El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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jueves, 20 de febrero de 2014

El fútbol y la religión (I)


El deporte, y muy en particular el fútbol, en Europa y algunos países de América Latina, incide grandemente en la sociedad. Los telediarios le dedican un muy notable tanto por ciento del espacio. Emisiones radiofónicas y muy variados periódicos gravitan alrededor del mismo. Guste o no, se trata de un dato comprobable.

Los antecedentes remotos más conocidos del deporte los encontramos en la Grecia de los juegos olímpicos. Los festivales de atletismo eran por aquellos entonces un ritual religioso. El vencedor de las competiciones recibía los mejores aplausos de sus contemporáneos al considerar que la perfección de su cuerpo y de su alma era un servicio a la divinidad. El carácter religioso de los juegos también alcanzaba a los espectadores que permanecían bajo el amparo de Zeus a lo largo del viaje hacia Olimpia.

Valga como curiosidad, si más no, que el fútbol, el rugbi y el básquet tuvieron su origen en un ambiente religioso y escolar protestante. Como era previsible, luego se emanciparon a lomos del proceso de secularización, adquiriendo la propia autonomía.   

Los juegos olímpicos de nuestro tiempo han roto definitivamente amarras respecto del ámbito religioso. Sin embargo, su fundador, el barón Pierre de Coubertin, definió el olimpismo como la religión de los atletas. Sobreentendiendo que el culto no se daba a la divinidad, sino a la humanidad. Y ahí entraban en juego la patria, la bandera, la raza, el esfuerzo… Concluía el Barón con unas líneas que van como anillo al dedo: para mí el deporte es una religión con su Iglesia, sus dogmas y cultos, pero ante todo es un sentimiento religioso. Concluyo por mi cuenta: una religión despegada de su matriz original.

Un fenómeno omnipresente

El deporte ha venido a ser un fenómeno presente y cotidiano en nuestra cultura. Trasciende los aspectos lúdicos para hacer acto de presencia en la economía, la política, el derecho, la polémica, etc. Y ejerce alguna función de tipo religioso por cuanto aglutina a muchos ciudadanos que se identifican con el equipo de sus amores. El fútbol es, a lo largo y ancho del Estado español, el mecanismo más operativo de cara a movilizar a las masas.

El deporte contemporáneo bien puede considerarse sucedáneo de la religión. Da mucho juego al ofrecer fiestas, crear mitos, inventar símbolos y rituales Al cabo actúa como firme elemento de cohesión social.  Ejerce incluso como transmisor de valores -más o menos culturales- a los pequeños que se aficionan a unos colores apenas echan a andar. Un verdadero sucedáneo de la religión.

Los jugadores de fútbol están obligados a una notable ascesis en vistas a conseguir un resultado favorable al competir. Dietas, renuncias a determinados placeres, obediencia al entrenador, ejercicios físicos adecuados… ¿No se corresponde todo ello con la ascesis religiosa que exhorta al ayuno, la templanza, la obediencia y el sacrificio?

Los espectadores forman parte del ritual. Se acercan esperanzados al estadio vistiendo las camisetas o bufandas de sus equipos, hacen un sacrificio económico en vistas a un fin que consideran vale la pena. Antes y después no se pierden lo que los periódicos publican en relación a los temas que les ocupan. Es decir, los espectadores se visten como corresponde a la función/espectáculo, sacrifican su economía en vistas a un bien superior y hacen su lectura deportiva (paralela a la lectura espiritual de los devotos).  

Los deportistas aceptan unas normas claras y exigentes. Nada de dopaje, ni de violencia contra el adversario, ni de irrespeto al árbitro. Si no se someten serán castigados con el escarnio de una tarjeta amarilla o con la expulsión a las tinieblas exteriores a la que les condenará la tarjeta roja.   

Los futbolistas de elite cobran muy jugosos sueldos. Sin embargo el juego adquiere en ellos el calor de una pasión. Y un sentimiento de plenitud los inhabita cuando consiguen la victoria. Aseguran los entendidos que el esfuerzo físico produce endorfinas responsables del bienestar del organismo. La práctica religiosa o la evangelización -sin forzar en exceso el paralelismo- también nace de una pasión y produce un fuerte bienestar psíquico.  

También contabiliza valores

El fútbol no es ajeno a determinados valores tales como la generosidad, el fairplay, la empatía, la honestidad, la tolerancia, la esperanza… Valores que igualmente adornan al buen creyente. Y si los santos han sido referentes a lo largo de los siglos, también los futbolistas ejercen este rol. En ocasiones se les coloca el “san” antes de su nombre (San Iker, por ejemplo) y se aplaude con frenesí al que logra impactar la pelota contra la red. En consecuencia están moralmente obligados a dar buen ejemplo.

Finalmente el deporte permite vislumbrar la trascendencia. El himno que al unísono proclaman miles y miles de voces, el ritual de los colores, los aplausos, los abrazos de los compañeros… Las manos que se dirigen al cielo tras el gol, la copa que aguarda junto al terreno de juego, los locutores que se desgañitan, los prohombres que contemplan el espectáculo desde la grada… Todo ello apunta, a su modo, a una vaga experiencia mística. Traspasa el muro de la cotidianeidad y la rutina.  

Volveré sobre el tema. La conclusión provisional, quizás irenista y con un exceso de moralina, la formulo así: fútbol y religión están muy lejos de ser intercambiables y uno no puede ni debe ser sucedáneo del otro. Es de todo punto necesario distinguir para no confundir. Sin embargo, pueden y deben complementarse (una vez expurgados los excesos del deporte), pues éste no carece del humus en el cual cultivar valores humanos y espirituales.  

lunes, 10 de febrero de 2014

El sueño de un mundo mejor


Nuestra sociedad oscila entre la compasión y el sadismo, entre el sentimentalismo y la crueldad. Al paso que vamos tal parece que resultará más fácil desatar una guerra nuclear que colgar a un bandido de una soga. Se digieren las mayores injusticias si no acontecen enfrente de los propios ojos. Uno es capaz de las decisiones más duras, aunque sin renunciar simultáneamente a tiernas manifestaciones de cariño.
Entre el odio y la compasión
El dato es lo suficientemente relevante como para constituir una de las características de nuestro tiempo. El ciudadano rivaliza en manifestar sus buenos sentimientos. Saluda y sonríe al vecino, se indigna cuando escucha del maltrato a menores o sobre algún caso de la violencia de género. Está dispuesto a rascarse el bolsillo para ayudar a las víctimas de un lejano y nefasto terremoto.  
Pero luego este ciudadano cambia de contexto y se metamorfosea en un individuo grosero e insensible. Pierde todo escrúpulo a la hora de insultar y menospreciar al automovilista que se cruza en su camino. No parpadea siquiera a la hora de despachar a sus ancianos padres del hogar.   
Se acepta plenamente que no hay que reparar en dinero ni esfuerzos si de salvar una vida o fertilizar a una mujer empeñada en ser madre se trata. Simultáneamente no se le ve mayor inconveniente en favorecer la eutanasia o el aborto. El ciudadano no aparta de los labios la taza del café mañanero mientras se informa acerca de matanzas y penosos exilios en un lejano país. 
Se diría que nuestra época se caracteriza por las tiernas manifestaciones y los delicados sentimientos. Aunque, en cuanto se baja la guardia, hacen su aparición la dureza, la rutina y la indiferencia. No son pocos los partidarios de que se ejecute al criminal cogido “in fraganti”. Pero casi ninguno de tales partidarios tendría la fortaleza de mirarle a los ojos y apalearle hasta que exhalara el último suspiro.  
No creo que la hipocresía se halle en el origen de este confuso entramado. No. Más bien sucede que el sentimentalismo empalagoso se extiende como mancha de aceite y es capaz de convivir con manifestaciones de cruel inhumanidad. 

El lapidario escritor que era La Rochefoucould escribió una vez que “ningún hombre puede mirar fijamente a la muerte o al sol durante mucho tiempo”. ¿Se deberá a la imposibilidad de fijar la atención en un tema aterrador que nos lleva a variar de pensamiento?¿Será éste el motivo por el que asistimos a una tal mezcla de crueldad, indiferencia y sentimentalismo?

Dado que los éxodos masivos, y las condiciones de vida de sus protagonistas, dificultan la digestión y reclaman decisiones perentorias, vale más mirar a otra parte. Pero, eso sí, sin renunciar a los buenos sentimientos. Sin dejar de acariciar la cabecita del pequeñín ni olvidar el regalito envuelto en papel de colores para el día de S. Valentín.
¿Para cuándo la tierra prometida?
A propósito de las guerras entre naciones o grupos étnicos, pasan los años y las cosas no tienen visos de cambiar significativamente. Odio y compasión se alternan. Tras las ruinas de una Europa destruida por el nazismo, y cuando se preveía la disolución de su imperio colonial, mucha gente creía que la humanidad por fín se enmendaría. Surgió el deseo firme y sincero de no repetir los horrores que tantísimo dolor habían producido. Urgía poner en pie instituciones que garantizaran la paz. La llamada comunidad internacional era el objeto del deseo invocado una y otra vez.
La ONU se creó como organismo encargado de frenar las guerras a nivel mundial. Era llegado el momento de convertir los mejores sueños en normas jurídicas vinculantes. Florecieron los tratados y las convenciones: contra el genocidio, a favor de los derechos humanos, etc.
¿Por qué tantos buenos deseos no fructificaron como se esperaba? El “nunca jamás” soñado por los pacifistas nunca llegó a tomar cuerpo. No están tan lejos los genocidios de Rwanda, de Bosnia, de Kosovo. Los enfrentamientos de los países árabes, las matanzas de los islamitas contra los cristianos en muchos lugares de nuestor mundo. Todavía permanecen en la retina las escenas de las hambrunas en algunos países africanos...
Innumerables personas de buena voluntad alimentaban la convicción sincera de que estaban por pisar la tierra prometida de la justicia, de la paz, de los derechos humanos, del hambre superada. Pero la tozuda realidad les abre los ojos una y otra vez.
Proliferan, sí, organizaciones humanitarias, abundan ONGs rebosantes de ilusión. ¿Alumbraremos finalmente un mundo más humano? No sé. Cuando la tempestad arrecia suelen tener poco peso las declaraciones de buena voluntad o las protestas indignadas de los ciudadanos.

¿Habrá que echarse entonces en el regazo del desencanto, del escepticismo o de la indiferencia? Desde luego que no. Pero no entrevemos la lucecita al final del túnel. Quizás ocurre que la causa de la paz y de los derechos humanos es comparable a una carrera de fondo y no a la de los cien metros lisos. En la defensa de esta causa conviene recelar del sentimentalismo, pues podría jugar una mala pasada. Una vez herido por el desencanto, el sentimentalismo tiende a alimentar el cinismo y aniquilar los mejores deseos de lucha.