El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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domingo, 22 de julio de 2018

Teleadicción

                        

Atado a la pequeña pantalla, siente menos interés por la vida real. ¿Cómo es posible? Si la televisión precisamente pretende informar de la vida real... Pues es así, y ya decían los antiguos que contra los hechos no valen argumentos. Se clasifica la televisión como medio de comunicación, pero por una paradoja de la vida —la vida abunda en paradojas— acaba funcionando como medio de aislamiento.


Imágenes esclavizantes


El hombre se fue a dormir tarde porque le retenían en el sofá unas imágenes la mar de atractivas. Se le esfumó el tiempo sin darse cuenta. Al día siguiente se resintió de ello y su labor fue menos productiva. Al regresar al hogar estaba cansado. Para descansar se hundió en la butaca y permaneció estático ante la pantalla durante largas horas.

Y así, día a día, los vínculos con la pantalla van reforzándose y llega un momento en que resultan sencillamente esclavizantes. Puesto que el individuo está fatigado, la televisión le emborracha de imágenes sin tener que moverse, sin necesidad de elegir, sin la molestia de pensar. Ni siquiera se le exige poner en funcionamiento la fantasía. Se la sirven a la carta.

Ahora bien, quien contempla el televisor y se entera de muchísimos acontecimientos —casi es testigo personal a través de las imágenes— tiene la sensación de que está implicado en la trama de hechos que mueven la sociedad. Se siente ciudadano del mundo. Es capaz de dar cuenta de lo que sucede en Singapur, tiene datos, según cree, para emitir juicios sobre diversos gobernantes de lejanos países. 

                             
¿A dónde conducen estas actitudes y sensaciones? A todas partes y a ninguna parte. Para ser más precisos, empiezan y acaban en la butaca situada frente al televisor.

La pantalla embelesa y crea adicción. Nada más fácil, nada más suave que dejarse arrastrar y apresar por las imágenes. No hace falta el menor esfuerzo. En cambio, engendrar un proyecto de vida requiere activar apetencias y estimular afanes. Pide, sobre todo, la voluntad de llevarlo a la práctica.


El mundo del teleadicto, como el de cualquier otro que mantiene embotados sus sentidos, se limita drásticamente. Rueda en torno a la sustancia que su organismo —o su psique— reclama a gritos. Ello le hace perder el sentido de las proporciones. Porque nada considera más importante que el objeto de su impulso ansioso. 

Los párrafos anteriores explican por qué la televisión se convierte fácilmente en un medio de incomunicación o aislamiento. Pero hay más razones. Resulta que a los dieciocho meses el niño empieza a interesarse por los destellos de la pequeña pantalla. Veinte años después ha visto un millón de anuncios, unos mil por semana. Al menos en los países USA.


Penosas consecuencias


Contemplar la televisión se hace, en buena parte, a costa de hablar y escribir. Ahora bien, en cuanto pasa el tiempo y uno siente menos necesidad de hablar, de comunicarse, de expresarse, suelen aparecer los problemas emocionales. Pues que uno no puede vivir sin comunicarse. 

Más aún, la televisión obstaculiza a los jóvenes el aprendizaje que necesitan para afrontar con éxito los retos que se les presentarán en la vida. Sucede que, a causa del aparato, escapan de la realidad cotidiana en la que debieran sumergirse, tal como lo exige su edad, su papel en la familia, sus aficiones del momento. 

Se vuelven apáticos de cara a la participación pública. Gozan de menos tiempo para compartir con la familia, para las tareas escolares, para el hogar, el deporte, el sueño. Uno acaba permaneciendo a solas con la televisión. ¿Y la llaman un medio de comunicación?

El hecho de jugar, de hablar, de discutir tiene mayor importancia de lo que se pensaría. La interacción enseña a los más jóvenes a relacionarse. Se preparan, sin darse cuenta, para la vida real. Pero si no juegan ni se relacionan, el sano crecimiento psíquico encontrará mil obstáculos. 

Y las dotes creadoras enmohecerán, las relaciones se irán marchitando gradualmente. De modo que el peligro de la televisión no solamente radica en impedir conversaciones, juegos y relaciones. Está también en el vacío que impone a su alrededor. Lo cual acaba modelando negativamente el carácter de los implicados. Porque no sólo de televisión vive el hombre.


La televisión puede favorecer el aislamiento y convertirse en un medio de incomunicación. El que la contempla tiene la sensación de llevar una vida trepidante, de estar enterado de las razones profundas que mueven a la sociedad, así como de los mínimos detalles que acontecen en la ciudad. En realidad, todo su dinamismo termina en el esfuerzo que le exige sentarse en la butaca. Se completa, si se empeñan, en el ejercicio que lleva a cabo cuando se levanta del mullido sillón para irse a la cama.

lunes, 9 de julio de 2018

Zoolatría

Un noble animal, el perro. Será o no el mejor amigo del hombre, pero le ayuda en mil tareas domésticas, de policía, de salvamento. Hace buena compañía acurrucado bajo una mesa o jugueteando con los más pequeños en el jardín de la casa.
De todos modos, habrá que frenar el fervor cuando empieza a implicarse una calidad de afecto sólo destinada a otro ser humano. No es vana la advertencia. Se da el caso, no tan extraño, aunque sí extravagante, de que el hombre incapaz de encontrar consuelo en otros semejantes, se refugia en la lealtad del dócil animal. Y ahí puede empezar a complicarse la cuestión.
Vaya por delante que el perro, como cualquier otro ser viviente, puede y debe tener su lugar en el admirable paraíso de la creación. Es de justicia que no se lo haga sufrir inútilmente e incluso que existan sociedades protectoras del animal, siempre que no se confundan los planos y se guarden las debidas distancias.
Claro que son de aplaudir los servicios que realiza el perro al hacer más cómoda la vida de su dueño y llegar en ocasiones donde al ser humano le es negado. Lo mismo le transporta a través de la nieve tirando del trineo, que se interna por barrancos a la búsqueda del montañista desorientado. Realiza la buena labor de olfatear las maletas en la aduana, por si hay doble fondo, y defiende la propiedad encomendada en mitad de la noche.
A nadie le duelan prendas a la hora de elogiar al animal. Pero un perro no es un ser humano y no puede convertirse en sucedáneo del amigo. No es raro escuchar argumentos favorables al perro que, más o menos, se formulan así: "el perro no me falla jamás, las personas sí me han fallado y decepcionado". Puede que algo de verdad haya en esta tremenda y dolida afirmación. Es cierto que, en ocasiones, los humanos llevan a la práctica aquello que antiguos literatos y filósofos han denunciado o simplemente constatado: "el hombre es un lobo para el hombre".

He escuchado a un respetable esposo -más en serio que en broma- una estremecedora confesión. Decía que, al llegar a su hogar, no estaba seguro de recibir un abrazo o un saludo cordial de su mujer, mientras que inexorablemente el perro le correría detrás haciéndole fiestas y jugueteando alegremente para celebrar el regreso.
Aunque sea verdad, el hecho de buscar la compañía del perro y distanciarse de la esposa ocasiona un mal irreparable a sí mismo y a los suyos. La solución no consiste en encariñarse con el perro y dar la espalda a la persona. Actuar así no es más que una vulgar huida que, por añadidura, habla muy mal del propio comportamiento. Lo razonable es analizar el porqué del escaso calor humano que demuestra el prójimo y poner luego el remedio que haga al caso.
Hay que esperar que nadie tenga la desfachatez de afirmar que la compañía del perro es más gratificante que la de un semejante. El intercambio de ideas, el encuentro de los sentimientos, la convergencia de los afectos, no es comparable al donaire de una cola que se mueve en espiral ni a la gracia de una lengua que busca la nariz de su dueño. Quien crea otra cosa merece toda compasión.
El mito de la creación del hombre, tal como se refleja en el Génesis, explica en profundidad por qué no se pueden superponer los planos. Adán descubre su soledad y su indigencia cuando mira alrededor y no ve más que animales. Desfilan ante él y a cada uno de ellos le pone nombre, lo cual significa que es dueño y administrador de todos ellos. Pero no encuentra ninguno que se le parezca ni que pueda corresponderle. Su dignidad es muy otra. No puede dialogar con el animal ni tratarle de tú. Buscar en los animales un sucedáneo de la esposa, los hijos o el amigo es una actitud abominable según la Biblia.
En cambio, con elevado sentido poético y humano, dice el texto que la mujer está formada de la costilla del varón. Entre ellos sí existe comunidad de naturaleza y cada uno se ve reflejado en los ojos del otro. La expresión de Adán al contemplar a la mujer es muy distinta de la que tiene al ver desfilar a los animales. ¡Esta sí es hueso de mis huesos y carne de mi carne!, exclama Adán. Frase que en versión libre significa: ¡Esta es la mujer de mis sueños!
El perro ladra, mientras que el hombre habla. Imposible el diálogo. El perro necesita comer, descansar y reproducirse, mientras que el ser humano, además, canta, piensa y acarrea nostalgias de perfección. Aun cuando el perro sea más leal que un ser humano, no es más que un perro. Désele el afecto que merece un perro. Nada más.  
La persona tiene un corazón llamado a compartir de tú a tú con otras personas. Solamente en la periferia del mismo debiera haber espacio para el afecto hacia el animal. Porque el corazón humano tiene muy otras características que el del perro. Y quien prodiga en exceso el afecto al animal da muestras de que su corazón no alcanza la medida deseada. Peligro que se le atrofie esta su víscera central. Entonces acaba habitando la galería de personajes desprovistos de corazón.