bocas expertas- rasgos patológicos. En un extremo hay a quien le da por negar la realidad. Aquí no ha pasado nada. En el otro los hay quienes -profundamente afectados por el acontecimiento-  muestran síntomas preocupantes en su comportamiento: ritos, pensamientos y discursos extraños. Puede adueñarse de ellos, en casos graves, el delirio místico o quizás el deseo de vivir en el cementerio, de no querer descansar...

Entre los imponderables que pueden acontecer en las situaciones que nos ocupan está el hecho de que el cuerpo del fallecido no aparezca. En tal caso no es raro que el duelo se prolongue indefinidamente. ¿No sucede algo, por ejemplo, así en los miles de personas que perdieron algún familiar durante la dictadura argentina? Tienen a quien llorar y despedir, pero no saben dónde llorar ni donde rezar, pues que desearían hacerlo frente al cuerpo del finado. 

El duelo es un proceso por el que hay que pasar. El sobreviviente debe hacer frente a la vida sin angustias ni agobios excesivos. De ahí la necesidad de desvincularse de quien se fue. Sin embargo, es muy justo que la relación establecida a lo largo de años, quizás de contenido muy cordial, sea incorporada a la propia personalidad. Tal es el objetivo que persigue el duelo y de esta manera consigue los beneficios que le son propios. 

viernes, 4 de noviembre de 2011

De obispos y elecciones


Estamos en época de elecciones. Como suele ser habitual, también los obispos  meten baza. El objetivo consiste en iluminar el quehacer cristiano en un entramado de intereses partidistas contrapuestos y desbocados.    

Digo muy sinceramente que me agradaría coincidir con las indicaciones que hizo públicas la Conferencia Episcopal Española y que, a través de los obispos diocesanos, se exhortó leer en todas las misas del pasado fin de semana. Más aún, me duele que las críticas estén tan a la orden del día. Damos una imagen de Iglesia dividida. 

Justo es reconocer que en ocasiones hay quien se excede en sus diatribas a la jerarquía. Me refiero a los fieles que están dentro de la Iglesia. No debiera convertirse en una especie de deporte eso de abonarse a la crítica episcopal. En cuanto a los que están fuera del ámbito eclesial y/o visceralmente militan en contra no hace falta calificar lo que dicen o en ocasiones vomitan.  

La ambigüedad del silencio
A pesar de todo me animo a plasmar unas palabras acerca de la carta en cuestión. Después de todo, desde los tiempos de los SS. Padres se escuchan voces animando a hablar con libertad a los miembros de la Iglesia. La verdad os hará libres, escribió el evangelista S. Juan. Y, desde luego, no se identifica quien más calla con quien más ama a la Iglesia.  El silencio es tremendamente ambiguo. Cubre un amplio abanico que va desde el desinterés hasta el desprecio. 

Voy a tratar de expresarme casi telegráficamente sobre algunos puntos de la carta. En primer lugar los obispos afirman que no imponen a la sociedad un derecho que proceda de la Revelación. Se comprende: numerosos ciudadanos no comparten la tal Revelación. Si esta consideración estuviera más a flor de piel, nos ahorraríamos agrias polémicas con los ciudadanos no creyentes. 

Con toda lógica dicen los señores mitrados que se reconoce la legitimidad moral de los nacionalismos que desean una nueva configuración de la unidad del Estado. Pero contra toda lógica  el lector lee a continuación las siguientes líneas: Es necesario tutelar el bien común de la nación española en su conjunto, evitando los riesgos de manipulación de la verdad histórica y de la opinión pública por causa de pretensiones separatistas… 

¿Cómo quedamos? Es legítimo el nacionalismo que aspira a la independencia, pero hay que tutelar la unidad de la nación española en su conjunto… Y añaden los jerarcas que las pretensiones separatistas pueden manipular la verdad histórica. ¿No pudiera suceder también al revés como se constata con frecuencia? Temo que los fieles salgan más desconcertados que iluminados tras tales afirmaciones. 

El escrito se refiere a la grave crisis económica actual. Es de alabar la referencia. Pero cuando casi cinco millones de personas sufren la humillación y el sufrimiento del paro, parece que el énfasis debería ser mayor. Y la oportunidad era pintiparada para fustigar algunos defectos causantes de la situación, tales como el fraude fiscal, la fuga de las grandes fortunas, los sueldos obscenos de ciertos banqueros y políticos... Una alusión a las hipotecas impagadas que echan a la gente a la calle tampoco habría sido inoportuna.

En la carta hacen su aparición algunos temas que ya se han convertido en habituales. Rechazo del aborto, la eutanasia, el matrimonio homosexual, la obligatoriedad de la clase de religión… Tengan por cierto los señores obispos que los fieles saben muy bien lo que piensan acerca de tales asuntos. Y la rutinaria repetición de la letanía más bien engendra cansancio y fastidio. 

El escollo del partidismo
Los comentarios que he leído acerca del escrito afirman, por lo general, que el conjunto desprende un tufillo de partidismo político. La mención a las iniciativas libres en cuestión de economía, la unidad de España, el aborto, la homosexualidad, la religión en la escuela... 

Posiblemente consideran los altos eclesiásticos que el PP es preferible para gestionar estos asuntos. Sin embargo, les aseguro que sus abanderados no anularán la ley del divorcio ni la del matrimonio/unión homosexual. Y se hace muy cuesta arriba creer que mostrarán una mayor preocupación por los marginados de la sociedad. El personal que maneja los bancos y los centros de poder económico suelen hacer migas con el citado partido. Entonces…

El terrorismo no escapa al juicio de los obispos. Dicen que una sociedad libre y justa no puede tener a los terroristas como interlocutor político. Me suena a la música del actual partido popular. Sin embargo el obispo Juan María Uriarte, cuando gobernaba el señor Aznar, se sentó en la mesa de diálogo entre el ejecutivo y la ETA. Algunos meses más tarde, ante las elecciones del 2000, los obispos no criticaron estos contactos, sino que alabaron la búsqueda sincera de la paz.  

En mi opinión personal no se va a dar la pretendida iluminación que desea la carta. Porque hay contradicciones en el mensaje episcopal, porque se le nota que cojea por la derecha y finalmente porque los programas de los partidos políticos son una mezcolanza de aciertos y desaciertos cuya valoración depende mucho de las gafas ideológicas del lector.   

Dadas las actuales circunstancias de pérdida de poder adquisitivo y el triste panorama de los parados y los que pierden su casa por no pagar la hipoteca, mi deseo habría sido que se hubieran centrado en este punto. Después de todo, Jesús habló más del amor -la ayuda, la generosidad, la caridad- que de la sexualidad y la unidad política de las naciones. 

martes, 25 de octubre de 2011

Regla de oro para políticos y banqueros



La presente entrada alimentará un poquito más el río de tinta que ha suscitado la famosa crisis, a la vez que alude tangencialmente a la campaña política que se nos viene encima. Pero pretende hacerlo desde un punto de vista que ciertamente no es el de los medios escritos o radiales. Al grano.  

El candidato a la presidencia, Sr. Rubalcaba, tomando pie de alguna frase de la oposición, no sé exactamente cual, dejó salir de su boca la siguiente perla: como tengamos que esperar a que Dios nos mande algunas indicaciones económicas, vamos listos... ¡Vamos listos!

Como puede suponer el lector lo decía con retintín envuelto en papel cinismo. Y para mí que le asistía la razón, aunque en un sentido bien distinto del que pretendía. En efecto, Dios no se aparecerá a ningún político para indicarle el programa económico a seguir. Como tampoco le susurrará al oído pista alguna de de tipo político, moral o social. 

Un mensaje, que no una receta
Sin embargo, para los creyentes, Dios habló en la Biblia, sobre todo en el Nuevo Testamento, ofreciendo los grandes principios que cualquier candidato honesto a la presidencia haría muy bien en adoptar. Luego cada cual concrete como mejor sepa. Por mi parte estoy convencido de que si se siguieran las pautas que hacen al caso, otro gallo muy distinto cantaría en el congreso, en las empresas, en los sindicatos y, por supuesto, en los grandes centros financieros.  

·       No robarás... No codiciarás los bienes de tu prójimo.
·       No maltratarás ni oprimirás al emigrante... No explotarás a viudas ni a huérfanos... Si prestas dinero a alguien... a un pobre que habita contigo, no serás con él un usurero cargándole intereses.
·       No explotarás al jornalero, pobre y necesitado, sea hermano tuyo o emigrante que vive en tu tierra, en tu ciudad... No defraudarás el derecho del emigrante y del huérfano ni tomarás en prenda las ropas de la viuda.
·       Más vale poco con justicia que muchas ganancias injustas.
·       Sé voz de quien no tiene voz, defensor del hombre desvalido, pronuncia sentencias justas, defiende al pobre desprotegido.
·       Quien ama el dinero nunca se sacia.
·       Todo lo que queráis que haga la gente con vosotros, hacedlo vosotros con ella.
La última formulación constituye una norma democrática donde las haya y que no permite escapatorias por más elucubraciones que se hagan. Los sueldos de los políticos, los blindajes de los banqueros, las corruptelas de los organismos oficiales se derrumbarían como castillos de arena si se cumpliera mínimamente este criterio. 

Por poner un ejemplo: a un congresista le bastan siete años de cotización para cobrar una sustanciosa pensión de por vida. Al trabajador normal y corriente se le exigen 30. Lo que quieras para ti hazlo también a tu prójimo. Una regla de oro.

Un programa alucinante
El evangelio no ofrece recetas. Desconoce a los clásicos de la economía, no sabe de oferta y demanda, ignora el keynesianismo. Tampoco atiende las propuestas del Banco Mundial o del Fondo Monetario Internacional.

Ahora bien, las recetas ofrecidas por los economistas con frecuencia fracasan. Los gurús del negocio no se ponen de acuerdo. Los genios de las finanzas no logran adivinar el futuro de la bolsa. En cambio, los grandes principios del evangelio no dicen el cómo de las soluciones, pero sí aportan el clima y el espíritu con que llevarlas a cabo. Y son infalibles.

Claro que, llegados a un cierto punto, es preciso confesar que las matemáticas de Dios no son las nuestras. No sirven para nuestra sociedad tal como está construida. Ya me dirán ustedes el destino de los bancos si en lugar de intereses exigieran amor y afecto. O si los banqueros se tomaran en serio aquello de que quien te pida un manto dale dos... las recapitalizaciones deberían sucederse a diario.   

Si en el mundo de la política se hiciera realidad aquello de que el primero será el últimolos que se ensalzan serán humillados, las listas para el congreso y los ayuntamientos sufrirían un vuelco espectacular. Y los candidatos se pelearían por ocupar el último lugar de la lista. Asistiríamos al más alucinante surrealismo. 

Un programa político que adoptara las bienaventuranzas nos desquiciaría.  Los mejores serían los mansos, los de corazón desprendido, los pobres... No tendrían posibilidad alguna de éxito los violentos, los de lengua viperina, los taimados, los ambiciosos. El evangelio pondría nuestra sociedad patas arriba.

Dado que la fe no debe invadir terrenos ajenos, dado que muchos ciudadanos no son creyentes, contentémonos con un programa de mínimos. A la postre bien podría coincidir con el séptimo mandamiento: no robarás.

sábado, 15 de octubre de 2011

Una entrevista virtual


No resulta tan difícil dar con laicos de prestigio que han adoptado la fe cristiana como norma de vida. Unos practican su fe en el anonimato, mientras otros no tienen inconveniente en confesarse creyentes. 

Algunos son capaces incluso de desnudar su fe en público. Necesitamos de estos cristianos  que, al margen de todo proselitismo, pero también de todo complejo, no esconden su opción creyente, sino que la razonan y se enorgullecen de ella.

Sueño en que alguno de estos laicos de vez en cuando sea entrevistado en las páginas de un periódico de renombre y sus respuestas revelen la inteligencia y  madurez deseadas. Resultaría un contrapeso a los sapos y culebras que salen de la boca de otros entrevistados que visceral y militantemente se muestran contrarios a la fe y a la Iglesia. La entrevista tendría más o menos le siguiente contenido.

¿En dos palabras: qué significa para usted ser cristiano?
La parábola del buen samaritano resume lo que significa ser cristiano. Jesús habló mucho de la solidaridad entre los seres humanos. Más incluso que del culto y la oración, aunque no hay por qué separar ambos extremos. Somos lo que hacemos y no lo que decimos o pensamos. Téngase bien presente esta profunda afirmación.

Usted no tiene inconveniente en poner en público su fe. Normalmente no sucede así. Algunos se aprestan a declarar su ateísmo incluso antes de que se lo pregunten.
En un ambiente tan variado y plural como el que vivimos, de libertad de expresión y de asociación, no veo por qué no pueda manifestar mi fe. Es una opción totalmente legítima. Hay quien se enorgullece de sus creencias espiritistas o santeras. ¿Por qué debería esconder mis creencias cristianas cuando considero que ofrecen un modo de vida liberador para la persona y benéfico para la sociedad?

Entonces, ¿no está de acuerdo con eso de que la fe es algo privado que no tiene por qué interferir en la vida social?
Claro que no. El creyente es ciudadano a la vez y no puede separar las dos dimensiones. La fe es una experiencia interior, pero que necesariamente se proyecta en la dimensión pública. Sólo así logra hacerse visible e interpelar al prójimo. Si Jesucristo se hubiera limitado a cultivar su experiencia interior habría fallecido cargado de años.

Años atrás se escribió un libro con el título: “el Dios en quien no creo”. ¿En qué Dios no cree usted?
No creo en el Dios que ya criticaron los llamados “maestros de la sospecha”. Ellos renegaban de la fe y yo la confieso, pero algunas de sus críticas las comparto. Dios no está ahí para generar sentido de culpa ni para condenar. Dios no es un vano consuelo para el individuo temeroso de la muerte. No es el recurso al cual acudir donde no alcanza la ciencia. No debe construirse un Dios a semejanza del hombre y proyectar en él nuestros sentimientos, quizás mezquinos. Dios no puede empequeñecerse hasta el punto convertirlo en un ser vengativo, peor que cualquiera de nosotros. Dios no ejerce de represor de la sexualidad ni del afecto. 

Los jóvenes apenas pisan las Iglesias. ¿También para ellos es el mensaje evangélico en el siglo XXI?
El mensaje del Evangelio no tiene fecha de caducidad. Si se entiende bien es capaz de entusiasmar el corazón de cualquier adulto o joven que no sea inmune a las mejores inquietudes. Claro que antes es preciso superar numerosos tópicos negativos, prejuicios de toda clase...

Los medios de comunicación no ayudan en este sentido....
Por eso digo que hay que superar los tópicos y los prejuicios. Los medios por lo general van a la búsqueda del lado oscuro de la Iglesia. El pecado existe en la iglesia y en sus representantes cualificados. En parte a eso se debe que la institución haya perdido credibilidad y prestigio. Pero muchísimas noticias sobre la Iglesia se presentan de modo sesgado y hasta con mala intención. Y cuando ciertos lectores escriben su comentario en la web, vomitan toda la bilis desde el anonimato, insultan sin pudor. Algún mecanismo inconsciente debe habérseles atascado. Deberían dejarse examinar por un especialista.

Porque el haber de la Iglesia no está vacío....
¿Quiénes están al frente de la mayoría de los hospitales que cuidan de los infectados por el SIDA en el África subsahariana? Religiosos y sobre todo religiosas. ¿Dónde van a pedir alimentos quienes sufren la crisis en su carne y ni para comer les alcanza? No a casa de los políticos, ni de los militares, sino que se plantan ante las puertas de las Iglesias, de las Instituciones como “Caritas” o “Manos Unidas”. O simplemente se dirigen donde creen que les acogerán: a la parroquia más cercana.

¿Existe hoy en día espiritualidad en mayor o menor medida que en tiempos anteriores?
Difícil medir estas cosas. Pero todo ser humano es capaz de experimentar el hecho espiritual. Hay quien tiene estas experiencias en el interior de una confesión religiosa y otros fuera. La espiritualidad no es patrimonio exclusivo de ninguna religión. Ahora bien, quien no logra tener jamás una experiencia espiritual, ni ante un paisaje embelesador, ni en el embriagador intercambio de afecto, ni ante la profundidad de la vida, anda muy escaso de sensibilidad humana. 

miércoles, 5 de octubre de 2011

La boda de una anciana duquesa







A poco que uno lea el ilimitado flujo de noticias que bracean por el océano de la red se entera de que el mundo de la farándula anda revuelto. La duquesa por antonomasia, Cayetana de Alba, a sus 85 años, ha anunciado su boda -la tercera de la serie- que va a tener lugar hoy mismo.  

Dudaba si escribir unas líneas sobre el particular. Porque me resulta un mundo lejano, penoso, patético, el que conforman los duques, marqueses y demás especímenes de sangre azul. En una sociedad democrática y en crisis económica sus vaivenes por las páginas satinadas de las revistas, sus apariciones en la TV devorándose unos a otros se hace difícilmente soportable.

Escribiré unas líneas sobre el acontecimiento y sus implicaciones. Sí, porque no sólo cabe aprender de los ejemplos luminosos, sino también de los comportamientos poco honrosos. Los primeros para imitarlos, los segundos para evitarlos.
Prejuicios innatos
Tengo para mí que determinadas ideas y visiones que impregnan la sociedad contagian a los ciudadanos desde muy pequeñitos. Luego cristalizan, desarrollan un hálito y un renombre que acaba adquiriendo la categoría de tabú. Al final no se impugna la creencia común. La idea ha adquirido un status incuestionable. Quien trate de transgredir la norma o desacreditar el paradigma será considerado un desadaptado. 

Tal sucede con lo que entendemos por nobleza o aristocracia, denominaciones arcaicas y trasnochadas donde las haya. Condes, duques y demás ejemplares a quienes se atribuye sangre azul logran irradiar una extraña fascinación a su alrededor. Aun cuando en muchas ocasiones se trate de personajes más dañinos que beneficiosos. Pues que viven parasitando en el mundo de la farándula, en las revistas del corazón, tratando de exprimir todo el jugo a los acríticos lectores y espectadores interesados por sus gestas. 

La Sra. Cayetana, duquesa de Alba, se casa por tercera vez. Le asiste todo el derecho, por supuesto. También es cierto que a primera vista -ni a las restantes- nadie la confunde con una joven casadera. El anuncio de la boda ha desatado sus apariciones televisivas y la prensa escrita -particularmente la llamada del corazón- trabaja horas extras, pues que la demanda ha aumentado al socaire de la noticia.  

La duquesa en cuestión es la señora que posee más títulos del universo. Lo afirma el Guinness. Seis veces duquesa, 17 marquesa, 20 condesa, además de otros muchos títulos y 14 veces grande de España. Posee muchísimas hectáreas de tierra, colecciones de arte, edificios, participaciones en la bolsa… No en vano sus hijos sólo han accedido al matrimonio una vez recibida su correspondiente herencia. Piensan que el enamorado novio, 30 años más joven,  debe contentarse con el amor de la duquesa, aun cuando no sea primerizo. 

¿Qué méritos ha cosechado la señora para acumular tantas riquezas? Nació en el seno de una familia de copiosa fortuna a la cual, desde muy antiguo, los reyes otorgaron bienes y tierras por los servicios prestados. ¿Servicios prestados? Sí, desde el propio punto de vista eran servicios prestados las matanzas en el campo de batalla. Aunque se metamorfosean en perjuicios ocasionados si se mira desde el ángulo de los que fueron atravesados por la lanza o perecieron a causa de los trabucazos.    

Dado que muchos personajes de la aristocracia viven muy bien y no se les conoce oficio definido, uno es proclive a dar crédito a lo que se escucha por las tertulias. A saber, que alimentan las desavenencias, las apariciones por la pequeña pantalla, los divorcios y las bodas con el fin de vender tales acontecimientos en exclusiva y recibir un buen dinero cuando se apagan las luces del plató.  

Hay estratos de la sociedad a quienes les interesa de verdad, y hasta parece preocuparles, el vestido de novia que se pondrá una anciana de rostro desnivelado y anguloso en su tercera boda. Interesa el número y la identidad de los invitados que, al parecer, serán pocos porque si se ampliara el círculo muchos se sentirían ofendidos al no recibir la correspondiente tarjeta.  A la hora de escribir este artículo he escrito el nombre de la protagonista en Google y hasta me he enterado de que estuvo de compras con su novio para adquirir la lencería que corresponde a una ajada duquesa en su noche de bodas.

Moraleja final
Noble debiera apellidarse quien destaca por sus virtudes, en particular por su sentido de la justicia. Quien anda interesado por la verdad y trata de vivir honradamente. Quien cultiva la sabiduría y se esfuerza por inmunizarse ante la corrupción. Estos podrían conformar con todo derecho una aristocracia y ser modelos a imitar. Los viejos filósofos, como Platón y Aristóteles, consideraban que personas de este cariz debieran gobernar el país.

Cuando el noble de hoy en día no necesita en absoluto de sus muchos bienes para subsistir dignamente, los parlamentos debieran generar una ley que permitiera expropiarle sus posesiones. Al fin y al cabo la tierra fue creada para todos y en los inicios no había parcelas reservadas.
Sin embargo, la palabra propiedad es un vocablo tabú, aun cuando el origen y la legitimidad de numerosos bienes resulten muy cuestionables. Decían los SS. Padres que todo rico es un ladrón o heredero de un ladrón. Como fuere, cuando se compara el nivel de vida de algunos nobles con el de los desharrapados, entran ganas de opinar a favor de la revolución. Fueron los hombres de una época quienes legitimaron las clases y las propiedades. ¿Por qué no pueden los hombres de otra generación decidir lo contrario?

domingo, 25 de septiembre de 2011

¿Vaticano III? No, gracias


Estos días han aflorado viejos apuntes de mis clases de teología con el trajín del cambio de residencia. Las citas referentes al Concilio Vaticano II se infiltraban una y otra vez entre los párrafos. He reflexionado acerca de los efectos del acontecimiento conciliar, el de mayor trascendencia para el catolicismo del siglo XX.
Dentro de unos meses se cumplirán 46 años del Concilio Vaticano II. Una asamblea que despertó enormes expectativas e ilusiones, las cuales fueron agostándose paulatinamente. Hoy día el Concilio ha dejado de ser una referencia en la práctica. No lo afirmo porque rebaje su aportación doctrinal y pastoral, sino por dos motivos distintos. Primero, su desarrollo se ha frenado desde arriba. Segundo, los tiempos han cambiado sustancialmente.
El Vaticano II reconoció unos problemas de fondo que estaban ahí, pero se pasaban por alto aplicando la vieja y nefasta estrategia del avestruz. Sí, la estrategia de hundir la cabeza en la arena cuando el peligro acecha y falta el coraje para afrontarlo.
Mi generación anhelaba con toda el alma -allá por los años ’60- una renovación de la Iglesia, de la liturgia, la pastoral, la vida religiosa. El Vaticano II despertó enormes expectativas... que se han ido diluyendo con el paso de los años. Tanto es así que la convocatoria de un Concilio Vaticano III me dejaría indiferente. De vez en cuando uno lee o escucha acerca de la necesidad de convocarlo. Años atrás yo pensaba así también. He cambiado de opinión. Me explico.
No obstante las esperanzas que levantaron el vuelo con la convocatoria conciliar, la magna Asamblea llegó tarde. Inició el diálogo con una modernidad que ya empezaba a derretirse en las arenas movedizas de la posmodernidad.
Tras el Concilio, y en buena parte gracias a él, surgió la Teología de la liberación. Un movimiento que se comprometió a fondo con los pobres y se empeñó en transformar sus vidas y no sólo interpretarlas. Un movimiento que no sólo no dejó de lado la referencia religiosa, sino que se inspiró en el núcleo más central del evangelio: el buen samaritano, el amor al prójimo, la solidaridad, la responsabilidad…  
Esta teología era fruto de una gran vitalidad y encendió muchas antorchas a su alrededor. Multitud de comunidades de base se esparcieron por la geografía universal. Muchos fieles cristianos pagaron con su vida la defensa de los valores de Jesús y su evangelio. Fueron los cristianos de avanzadilla, los mártires que sellaron su fe y su compromiso con el testimonio del mayor amor.
Miedos, temores y reticencias
Las jerarquías de la Iglesia han tenido miedo de desarrollar el Vaticano II y mucho más de aceptar la explosiva vitalidad de la Teología de la liberación. Lideró este temor el Papa Juan Pablo II. Él cerró muchas puertas, aun cuando en su recorrido por el planeta se ganó muchos auditorios y ofreció una imagen progresista gracias a su potencial comunicador.
Fue un Pontificado repleto de temores. Bien documentadas están sus reticencias durante las sesiones conciliares y sus pronunciamientos una vez subido al solio pontificio. En algunos aspectos, como la moral social y económica, era realmente progresista. También al denunciar la intrínseca maldad de las guerras. Pero en la dimensión interior de la Iglesia mostró un muy diverso talante: echó el cerrojo a demandas como el celibato opcional, al ministerio de la mujer, una moral sexual más humana, la elección más participativa de los obispos…
Visto con perspectiva histórica, los frenos y las interpretaciones forzadas para revertir el  Concilio obtuvieron eco en algunos movimientos, aunque no en amplísimos sectores cristianos. Numerosas comunidades de base y asociaciones varias han lamentado estas maniobras. Lo cual ha generado una situación de malestar bastante generalizado que ha tenido sus puntos más visibles en el acoso a algunos teólogos prominentes y la parálisis en la renovación de las estructuras eclesiales. Hasta parece que los responsables pasan por alto aquello de cambiar algo para que todo siga igual.
En mi muy personal opinión, y sea dicho con el máximo respeto, el intento de amordazar el concilio constituye un caso bastante clamoroso de rechazo del magisterio… por el mismo magisterio.
Todo lo cual ha tenido consecuencias. La Iglesia ha perdido autoridad y relevancia en la sociedad civil. Se la tilda de reaccionaria y se la considera una antigualla. Y con frecuencia no es creíble la escapatoria de recurrir a la custodia de un mensaje sagrado e inalterable. Algunos intelectuales y mujeres afirman que determinadas proclamas ofenden la inteligencia. Se han producido numerosos abandonos de presbíteros, religiosos y religiosas. Sin hablar de los numerosos laicos que, al otear el panorama, deciden por el exilio interior. Dicho de otro modo, desertan en silencio.
Pasó el tren de los Concilios
Con todos estos argumentos se diría que urge un III Concilio Vaticano para rescatar el anterior de la serie y ponerlo finalmente en órbita. Pues no. Los cambios habidos en nuestro planeta durante los últimos decenios han sido de tal envergadura que un tercer Concilio lo considero fuera de lugar.
Las grandes cuestiones de la actualidad son otras hoy en día. En estos momentos urge interpretar y acompañar la profunda mutación que se produce en la sociedad. Claro que para ello hay que quitarse las legañas de los ojos y otear el futuro más que volver la cabeza hacia el pasado. Preciso es sacudir los temores y emprender novedosas iniciativas.
A casi cincuenta años del Concilio una asamblea parecida resultaría del todo insuficiente para afrontar interrogantes eclesiales que van más allá de una determinada confesión. Pasó de largo el tren de los Concilios. Ha llegado el momento de organizar un foro mucho más amplio… Ya no se trata sólo de problemas en el interior del catolicismo. Ahora es preciso abordar situaciones interreligiosas, suprareligiosas y básicamente humanas.
En este marco los obispos no representan las voces más autorizadas de nuestro momento histórico. Su bagaje ideológico suele hallarse más cerca de quienes los eligieron que de los fieles a ellos confiados. Tanto más cuanto que han desaparecido las grandes figuras de años atrás: Pedro Casaldáliga, Oscar Romero, Helder Camara, Samuel Ruíz…
Las cuestiones trascendentes, las preguntas más profundas se han desplazado hacia otros foros en los que los obispos tienen poco que decir. Y acabo con un botón de muestra que confirma esta afirmación. La atención de la Iglesia suele centrarse en problemas domésticos, mientras adopta una actitud defensiva de modo permanente frente a la sociedad. No es la actitud del evangelizador.
La jerarquía no percibe los grandes temas que mueven e interesan al hombre corriente, el cual quisiera escuchar una palabra sabia y esperanzada acerca de determinadas propuestas vitales. Por ejemplo, orientaciones sobre la crisis económica, sobre los crímenes de género y los abusos sobre la mujer, sobre los inmigrantes que se ahogan en las pateras... Estos temas han de preocupar en mayor medida.
De otro modo se confirmaría la sentencia que, más en serio que en broma, formuló un día el teólogo González Faus: la Iglesia jerárquica ha fabricado más ateos que Marx y Nietszche juntos.