El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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lunes, 30 de junio de 2014

La ambigüedad de las circunstancias




La joven había nacido en Italia y se la conocía con el nombre de Patricia. No era físicamente agraciada, pues un grano inoportuno le creció entre nariz y pómulo. Los rasgos del rostro perdieron armonía, lo cual la relegó a ciudadana invisible. Pues es un hecho que para muchos varones las mujeres que no destacan por sus rasgos faciales armoniosos, por sus curvas insinuantes y atractivas, o por una mata de pelo lustrosa y generosa, en la práctica no existen. Pasan inadvertidas por las calles de la ciudad. 

Volvamos al núcleo del asunto. Un día Patricia quería viajar, pero los horarios de los trenes no le cuadraron. Se desplazó a la carretera más próxima y empezó a expresar, cabe la orilla, con gestos explícitos, su deseo de que algún automovilista la condujera hasta la cercana población. 

Unos por afán de llegar temprano a casa, los otros porque desconfiaban en principio de la gente de la carretera -andaba mucho maleante suelto por ahí- lo cierto es que pasó un largo rato gesticulando inútilmente. 

De pronto alguien detuvo el vehículo. Con lentitud examinó la silueta y el rostro de Patricia. Al observar la protuberancia junto a la nariz le espetó con cruel indelicadeza: “eres demasiado fea para que te lleve conmigo”. Patricia permaneció sola, muy sola, sobre el asfalto y con unos deseos irrefrenables de romper en llanto. 

Pasados unos días, atenuado el trauma, la muchacha leía distraidamente el periódico cuando vio la fotografía del hombre que le dirigió tan despiadadas palabras en la carretera. Decía la noticia que había asesinado a diecisiete jóvenes de muy buen ver que buscaban quien las condujera a su casa al final de la jornada. 

Aquí acaba esta historia entretejida con mimbres de crueldad, de angustia, de indelicadeza y sangre. Pero el terreno está abonado para iniciar una reflexión al socaire de la crónica. 

Los defectos, un reto hacia el éxito 

Patricia, acomplejada por su grano en pleno rostro, bien habría podido un día acudir al quirófano del cirujano plástico y acabar para siempre con lo que creía la causa de sus desventuras. Ahora yacería inerte tras ser asesinada. Patricia no pasó por el quirófano y el grano en el rostro se convirtió para ella en el símbolo de su salvación. Era el icono que le recordaba la dicha de seguir viva. 

La historia suscita interrogantes y reflexiones. Una idea que probablemente ha aflorado en el lector: a Patricia la salvó un defecto. Y para mí que se trata de una afirmación con mayor densidad de la que uno le atribuiría a primera vista. Los defectos perjudican al sujeto que los soporta, pero también pueden transformarse en áncora de salvación.

Los defectos impiden en un primer momento la plena realización de la persona. Pero, bien manejados, pueden ser causa de numerosos éxitos. La historia rebosa de ejemplos. Un tal Demóstenes padecía graves defectos de pronunciación. Un deseo tenaz le llevó a batallar contra su defecto y se convirtió en el más célebre orador de la antigüedad. 

Mucho más cerca de nosotros, una muchacha de color padecía de una cierta cojera. Tras ejercicios y terapias sin fin, se convirtió en campeona olímpica de velocidad. Perdone el lector que no concrete nombres, fechas ni lugares, pues sólo recuerdo vagamente la moraleja. 

Los defectos pueden hundir, pero también pueden ayudar. Lo que uno percibe como negativo es posible que, convenientemente asimilado, se convierta en un formidable reto y luego en camino hacia el éxito. A algunos les cuesta un esfuerzo casi sobrehumano concentrarse en sus estudios, pero su vitalidad e imaginación les convierten quizás en grandes compositores, excelentes pintores o escritores de gran capacidad descriptiva. 

Se ha definido la perfección como la posesión de todas las cualidades requeridas. Pero cabe preguntarse: requeridas... ¿para qué? Si Patricia tomara la palabra diría que la perfección consiste en tener todas las cualidades requeridas... para morir asesinada. 

Moraleja: aunque en principio hay que tratar de superar las carencias, también puede ser una buena conclusión la de trabar amistad con los propios defectos. Después de todo, no carece de verdad aquello de que conviene hacerse amigo de los enemigos que no se logran vencer. 

Tras la moraleja, una postdata. Entiéndase la intención de este escrito. De ningún modo se pretende defender una especie de pesimismo radical y elogiar por principio cuanto de negativo existe alrededor. Simplemente, la imperfección puede ser acicate para la lucha, camino hacia una mayor madurez y finalmente estímulo para el triunfo. 

Tampoco hay que tomar como regla lo que pueda ser excepción. Sin embargo, sigue siendo verdad que en ocasiones cabe escribir derecho con líneas torcidas, que es posible sacar bien de un mal. Y finalmente téngase muy en cuenta que la lucha templa el camino hacia el éxito. Quien lo posee todo sin esfuerzo no raramente adquiere rasgos abúlicos y deja de interesarle cualquier meta.

viernes, 20 de junio de 2014

La desventura de los aduladores


Cuando un conocido -y más un amigo- consigue ascender en el ansiado escalafón parece de toda lógica que se le felicite. Quizás el hombre -o la mujer, no vayan a anfadarse los amigos del lenguaje inclusivo- lo ha estado deseando íntimamente. Cuando al anochecer se queda solo, con el cargo sobre las espaldas y con el título en la mano, ensancha los músculos faciales en actitud beatífica. Sonríe de felicidad, se siente realizado. 

En este momento ya no tiene que actuar con recato diciendo que él es indigno del cargo conseguido. Ni le es necesario insistir en que su talante consiste en mantenerse siempre a disposición de la causa, pues que no tiene otra meta más que servir y servir. 

Entiendo muy bien que más de uno se sienta en serios aprietos a la hora de felicitar al afortunado. Francamente, no desea ser considerado, ni de lejos, uno más en el coro de los aduladores. Porque es a raíz de ascensos, títulos y premios, que se dispara de manera automática y sin pudor el reflejo adulatorio. Quien mantiene una dosis de dignidad en el cuerpo se lo piensa dos veces antes de prodigar la sonrisa dental, doblar el espinazo y recurrir a cualquier tópico elogioso. 

Se comprende, digo, la reticencia en las felicitaciones. Pues en cuanto el asunto se mira al trasluz de la sensatez se llega a la conclusión, en muchos casos, que el ascenso o el título no comportará un mejoramiento de la persona. Más bien hay que temer lo contrario. El poder, la gloria y los honores son de naturaleza narcótica y adictiva. Las adulaciones tienen la extraña capacidad de embotar la inteligencia. 

De ahí que cueste felicitar honradamente al recién ascendido. El individuo se pasó años y años pendiente de las órdenes de sus superiores. Encajaba humillaciones sin rechistar, se privaba de fiestas y vacaciones si así se lo sugerían o si lo consideraba una buena estrategia en orden a acumular méritos. La familia siempre quedaba en segundo término. Ante todo la oficina, la sonrisa al jefe, la espera de una orden telefónica. 

En los momentos de menor inhibición -una canción en el ambiente, un trago en el estómago- el insistente candidato al medro confesaba su secreto. Estaba convencido de que la mejor manera para medrar en política (el lector puede elegir otros campos) era no tener jamás un no en los labios para el que manda. Importaba satisfacer al jefe, aunque ello implicara descontentar a los iguales o subordinados. Ese era su secreto. Flexible con los fuertes, duro con los débiles. 

El nuevo jefe se traslada en carro oficial, con chofer y escolta. Lo más triste del asunto es que quizás se instale sobre su cabea un aura de felicidad. Porque, si así fuera, hay que desesperar de todo remedio. Si un fondo de amargura y de infelicidad se alojaran en su interior, cabría la lejana posibilidad de que cambiara el rumbo y se redimiera de tanta insensatez. 

Se me ocurre divagar y pensar que un día el feliz ascendido o titulado puede perder su cargo o su nombramiento. ¿Quiénes serán sus amigos? No los tendrá. Pues la cadena de aduladores se rompe en cuanto el falso ídolo cae en desgracia. Después de todo, los aduladores viven y medran a costa de escuchar a quien puede ascender a uno. Si nada puede ofrecer, en buena hora puede despedirse de los elogios ajenos. 

El jefe caído en desgracia tal vez se refugie en los brazos de la familia. Pero en realidad su esposa, sus hijos y sus allegados se han acostumbrado a prescindir de él. Su actitud ante el superior lo mantenía en la oficina o en el trabajo. Fuera domingo o jueves, lo primero eran sus metas. Ahora ya no tienen gran cosa en común. 

A nuestro protagonista se le podría aplicar la frase de Joyce cuando otras eran las prendas de vestir: con el sombrero en la mano se llega lejos. Pero mucho antes existía ya la especie del adulador. Cuenta Plutarco que, preguntado Bías sobre cuál era el animal más peligroso, respondió lo siguiente. Si hablas de las bestias, el tirano; si de los animales domésticos, el adulador. 

El adulador ansía por sobre toda otra cosa sentar sus posaderas en la poltrona soñada. Aunque puede darse el caso de que luego no sepa qué mandar, ni cómo, desde lo alto de su sillón. Sería triste que tuviera que razonar así: soy el jefe... por tanto, lo soy. Puede acontecerles esta reflexión un poco malévola a los que llegaron a la cima sin las necesarias cualidades para desenvolverse en ella.

Sea líder quien tenga algo que aportar, no simplemente el que desea honores de sus semejantes. El auténtico jefe sabe leer las necesidades de los suyos en las pupilas de los ojos ajenos. El jefe sucedáneo sólo busca reflejar su imagen en las pupilas de los subordinados.

martes, 10 de junio de 2014

¿Monarquía? No, gracias.

La disyuntiva acerca de si monarquía o república nos acosa por los cuatro costados en estos días. Algo habrá que decir al respecto. Vaya por delante que ambos conceptos se asocian a un modo de hacer y de pensar marcado por los revueltos años 30 y se aborda el tema más con las vísceras que con la razón.


Uno escucha el vocablo monarquía e inmediatamente la mente divaga por conceptos tales como derechas, oligarquía, conservadurismo, capital, bancos, Iglesia, corrupción…. Y en cuanto resuena la palabra república toman cuerpo las nubes de la anarquía, el desorden, el caos, el izquierdismo, las milicias, el odio a lo religioso, etc. 

Tales constelaciones se han conformado años atrás y la literatura de la guerra civil abunda sobre el particular. Pero de por sí se trata de dos diversos modos de organizar el Estado y la convivencia. En otros países existen monarquías muy avanzadas en lo social y Repúblicas claramente escoradas a la derecha. 

Me propongo expresar mi punto de vista sin focalizar en exceso el asunto en lo que sucedió en la España de los años 30, cuando los ciudadanos usaron la cabeza para embestir más que para pensar. Lo cual desembocó en una cruda y sangrante guerra incivil. Voy a exponer las razones por bloques.

1. Exigencias democráticas

La monarquía se alimenta de un humus que nada tiene de democrático. Tiene que ver con la biología e hay quien pretende incluso que con la elección divina. No es de razón argumentar desde estos supuestos en pleno siglo XXI. La cultura democrática da por sentado que el poder último se asienta en la ciudadanía. Cuando un gobernante no cumple o desagrada, se elige a otro y se acabó. Cualquier ciudadano, en teoría, puede ser jefe de Estado. Obama, hijo de una madre pobre y un padre africano ha llegado a la más alta magistratura en uno de los países más poderosos de nuestro mundo. 

Las monarquías se rodean de un ambiente jerárquico y cortesano que agranda la distancia respecto de los ciudadanos. Por muy campechano que sea, el Rey se sitúa un peldaño más arriba. ¡Por sus venas corre sangre azul! Se trata de una especie de vasallaje desfasado y humillante. Por si fuera poco, el Estado penaliza a quien osa criticar o mofarse del Rey en los medios de comunicación. Y puede exhibir su inmunidad/impunidad por más crímenes que cometa. ¡¿Iguales ante la ley?!

¿Dónde queda la igualdad de oportunidades? Por esencia la monarquía se alimenta de una raíz antidemocràtica. Cierto que en muchas Repúblicas tampoco a la gente se la trata igual ante la ley, pero al menos no se consagra esta teoría. Añádase a ello que en el interior de la misma monarquía –la española, al menos—, tiene preferencia el varón a la mujer. ¿En qué país vivimos?

2. Ínfulas exhibicionistas 

La realeza tiene mucho que ver con palacios, cortesanos, joyas y vestidos. Las revistas de páginas satinadas exhiben y magnifican cuanto acontece alrededor de la familia real. ¿Pertenece la monarquía al ámbito del gobierno o de la farándula? 

El monarca, Jefe de Estado, se mueve básicamente en círculos empresariales y financieros. Es verdad que algunos grupos derechistas han rebajado su fervor por el Rey, pero con él están a partir un piñón el ejército, la patronal y la banca. La apoyaron y ahí se mantienen porque les ofrece un orden constitucional favorable. También respiran aires parecidos –y con pena lo digo— los hombres de Iglesia. Con excepciones, es verdad. 

3. Gastos excesivos y ofensivos

A los reyes y los príncipes les sufragamos los palacios, los viajes en yates, las correrías en las pistas de esquí, los caprichos cinegéticos, las cabalgatas y el golf. Disponen de un sistema de ayudantes, secretarios y escoltas. A cambio leen algún discurso (que por supuesto no escriben) y saludan de vez en cuando. El sueldo de los Reyes y su familia ha sido durante años un asunto totalmente opaco para la sociedad. Últimamente se han dado cifras tratando de amortiguar el golpe de la caída. 

Aún así, se sabe que la familia real gasta muchísimo más de lo que supone el sueldo. Los presupuestos de los diversos ministerios se encargan de camuflar los gastos que corresponden a los desfiles, escoltas, viajes, recepciones y un larguísimo etc. ¿Por qué la gente común debe pagarle gastos suntuarios a un Rey que ni siquiera tiene que responder de sus eventuales crímenes? 

4. De la mano de Franco

Añádase a todo ello que en España la actual monarquía vino de la mano de Franco, el dictador. Un hombre que en su singular intento de regenerar la sociedad aportó la muerte de 192.684 seres humanos y 300.000 desaparecidos. Cifras que he leído y no sé si pecan por exceso o por defecto. Franco, un individuo que con su dictadura sumió al país en un enorme retraso económico y cultural. 

El 18 de julio de 1978, la Casa del Rey publicó el siguiente texto: “Hoy se conmemora el aniversario del Alzamiento Nacional que dio a España la victoria contra el odio y la miseria, la victoria contra la anarquía, la victoria para llevar la paz y el bienestar a todos los españoles. Surgió el Ejército, escuela de virtudes nacionales, y a su cabeza el Generalísimo Franco, forjador de la gran obra de regeneración.”

5. Otros flecos

Por supuesto que existen Repúblicas con gobernantes ineficaces, injustos y hasta pervertidos. Nada tiene de riguroso compararlas con las monarquías más decentes. Se trata de realidades heterogéneas. 

Hay partidos en el país que dicen tener ADN republicano, pero que votan en monárquico porque hace más de 30 años se avinieron a un pacto. Renunciar a los propios principios no se me antoja un correcto proceder. Y, en todo caso, los pactos pueden cambiar transcurridos 30 años. 

Sin ánimo de ofender, pero imagine el lector que el descendiente destinado a Rey sale psicológicamente tarado o con inclinaciones masoquistas o simplemente resulta inepto. ¿No cabe sino aguantarlo y resignarse? ¿No será estúpido un tal proceder? Y conste que las familias reales son pródigas en alumbrar individuos psicópatas, crueles, caprichosos, lujuriosos y dictadores. Repase el lector la biografía de Felipe V, por ejemplo, y sabrá de qué va la cosa. 

¿Qué hace un Rey que no pueda hacer cualquier otro Jefe de Estado? Me atrevo a decir, con ironía no gratuita, que sí hace algo más. En caso de colisión entre la patria que rige y la familia a la que pertenece, el Rey suelen decantarse por quienes alegan tener sangre azul. 

Motivo de más para pensar a fondo si hay que depositar un voto monárquico o republicano en el caso de que uno pudiera pronunciarse. Un caso que no es el caso. Y es que no hay motivo para referéndum alguno, dicen las fuerzas constituidas: “Lo que no está en la Constitución no existe”. Y, añado yo, muchas cosas que están tampoco existen. Por ejemplo, que “todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada.”