El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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sábado, 28 de noviembre de 2009

La calamitosa estrategia de la condena



Ya hace unos quince días que el Secretario y portavoz de la Conferencia española de Obispos, Monseñor Martínez Camino, dijo que aprobar la ley del aborto es una herejía y conlleva la excomunión. Abundó repetidas veces en tales conceptos.

Naturalmente que ante tan apetitoso manjar las cadenas de radio y TV, la prensa y numerosas páginas de internet se ocuparon del asunto y comentaron las consecuencias e implicaciones de tales frases desde muy diversas posiciones y puntos de vista. Ahora revive esta parafernalia porque ese acaba de votar la ley en el parlamento.

Al paso de los días las alusiones a la opinión de Monseñor Camino han ido en aumento. La mayoría se han formulado en tono socarrón o despectivo. Un colectivo ha colgado una página desde cuyo título ya solicita una excomunión a Monseñor Camino.

De acuerdo al código de derecho canónico vigente en la Iglesia se llama herejía la negación pertinaz, después de recibido el bautismo, de una verdad que ha de creerse con fe divina y católica, o la duda pertinaz sobre la misma (can. 751). No tiene, pues, que ver con desobedecer a los obispos ni con la insumisión a los preceptos morales.

Cabría esperar más rigor de un obispo, secretario de la conferencia y portavoz de la misma. Es de mal gusto sentarse frente a periodistas para dictaminar errores en tono enfático. Al cabo de dos días tuvo que salir otra vez en público sin hablar de excomunión, aunque sí de situación objetiva de pecado. Un disimulado autodesmentido como no es infrecuente en determinados ámbitos.

No voy a discutir el tema complejo de cuándo empieza la vida de un ser humano. Me basta con saber que, si se deja en paz al embrión, desembocará en una vida plenamente humana. De modo que no me parece justo el aborto y menos un derecho, como algunos proclaman.

Es preciso evitarlo, pero de ahí a encarcelar a la mujer que lo lleva a cabo hay un buen trecho. Quizás se trate de una adolescente, tal vez reciba presiones tremendas y vislumbre un túnel oscuro si opta por dar a luz. ¿Hay que añadir la cárcel a este drama?

El aborto no se deriva de ningún derecho, ciertamente, pero tampoco es una obligación. Se trata de un problema real y punzante que de alguna manera hay que regular. A los católicos nos gustaría que fuera con una inmensa delicadeza hacia el feto, pero justo será reconocer que no todos los integrantes de la sociedad sostienen la misma fe.

Por otra parte sigue extrañando que los obispos, tan exigentes en el tema del aborto, no dejen oír su voz con igual fuerza cuando se trata de defender otras agresiones mortales contra la vida humana: la guerra o la pena de muerte, por ejemplo. La defensa de la vida va mucho más allá de velar por el corazoncito que late en el seno materno. También tiene que ver con personas que viven en condiciones miserables, con los maltratados y explotados en la fábrica.

Extraños y tristes maridajes

Los obispos han apadrinado y alentado manifestaciones para protestar contra el aborto y el matrimonio sexual. ¿Por qué no para defender otras causas como la erradicación de la pobreza, esta lacra que avergüenza a la entera humanidad? Luego se da el caso de que los manifestantes católicos van cogidos de la mano con los militantes de los partidos más conservadores.

Las consignas las formula más la pasión partidista que la fe. ¡Triste espectáculo! Obispos y partidos políticos de derecha conforman un maridaje nefasto para la credibilidad del evangelio. Tan nefasto como que la radio de la Iglesia camine cogida del brazo de un partido político. Porque es muy cierto que en ella se defienden causas que nada tienen que ver con la fe y sí mucho con intereses partidistas.

La excomunión consiste en la privación de la comunión sacramental y de la participación en cualquier ceremonia de culto sagrado (can. 1331). Es una ley de la Iglesia que, tal vez convendría revisar. Porque se pueden sostener las mismas convicciones sin esgrimir amenazas de ningún género. Jesús no vino a condenar, sino a salvar. El Credo de mi Congregación, que resume todo su carisma, reza así en sus dos primeras líneas: Creemos que Dios no nos envía a condenar a nadie. Creemos en el poder del amor que sirve hasta la muerte. Si hay que escoger, lo prefiero al derecho canónico.

Pero hay más. No se trata sólo de defender unos principios, sino de usar la estrategia adecuada. Cuando se amenaza con la excomunión a una sociedad secularizada, a muchos de sus miembros les da un ataque de risa. Se multiplican las ironías y los comentarios cáusticos. Convendría que Monseñor Camino supiera cómo funcionan los mecanismos de nuestra sociedad, de la prensa radial y escrita, de los blogs de internet.

¿No es una contradicción defender el evangelio con métodos antievangélicos? No se salvaguarda ni, por supuesto, se propaga la fe recurriendo a los acuerdos jurídicos con la Santa Sede en relación a la clase de religión. Ni a las excomuniones para forzar el voto de los legisladores. Mucho más convencería al personal el testimonio de una vida de servicio y la confianza en la fuerza del evangelio. Ayudaría también un rostro más risueño y eximirse de exhibir vestimentas obsoletas. Hay que creer en el vigor de la semilla de mostaza y en la fuerza de la levadura que transforma la masa.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Las parroquias en tiempo de crisis

Sucede en ciudades populosas del primer mundo. Los lugares donde se acoge a los pobres en busca de comida andan colapsados. Los que ayer cobraban un buen sueldo y no se inhibían ante los escaparates, de pronto pasaron a aumentar la larga fila de los parados. Quedaron sin empleo y con él quizás también perdieron la vivienda. Con un poco de suerte acabaron amontonados en casa de algún familiar. A otros no les quedó más salida que resguardarse en los pocos metros cuadrados de algún portal.

Caritas, el último refugio

¿Saben dónde suelen ir a hacer fila los tristes protagonistas de estas historias? Pues una parte considerable ante las puertas de Caritas y de las parroquias. Algunos ayuntamientos lo han reconocido abiertamente.

Las cifras indican que a Caritas se le piden cada vez más ayudas. Ya en el 2007 aumentaron los demandantes en un 50%. Por entonces la crisis apenas asomaba la patita. Ahora ha explotado y no parece vaya a menguar por el momento, no obstante las afirmaciones de algunos gobernantes.

Caritas no se limita a la beneficencia sino que trabaja también en el campo de la prevención. Se preocupa por disminuir el riesgo de las drogas, el Sida, el paro y otras pobrezas emergentes como la que afecta a transeúntes y emigrantes. Combate la pobreza en sus causas y también las denuncia.

El personal de Caritas, particularmente el voluntariado, hace estas cosas sin aguardar recompensa material ni de índole psicológica. Tampoco las lleva a cabo esperando aplausos de la galería. En todo caso se siente íntimamente satisfecho de invertir el tiempo en una causa filantrópica y evangélica.

Vienen a cuento estos datos porque en muchos medios de comunicación, particularmente en los comentarios libres de numerosas páginas Web, se maltrata e insulta a los creyentes. Repiten cansinamente que la religión sólo sirve para originar guerras, que es perniciosa para la sociedad. No raramente los escritos ofensivos proceden de militantes de partidos políticos que quisieran poco menos que arrasar con la Iglesia y sus instituciones.

Frente a una tal actitud conviene responder con datos y estadísticas objetivas. Y comenzar diciendo que no se sabe de ninguna sede de partido a la que acudan los pobres para lograr un plato de sopa caliente ni para conseguir un abrigo.

Cierto que existen organismos de instituciones civiles que facilitan algunas ayudas a los marginados. Pero está claro que el dinero no sale de los bolsillos de los políticos ni de los militantes de partidos. Se gestiona con los fondos públicos. Y desgraciadamente hay multitud de datos acerca de que el itinerario de dichos fondos desemboca con frecuencia en bolsillos privados.

La tranquilidad perturbada

En la humilde parroquia donde resido desde hace unos meses -Nuestra Señora del Coll, en la periferia de Barcelona- también se llevan a cabo algunos de los servicios mencionados. Básicamente hay un ropero y un banco de alimentos. El primero pertenece a Caritas. El segundo tiene sus orígenes en una fundación privada, aunque muchos feligreses colaboran con la misma.

Se ha sensibilizado a los parroquianos para que lleven la ropa que no usan a la parroquia. Unas mujeres generosas y decididas la recogen y clasifican. En los días señalados se acercan numerosos emigrantes y ambulantes para recoger prendas que mantengan el frío a raya. Un servicio humilde, pero de gran valor para quienes viven muchas horas en la intemperie.

El Banco de alimentos recoge comestibles totalmente aptos para el consumo, pero a punto de caducar o no comercializables a causa de algún desperfecto en el envase. Acepta igualmente alimentos no perecederos como latas, arroz, habichuelas… También los feligreses aportan lo que pueden. Y de nuevo un grupo de esforzados voluntarios clasifican y reparten los comestibles tratando de que los listillos no se lleven lo que otros necesitan con más urgencia.

No por casualidad la acogida se hace en la propia parroquia. Es la mejor manera de que la comunidad perciba y alivie el dolor de los más humildes. Por su parte, lo agraciados se sienten comprendidos y queridos por el grupo de creyentes del lugar.

El párroco queda implicado en el barullo porque siempre surgen obstáculos que requieren su presencia y opinión. A quienes vivimos en la casa parroquial también nos afecta el ajetreo que genera tanto trajín. El teléfono y el timbre suenan y suenan interesándose por el horario del reparto. Cuando uno encuentra a los solicitantes cara a cara hay que tratarlos con delicadeza para no herir su dignidad, pero comunicándoles, a la vez, que no es posible el reparto a cualquier hora ni al primero que llega.

Todo se da por bien empleado si sirve para aliviar las penas de los prójimos más necesitados. Pero quede constancia de que este servicio requiere sacrificio y paciencia por parte de quienes viven en la casa parroquial, particularmente las situadas en la periferia. Seguramente no es el caso de los políticos encumbrados o de los anónimos militantes que vociferan contra la religión. Los pobres no acuden a sus casas mientras ellos -acomodados en el sofá- miran la última serie de la televisión.



domingo, 8 de noviembre de 2009

Morir antes de morir

Es una de las cosas más desconsoladoras que le puedan acontecer a un ser humano: morir antes de morir. Es decir, dar por terminada su biografía aun antes de fenecer. Las honras fúnebres se le tributarán dentro de unos años o unos lustros, pero en realidad ha muerto.

Esta es la descripción que corresponde al típico ejemplar humano que vive en la inanición. Ninguna inquietud late en su interior, ningún afán intelectual llama a sus puertas. Tampoco siente la menor necesidad de una relación distinta o más profunda con las personas de su entorno. Y menos ampliar el círculo de las amistades.

Se trata de hombres y mujeres que se repiten cada veinticuatro horas una y otra vez. No traspasan los límites de sus costumbres de siempre. Les aterra la novedad, les da pánico cuanto sugiera de lejos la conveniencia de desinstalarse. El fenómeno es más común de lo que se diría. A lo largo de los años uno le va recortando las alas a los ideales que un tiempo bullían dentro. Se contenta con conservarse lo mejor posible, empujar un día tras otro, resignarse a la repetición.

Una tentación otoñal

Es una tentación dorada, otoñal y decadente la de deslizarse por el plano inclinado de lo ya conocido, la de abrazar el conformismo que permite sobrevivir sin sobresaltos. Irradia su discreto encanto la mediocridad plateada y bien cincelada.

A unos los paraliza el temor de correr riesgos. Han aprendido que los errores, las decisiones osadas y fogosas se pagan caras. Y ahora están bien asentados, inmóviles e inamovibles. Ajenos al hecho de que la mayor equivocación consiste en no hacer nada a fin de no equivocarse. A otros les produce una intensa sensación de ahogo el asumir responsabilidades que podrían complicarles la vida y variarles el ritmo establecido. Hay quien se ha vuelto impermeable al esfuerzo y prefiere vivir satisfaciendo las pequeñas necesidades que afloran en su cuerpo o en su alma. Sin otear horizontes más distantes.

Una biografía de este estilo -cómoda, fácil, liviana y manejable- en realidad irradia una enorme tristeza y se hace difícil de soportar. Carece de vasos comunicantes con la vida auténtica, con la genuina alegría. Al protagonista de la misma, cada madrugada se le antoja un peso que debe sacudirse de encima. Porque uno no espera nada positivo, ni desea novedad alguna. Se contenta con que no acontezca algo que pueda importunar sus planes de siempre y obstaculizar la satisfacción de sus minúsculos deseos.

¿No se parece la actitud que mantiene este estilo de vida a aquella parábola del evangelio en la cual se descalifica sin contemplaciones al hombre que sólo sabe conservar su talento enterrándolo? Teme que puedan sobrevenirle riesgos y complicaciones. Prefiere cavar un hoyo y tener a buen recaudo su tesoro.

El planteamiento cristiano exige cuidar el crecimiento propio y ajeno. Exhorta a liberarse de todo cuanto, desde dentro o desde fuera, bloquea y paraliza. Es partidario de romper ataduras y servidumbres que agostan la vitalidad e impiden dejar huella en la sociedad y el entorno. Las cobardías tienen la extraña y fatal capacidad de convertir al hombre y la mujer en enanos y de esterilizar a los creyentes.

Liberar para liberarse

Llegados a este punto propongo una hipótesis con muchos visos de realidad. ¿Y si los temores y las parálisis e incluso las depresiones fueran fruto de un extraño narcisismo? Me explico. Por lo general quien le teme a la novedad y al riesgo tiende a cavilar sobre sus angustias y miedos. Incluso lame por adelantado las heridas que en su imaginación cree haber recibido. Pues bien, al girar alrededor de sí mismo el individuo estrecha cada vez más el cerco -como el perro acorta la soga al dar vueltas sobre sí- y va hundiéndose en un remolino irreversible.

¿Tiene cura esta sorprendente enfermedad? Sí, la tiene, y consiste en ponerse plenamente a disposición del prójimo. Se trata de olvidar los propios afanes, angustias, rutinas y depresiones para acoger los problemas y sinsabores del prójimo, para aliviar sus llagas y hacer más soportables sus padecimientos.

Acoger cordialmente al prójimo reporta los mejores beneficios para uno mismo. Al contactar con personas hambrientas, enfermas y desvalidas, la persona se asoma a las dificultades reales de la humanidad. El creyente se pone en contacto con el fundamento último de todo que es el mismo Dios. Y uno mismo deja de constituirse en obsesivo, constante y único punto de referencia.

El que libera a los demás de problemas y preocupaciones resulta que disipa sus propias dificultades. De pronto su corazón, antes encogido, se esponja más y más. Quien ayuda a vivir en plenitud al prójimo se ayuda a sí mismo. El que ofrece amistad y apoyo, recibe a cambio fuerza y aliento para vivir.