El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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domingo, 31 de enero de 2016

El peligro de la masificación

Bien está la socialización del individuo. Somos seres sociales y la vida humana se hace imposible al margen de los demás. Los niños lobos no son ciertamente ningún ideal que alcanzar. Lo cual no significa que la vertiente pública ­—el ruido, las ideas, la publicidad— tengan que ahogar a la persona y arrastrarla hacia la masificación. Se habla poco del tema porque se ha mitificado un tanto la dimensión social y pública del hombre y la mujer, pero conviene reflexionar sobre el asunto.

Lo público y lo privado

La vida familiar, por poner un ejemplo, ha sufrido la invasión de lo público sobre lo privado. Incluso las fiestas familiares como los cumpleaños o la Navidad fácilmente se trasladan a lugares públicos, a restaurantes o parques. Y la conversación distendida desaparece para ganar todo el protagonismo unas pequeñas pantallas a las que sus dueños miran embelesados. Lamentable y penoso el espectáculo de ciertas reuniones en las que los participantes no dejan de fijar la vista en los artefactos en cuestión. Con lo cual nos acercamos a los de lejos y nos alejamos de los de cerca que están en cuerpo y alma junto a nosotros. Lastimosa estampa.

Las nuevas formas de vivir, las comunicaciones digitalizadas, los programas de televisión, los grandiosos espectáculos desarrollados en grandes salas conducen a la masificación. De buen grado mucha gente renuncia a su esencia más genuina a cambio del bullicio, la movida y la fiesta.  

No se diga que la dimensión individual es algo negativo. En absoluto. Lo será si se excede la mesura. No se confunda individualidad con egoísmo. Se trata de dos conceptos muy distantes. El egoísmo sólo se ocupa de uno mismo y gravita en torno al propio provecho. Éste es el criterio por el que se mueve. En cambio la individualidad simplemente exige disponer de espacios privados porque todo el mundo necesita estar a solas consigo mismo de vez en cuando.

Cuando la socialización se torna apabullante da la impresión de que uno se le priva de ideas propias y originales. Se diría que toma cuerpo una ley férrea, aunque invisible: los gustos deben ser iguales a los de los vecinos y las opiniones transgreden la buena educación cuando no coinciden con las de quienes nos rodean.

Huir de la masificación y el rebaño

Otro ejemplo de masificación: el ruido de la calle. El silencio se anula, el ruido sobrepasa los decibelios propuestos por el sentido común. La calle se introduce en nuestro silencio, en nuestros hogares, en los locales cerrados y los invade. Al individuo no le queda más remedio que renunciar a estar solo consigo mismo. Se ve obligado a participar de los ruidos y las voces estentóreas de los demás.

Las vías y plazas le ganan la partida al hogar y al silencio. Lo curioso del caso, por no decir penoso, es que la pérdida de individualidad —y casi diría de identidad— se viste con paños devotos. Si uno anda en el bullicio es porque está muy interesado por sus prójimos. Quiere ayudarlos cuanto pueda. Cuando en realidad sería mucho más sincero confesar la incapacidad de durar un cuarto de hora sentado estudiando, escribiendo, contemplando, escuchando música o simplemente admirando el paisaje. Tales justificaciones aparecen con demasiada frecuencia en labios de personas que no soportan el silencio ni saben reflexionar sus propias inquietudes.

Sin embargo, es verdad que al individuo en general —y no solo quien le tiene pánico a descansar sobre sus posaderas— se le dificulta la soledad. Los demás le rodean y abruman. Más ejemplos. Las casas han ido empequeñeciendo, entre otras cosas, porque cada vez se pasa menos tiempo en ellas. Las familias tienden a comer fuera y permanecer muchas horas en el espacio público. Cuando están en casa se dedican a usar aparatos que les roban su intimidad. 

Los muros de las casas son cada vez más delgados y apenas detienen el vocerío que surge de las plazas y calles. Por no mentar discotecas y bares. Cuando no está en marcha la televisión funciona la radio o algún aparato que arroja ondas sonoras al aire. El espesor de los muros de las casas en la Edad Media eran comparables a los de un castillo. Hoy se construyen con materiales frágiles y tenues. Apenas nos defienden del ruido exterior. Más adecuado resulta equipararlos a los de una colmena que a los de un castillo. 

El hecho es que la persona parece volverse porosa, como también la casa que habita. Entonces las ideas y los gustos personales pierden solidez. Se diría que el aire común transporta los conceptos, ideas y símbolos, mientras cada individuo se sirve la porción que le apetece. Pero todo ello cortado con el mismo patrón. Y cada uno tiene la sensación de que podría intercambiarse con el vecino que tiene a su lado. Se evapora el afán de ser intransferible y único. La circunstancia fuerza a encajar en el marco común, a disolverse en el colectivo.

Dicen los estudiosos que en la antigüedad el Estado tenía todos los derechos y casi ninguno las personas. Hasta la vida del individuo pendía del Estado. Peligra que retrocedamos a tiempos pretéritos y olvidemos las conquistas del renacimiento, de la ilustración y de los últimos siglos.

No me parece una meta saludable la de apuntar al colectivismo sin matices, la de revivir la nostalgia del rebaño. Nada de caminar apretados unos contra otros, con la cabeza caída y los balidos como banda sonora. Cuando la mayoría se transforma en rebaño, a no tardar surgen los pastores-dictadores y los mastines-mordedores. Los fascismos de antaño sirven de excelente muestra. 

jueves, 21 de enero de 2016

Una infanta en el banquillo

En Mallorca llevamos muchos, muchos meses que los noticieros de la TV y de las emisoras de radio abren con el caso Nóos y transcurren muchos minutos hasta que se desvanece. ¿Motivo? La infanta se halla en el foco de la atención. Por allí hormiguean juristas y abogados, investigados y periodistas, fiscales y policías, así como improvisados comentaristas, pero es la infanta quien ocupa el cogollo y se halla en el meollo.   

En Mallorca probablemente sabemos más que en otros pagos de las gestas de la infanta, pues ella y su esposo eran justamente «duques de Palma». Lo eran hasta que él hizo unos chistes con el nombre de la ciudad, los ciudadanos protestaron y las autoridades les privaron del rancio título nobiliario. Luego unos obreros se encargaron de hacer desaparecer el rótulo que prestaba su nombre a una importante avenida. 

¿Quién es el protagonista?
En el juicio recién abierto en Mallorca, tras varios años de instrucción, está muy presente el caso Noos que ha zarandeado a la monarquía y la ha dejado un tanto postrada. Con un poco de malicia se compararía a un elefante herido por el tiro certero de un cazador en tierras africanas. La infanta se constituye en el centro de atención. Juristas, periodistas, abogados, imputados e investigados, televisiones, curiosos y fiscales parecen contar sólo como telón de fondo en el que resalta Doña Cristina, la de Borbón.

Tampoco falta el expresidente de Baleares, Jaume Matas. Se las tiene que ver con uno más de los múltiples juicios que le esperan. Algunos ya los ha dejado atrás, aunque no sin las cicatrices que son las penas de cárcel acumuladas. Tal parece que el hombre se hubiera dado prisa en delinquir en sus días de gloria. Debe tener su dificultad tramar tantos delitos en el tiempo que ocupó la presidencia. Al menos habrá que reconocerle una pasmosa creatividad.

En realidad, Matas debiera ser el centro de la atención, la presa codiciada de los fotógrafos, mucho más suculenta que la infanta. Al menos si se mide el paño con los centenares de miles de euros que hay de por medio. Sus fechorías son más numerosas y graves que las de Cristina. A los habitantes de las islas Baleares les ha sumido en la deuda para los futuros lustros. Particularmente con la obra de Son Espases, ―mastodóntico hospital― y la serie de concesiones que del mismo se desprenden. 

Tanto es así que el hombre avizora largos años a la sombra y trata de negociar con el fiscal una sustanciosa reducción de penas. A cambio de reconocer algunos fraudes, cohechos y malversaciones, confía en ahorrarse la estancia de varios años entre barrotes. Incluso se halla presto a desprenderse de su palacete, situado en pleno casco de la ciudad palmesana.

A pesar de todo, el protagonismo de la infanta es indisimulable. Los periódicos, las revistas, los programas color rosado de la tele han observado cada uno de los centímetros de su rostro. Si su expresión denota tristeza, si su alma está tensa, si su sufrimiento es profundo y subterráneo...

Una excesiva defensa
Periodistas, público y comentaristas hacen minuciosa exégesis de la cara y del lenguaje no verbal de la infanta. También elucubran acerca de su maquillaje y otras menudencias. Algunos creen adivinar que efectivamente se halla enamorada de su marido y de ahí que firmara todo lo que éste le pusiera al alcance de su bolígrafo. Su pecado está teñido de amor insondable, de la ciega pasión que la tiene como abducida ante la voluntad de su pareja. Éste fue su delito. Bien merece misericordia.

Había en la jornada inicial del juicio una abogada del Estado, dos fiscales públicos y tres abogadas particulares. Todos ellos afirmaban con ardor y convencimiento que la infanta no debía ser juzgada, pues hay una doctrina que lo impide. No importa el delito, sino el acusador. Eso es lo que comunicaban con énfasis los letrados, con gran desconcierto de quienes todavía no están contaminados por las artimañas jurídicas. Como lo leen: el tamaño de la falta no depende de la transgresión, sino del acusador.  

Dicen una y otra vez los ministros y personajes importantes del poder que todos somos iguales ante la ley. Lo dijo incluso el padre de la infanta sentada en el banquillo. Sin embargo, las voces más potentes de la sala exigían una excepción para la infanta. Había que buscar alguna brecha por donde zafarse de una ley que pretende ser -menuda impertinencia- igual para todos. Y es que lo de que hacienda somos todos debe entenderse cual mero slogan publicitario. Y si todos somos iguales ante la ley todavía queda una escapatoria: la ley puede no ser igual para todos.

No se escucharon los mismos argumentos en favor de la mujer del socio de Urdangarín, cuando era acusada de igual delito que el de la infanta. Algo no cuadra en todo ello. Como no cuadra eso de que Hacienda no somos todos. Justamente cuando parecía interiorizado por una gran parte de los ciudadanos que sí lo somos… Es admirable la capacidad de retorcer los conceptos para encajarlos en el marco de los propios intereses. 

Un consejo a los enardecidos defensores de la infanta. Tanto interés toman en el asunto que dan la impresión de no ser en absoluto imparciales. Ahora bien, los letrados que cobran un sueldo público debieran serlo. Están ganándose a pulso una pésima imagen. El asunto dejará huella en sus carreras. Y a la infanta tampoco le hace ningún bien una tan aguerrida defensa.

En ocasiones el tiro sale por la culata. Quizás todavía están a tiempo. Apunten en dirección a la otra presa, la del expresidente Matas. Y no para defenderlo, sino para que la justicia triunfe por encima de fraudes, dolos, estafas y bribonadas.  

lunes, 11 de enero de 2016

Apología de la confianza


Permita el lector que abandone los comentarios de estricta actualidad para incursionar en el mundo interior de las ideas. Le aseguro que no se trata de una pérdida de tiempo. Los mejores análisis de los hechos los realiza quien mantiene un amplio bagaje en el fondo de su trastienda mental. La teoría es importante. No he comprobado la cita, pero la he leídos. Resulta que el adicto a la práctica que era Karl Marx afirmaba que «la teoría es la mejor praxis». Porque de nada sirve correr si no se tiene claro hacia dónde ir.

En muchas ocasiones se advierten conductas que no se comprenden a primera vista ni se consigue rastrear en ellas el hilo de la lógica. Sucede sencillamente que los seres humanos somos menos racionales de lo que cabría sospechar de quienes se autodefinen como animales racionales.

Éste es un tema favorito en el transcurrir de los años. Lo he afrontado en otros artículos y charlas. Además tiene que ver con la espiritualidad del corazón. Y, por cierto, muchas consecuencias cabe sacar del mismo. 

Las razones del corazón
Aún con el riesgo de resultar un tanto simplista cabría decir que la persona tiene básicamente dos deseos. Uno que se origina en su mente: conocer/saber. El otro que surge de su corazón: compartir/amar. Los grandes descubrimientos, a todos los niveles, son fruto de la mente que trata de desentrañar los enigmas de su entorno. Las grandes amistades, los enamoramientos, los grupos, se construyen porque el corazón anhela imperiosamente ser tenido en cuenta, ser objeto del afecto ajeno, a la vez que depositar sus cuidados y afectos en el prójimo.  

En la vida diaria, sin embargo, el ser humano no es susceptible de ser escindido entre razón y corazón. Es uno e indivisible. Sus opciones, experiencias y misterios debe resolverlos unitariamente. Es decir, en la práctica, con un corazón que razona. O con una razón que se mueve por corazonadas. Bien conocida es la máxima de Pascal: el corazón tiene sus razones que la razón desconoce.

Nuestra época vive seguramente marcada por la técnica y la racionalidad, aunque coexista paradójicamente con enormes dosis de magia y superstición. Aunque la postmodernidad ponga en primer plano el sentimiento y la emoción. El hecho es que con facilidad se olvida ―a nivel temático, consciente― que la totalidad del conocimiento (en sentido amplio) no procede en exclusiva de la razón, sino también de la afectividad o el corazón. Ello en mayor medida de lo que suele imaginarse.

En multitud de casos y circunstancias el individuo no obra por lo que le dicta la razón, sino por lo que le sugiere el corazón. En realidad, la vida se paralizaría si nuestros actos y decisiones fueran guiados y garantizados por la sola razón. Cuando alguien monta en un taxi desconoce si el conductor está capacitado para conducirle a su destino, si le querrá atracar o se le dañará el vehículo. Cuando el paciente entra en un quirófano no tiene plena garantía de que el médico acertará en su actuación. Cuando el cliente toma asiento cabe la mesa de un restaurante desconoce, a nivel puramente racional, si la comida servida resultará sana o dañina.

Por supuesto que se trata de ejemplos un tanto extremos, pero no debieran dejar de inquietar. Sucede que nos movemos más por la intuición o la afectividad que por meras conclusiones racionales. El acto de confianza no se explica del todo racionalmente en ningún caso. Pues la confianza precisamente comienza donde termina la seguridad racional. Después de todo, el animal racional que es el ser humano resulta no ser tan racional. Necesita de la fiesta, el amor y el riesgo como del pan de cada día.  

Entre la razón y el corazón
La razón camina hacia la claridad, desmenuza los pros y los contras de la coyuntura, trata de ordenar y planificar. En cuanto crece a expensas del corazón invade el terreno como un cáncer y la racionalidad adquiere rasgos caricaturescos: frialdad, objetividad a ultranza, intolerancia. Puede que el racionalista irradie mucha luz, pero ciertamente no expande el menor calor. Le falta abrir los oídos a las razones del corazón.

En el extremo contrario, el corazón tiende hacia el misterio, la profundidad, la receptividad. También al corazón le acechan determinados riesgos: el de marginar la razón y desplazarse hacia lo caótico y pasional. En tal caso sobrevienen toda clase de excesos, añoranzas y desbordamientos. Quien opta por el corazón ahogando la voz de la razón irradiará calor en el mejor de los supuestos, pero ninguna luz.

Al tratar con objetos es justo que se busque la mayor seguridad y garantía racional. En ello cifra la técnica su tarea. Pero cuando la relación no es de persona a cosa, sino de persona a persona, entonces varía la cuestión. La persona del otro, en efecto, no está ordenada al dominio ni a la explotación, sino a la convivencia libre y gozosa. El otro es y será siempre un misterio y no un objeto a manipular. La intimidad ajena no debe ser violada ni tomada por asalto. Ni se debe ni se puede, porque cuando tal acaece entonces el misterio personal que es cada uno, se esconde bajo su caparazón y rehúsa la relación.

La conclusión se impone. La única manera de acceder al misterio que es el otro consiste en la insinuación y la confianza. Cuando ha brotado un ambiente de mutua confianza se hace factible la comunión y el diálogo íntimo. No antes. Dicho con el vocabulario que venimos usando, ello equivale a declarar que la conexión personal con el otro es tarea del corazón más que de la razón. El corazón insinúa, comparte, se fía. La razón acecha, instrumentaliza, fuerza. O, al menos, tiende a ello si no para mientes en las razones del corazón.

Si un amigo quiere garantizar racionalmente y hasta el extremo el afecto de su amigo, puede despedirse de la relación. El afecto se ha desvanecido. Cuando la esposa pretende pruebas jurídicas del afecto de su esposo, el amor se ha evaporado. Un mínimo de confianza es exigido previamente a la hora de tratar con seres humanos que poseen dignidad, misterio e intimidad.

viernes, 1 de enero de 2016

Carta al año nuevo



Bienvenido, año nuevo

Querido año: te imagino como un rollizo recién nacido. Vas a tener vida breve: tan solo 365 días para pasar luego a este cementerio de años que debe existir en alguna parte. Al nacer estimulas las esperanzas y los anhelos de los seres humanos. Por lo general eres bien recibido, incluso con estrépito y algarabía.

Sin embargo, no te fíes de las apariencias. Tu aparición en mitad de la noche no raramente provoca la nostalgia, marca un hito en el desvanecimiento de viejas utopías y hunde un poco más en el escepticismo o la amargura. De ahí las voces, las uvas y las campanas. Todo este frenesí pretende ahuyentar los miedos como quien canta en la oscuridad.

A medida que vayas desgranando tus días irás repartiendo gozos y penas. Cuando el 31 de diciembre te encuentres decrépito y desdentado, la gente ―a la que habrás sostenido por 12 meses en tu regazo― te dará la espalda y repetirá su atolondramiento con los ojos puestos en tu sucesor. 

¿Sabes que algunas personas viven el paso del tiempo con angustia, cual capital que se les esfuma irremediablemente? Piensan que tienen un año menos y no un año más. Luchan impotentes contra este adversario invencible que es el tiempo. Se amargan, claro, y desfallecen. 

Otros, en cambio, sienten que los años les llevan de la mano hacia los brazos de Dios Padre. Conservan su frescura y espontaneidad. El niño que un día fueron se mueve y patalea dentro de ellos, se resiste a morir. Por eso son capaces de irradiar calor humano en su mirada y de soñar despiertos. Viven a tope, gozan de los detalles más insignificantes, apuran todas las sanas oportunidades que les brindas a lo largo de tu existir.

Las horas a precio de saldo

Te lo diré confidencialmente, querido año nuevo. Me preocupan los ingentes desperdicios de minutos y horas que se amontonarán a lo largo de tu reinado. ¡Cuántas horas estériles! ¡Cuántos sueños que no sirven para descansar, sino para vivir en modorra permanente! El sonambulismo anda más extendido de lo que se diría. 

Si los desperdicios de tiempo fueran visibles, allá desde el espacio se les identificaría como un enorme cementerio de coches desguazados. Lo siento por ti, año nuevo, en tu primer mes de vida, pero tu generosidad no va a ser correspondida. Los humanos convertirán depositarán sus horas en cúmulos de residuos inútiles, como los arsenales de desperdicios que se amontonan en los basureros.

Mi deseo es que al final de tus días no tengas que vender a precio de saldo innumerables horas estériles. Todas estas horas dilapidadas en la modorra de los crucigramas ni siquiera terminados, en los amoríos fastidiosos de las series televisivas o en las carreras de los policías persiguiendo al malhechor. Las tardes perdidas en torno a una radio que berrea canciones insulsas acompañadas con recurrentes tragos de alcohol. 

Hay que vivir el tiempo con una mentalidad avara. Una sana y permitida avaricia en este caso. No me opongo, por supuesto, a los paseos oxigenantes, a escuchar una música que ponga bálsamo en las heridas interiores. Nada tengo contra las conversaciones de sobremesa que alivian el corazón de preocupaciones excesivas. Tales cosas no equivalen a perder tiempo, sino más bien a ganarlo. 

Pero sí me parecen sinsentido las horas muertas ante la tele o gastadas en conversaciones estúpidas, en un letargo interminable. ¡Con la de cosas que se pueden hacer en la vida! Es preciso vivir a tope. Nada más triste que dar por finalizada la biografía antes de morir.

Ruegos y lamentaciones 

Tengo mis quejas que voy a exponerte en confianza. Como cada año, pequeño 2016, también nos regalas una pequeña cantidad de sebo y una dosis de prudencia excesiva. Nos amordazas levemente la boca con el fin de hallar mil excusas para callar cuando debiéramos hablar. Pretendes que compremos el hecho como fruto de la experiencia. 

Además, a tu llegada hay que cambiar la agenda. Muchos planes inconclusos se desvanecen en la oscuridad. Hay que poner al día las direcciones de amigos y conocidos. Preciso es borrar algún nombre porque el tal falleció. O porque desapareció sin dejar rastro o porque se distanció insensiblemente. La pátina que el tiempo le pone a las cosas se deja sentir. Con tu llegada nos clavas espinas dolorosas.

Pero también nos abres a la esperanza. No quiero conformarme con que este año nos traiga cosas menos malas, pues deseo que nos las traiga buenas. No estoy de acuerdo en que no empeore la situación social, sino que confío en su mejoramiento. No me parece refrán afortunado aquel el que canta que cualquier tiempo pasado fue mejor. No veo por qué el hombre maduro y el anciano deba decir “en mis tiempos…” Mientras vive, uno tiene todo el derecho de llamar “mis tiempos” a los que discurren frente a él. 

Perdona estas disquisiciones recién nacido 2016. Ya tendrás tiempo de adquirir tu propia filosofía. No quiero abrumarte más. A tu edad hay cosas que no son para tus oídos ni para tu mente apenas abiertas a la luz de la conciencia. 

Un abrazo