El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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domingo, 30 de noviembre de 2014

Igualdad varón / mujer en la Iglesia

En la entrada antepasada anuncié varios escritos para insistir en cuestiones que, a mi entender, debieran ser asumidas por la Iglesia. El actual Papa ha cambiado el talante y el clima, pero hasta que la música no se convierte en letra, hasta que las palabras no inciden en las estructuras, las ideas no toman cuerpo o, en todo caso, resultan frágiles y tornadizas. A una entrada de blog sólo le es dado pronunciarse de modo genérico y hasta diría que epidérmico. Sin embargo, permite adivinar las líneas de pensamiento del autor.


El observador neutral advierte que la Iglesia católica es de las pocas instituciones, al menos en el hemisferio occidental, que no admite en la práctica la igualdad entre hombres y mujeres. Evidente que la mayoría de practicantes sentados en los bancos de la Iglesia pertenecen al género femenino. Y las estadísticas consultadas dicen que un 61% de mujeres comprometidas pertenecen a diferentes órdenes religiosas femeninas, frente a un 39% de hombres, entre sacerdotes, obispos, religiosos y diáconos. 

Pues bien, se da el caso de que la toma de decisiones, el protagonismo y la visibilidad de la institución están casi en exclusiva en manos de varones. Así acontece en el cardenalato, el episcopado, el sacerdocio y demás ministerios eclesiásticos. Incluso hay obispos que, en el colmo de los desatinos o en la cima de la misoginia, prohíben que las mujeres suban al presbiterio. En algún caso, ni siquiera permiten que ejerzan de monaguillos. 

¿Por qué tanto empeño en que ellas sean invisibles? No quiero profundizar en el asunto porque probablemente habría que aludir al ansia de poder, al temor ante el sexo y otras cuestiones turbias. Lo cierto es que hay palabras contundentes en el Nuevo Testamento que invitan a superar la actitud de recelo ante la mujer. San Pablo afirmó con contundencia: 'Ya no tiene importancia ser (…) hombre o mujer (… ) porque unidos a Cristo Jesús, todos sois uno solo. Y si sois de Cristo, también sois (…) herederos de las promesas”. Jesús no indicó un rol distinto, mejor o peor, para las mujeres en su círculo. Quiso para ellas el mismo lugar y papel: el de hijos/as de Dios”. 

Transcurrieron algunos años, se consolidó la Institución, penetraron por las rendijas de sus muros ambiciones varias… La Iglesia se homologó con las estructuras tradicionales del poder. Los varones son los que mandan. A partir de ahí se elaboraron numerosos argumentos, teológicos o de otro tipo, más bien rebuscados, para sostener las medidas tomadas. 

Desde entonces las mujeres son mayoría en la iglesia católica, pero silenciadas y poco visibles. No me extraña que haya colectivos femeninos contrarios a una tal situación y que algunos se muestren incluso indignados. El debate se halla atascado. Los obispos temen, sobre todo, que las mujeres exijan la ordenación sacerdotal cuando el magisterio se ha mostrado en contra, aunque no de manera definitiva e irreversible. 

Los colectivos femeninos aludidos recuerdan que todos somos hermanos y hermanas. Que la igualdad es cuestión de derechos humanos. Una teóloga de larga y solvente trayectoria, Dolores Aleixandre, escribe: “el Evangelio habla de una comunidad circular en la que alguien tiene la presidencia, pero en la que todos somos hermanos y hermanas. Me pregunto por qué tenemos tanto miedo al sueño circular y fraterno de Jesús y creo que tenemos mucha confusión entre autoridad y poder".

A mí se me ocurre que la invisibilidad de las mujeres en la Iglesia empobrece a la comunidad y echa por la borda una buena dosis de credibilidad. Empobrece porque la mujer dispone de unos registros peculiares en su pensar y sentir, en su mirada a la familia y a la sociedad. Pero como no decide ni se le presta gran atención, sus aportes quedan en la orilla. 

También su marginación le hace perder credibilidad a la Iglesia, pues ya sólo grupos radicalizados o fundamentalistas propugnan la discriminación de media humanidad a causa de su sexo. La Iglesia afirmaba en el último Concilio que hacía suyos los problemas, goces e inquietudes de los hombres y mujeres de nuestro mundo. Preciso es sacar las consecuencias y abordar el tema. La Iglesia, que con tanto afán defiende los derechos humanos en la sociedad, no debería mirar a otra parte en este punto. 

Las monjas de Estados Unidos llevan años bajo sospecha en el Vaticano. Ellas tratan de no desfallecer en su lucha. No les interesa debatir dogmas ni principios doctrinales, sino que el gobierno de la Iglesia actúe de modo más corresponsable. Piden que no se discrimine a la mujer, tampoco en su acceso al sacerdocio. Solicitan que se reconozca lo que es práctica habitual en la sociedad: el control de la natalidad. Luchan por "una Iglesia sin poder ni privilegios, al servicio de los más pobres, esperanza de los desvalidos, con entrañas de misericordia. Una Iglesia libre, que viva, luche y sufra con el pueblo".

Defienden estas cosas día a día con pasión teñida de evangelio, con el ofrecimiento de un diálogo respetuoso, profundo y honesto con la jerarquía. Ellas lamentan que en la vida civil se hayan conseguido unos derechos no reconocidos todavía en el interior de la Iglesia. Deploran que la discriminación hiera a muchas mujeres en el interior de la Institución, aleje a otras de la misma y la desacredite frente a la sociedad.

jueves, 20 de noviembre de 2014

Las ruinas del muro


El pasado 9 de noviembre se cumplieron 25 años de la caída del muro de Berlín. Se derrumbó el mayor emblema del comunismo. Se me ocurren algunas reflexiones a propósito del hecho. Cuando el contendiente yace por un cuarto de siglo derribado en la lona ya no tiene sentido alertar acerca de su peligrosidad. A la vera del muro en ruinas, tras un cuarto de siglo, cabe hilvanar algunas ideas a este propósito. 

Se ha dicho que las sociedades occidentales destinan un tercio de sus habitantes a lucrarse de modo voraz e insolidario. Otro tercio logra asegurar su trabajo, es decir su fuente de ingresos, que defiende con uñas y dientes. El último tercio vive más allá de la línea roja que marca las condiciones de pobreza/miseria. 

Cuestión de sensibilidad

Quien tuvo y tiene un mínimo de sensibilidad humana no se contenta con celebrar la victoria sobre el “enemigo” agitando la bandera capitalista por encima de las ruinas del muro. Se pregunta más bien si en los países que conforman el hemisferio sur se respetan los derechos humanos —el de comer es indudablemente de los primeros— con el mismo afán con que se preguntaba por la andadura de tales derechos en el Este. 

Las obsesiones, las ideologías acríticas, las opciones tomadas con las vísceras —más que con la cabeza— suelen jugar malas pasadas. De ahí que no está fuera de lugar la sospecha acerca de si tanto interesaban los derechos humanos. Pudiera suceder que más de uno celebrara la derrota comunista pensando en la amplia brecha abierta en el Este de Europa en vistas a ampliar el negocio. 

Bien cierto que fracasó el marxismo en sus aspectos sociales, económicos y políticos. ¿Nos dedicaremos entonces a exaltar y magnificar el capitalismo? Puesto que los antagonistas perdieron la partida, ¿vamos a exasperar los postulados del libre mercado, sin temor a que nadie levante la voz? ¿Vamos a desechar los correctivos que a regañadientes iba incorporando el sistema neoliberal? No, por favor, no demos paso libre a un capitalismo todavía más salvaje. La ley del más fuerte ya tiene suficiente vigencia como para abrirle las puertas de par en par. 

Desde un punto de vista creyente sería un error alegrarse, sin más, de la derrota marxista. Al fin y al cabo el marxismo —e incluso algunos aspectos del socialismo real— tenían como motivo de inspiración la generosa utopía de mayor bienestar para todos. Un tal objetivo debe sostenerlo el cristiano sin reticencias. Si el aparato estatal de las sociedades comunistas se confesaba ateo y materialista, no hay motivo para echarse las manos a la cabeza. ¿O es que basta confesarse creyente con los labios, andar con la Biblia bajo el brazo y hacer reverencias a la jerarquía para demostrar la autenticidad de la propia fe?

Cierto que el Reino de Dios y la salvación integral del hombre no se reducen al bienestar económico. Pero el reduccionismo puede venir de la orilla contraria y sostener que la gracia sobrenatural coincide con la salvación plena. No. La salvación integral abarca todos los frentes. Resulta penoso que quienes poseen cuentas corrientes abultadas sean quienes más se empeñan en acusar de reduccionistas a los que se preocupan por una vida más digna para sus prójimos. 

Más allá de la ideología

Si no se pretende proyectar la salvación sólo hacia el más allá y convertir el Reino de Dios en una entelequia conviene proclamar muy alto que toda realización económica en beneficio de los más necesitados también forma parte de la salvación/liberación del ser humano. 

Piénsese cada uno lo que guste de la caída del muro en su 25 aniversario, así como de los sorprendentes cambios en los países del Este de Europa. Analícese como mejor parezca eso de que, según dicen, el libre mercado genera mayor riqueza que el mercado intervenido. Mejor enfocar la cuestión desde otro punto de vista más elemental y menos ideológico. 

Planteemos los términos diciendo que cada ser humano tiene unas necesidades biológicas que cubrir. Su estómago requiere de la digestión diaria. Cada uno debe, sin excepciones, vestirse, cobijarse y acudir al médico de vez en cuando. Las ideologías no cambian para nada esta realidad. Más o menos listos, más o menos elegantes, los hombres y mujeres se ven precisados en este mundo a procurar el alimento, el vestido y la vivienda.

¿No resulta más simple y humano, menos artificioso e interesado, otear el panorama desde esta perspectiva? Por supuesto que sí y, sobre todo, más cristiano. Desde las primeras páginas de la Biblia se afirma que el ser humano es imagen de Dios. Se le pone en un mundo capaz de producir el alimento y cubrir las necesidades que le sobrevienen… siempre que algunos más ávidos y codiciosos no se lo apropien.

El sistema, las realizaciones prácticas, las soluciones técnicas que desarrollen tales planteamientos serán los más aptos de cara a la convivencia. Las demás cuestiones deberán pasar a un discreto segundo plano, por más dosis de ideología o de visceralidad que contengan.

domingo, 9 de noviembre de 2014

¿Desacralización del papado?


Un discurso controversial, apto para los aspavientos fue el que el Papa dirigió en el encuentro mundial de movimientos populares. Lo pronunció el 28 de octubre pasado. El contenido versaba sobre la tierra, el techo y el trabajo. Temas sensibles y polémicos porque no suenan igual a los oídos de un banquero que a los de un desharrapado. Para mí que constituye un punto de referencia típico del actual papado. 

El Obispo de Roma hablaba de luchar contra las causas estructurales de la pobreza, la desigualdad y la falta de trabajo. Contra la depredación de la tierra y la dificultad de conseguir una vivienda, de la negación de los derechos sociales y laborales. Reafirmaba que era preciso enfrentar los efectos destructores del dinero: los desplazamientos forzados, las emigraciones dolorosas, la trata de personas, la droga, la violencia…”

A lo largo de la alocución repetía la idea de que se idolatra al dios dinero, al que se pone en medio de la sociedad y al cual se sacrifica cualquier cosa, aunque sea el hambre de los niños, los campos de refugiados y la dignidad de la persona. 

En un determinado momento se diría que escuchaba de antemano las críticas de algunos antagonistas de lejos y de cerca. De ahí que se sincerara: “es extraño, pero si hablo de esto para algunos resulta que el Papa es comunista”. Por lo cual insistía en que todo cuanto decía se encuentra en la doctrina social de la Iglesia.

Este discurso es paradigmático por lo que dijo y por cómo lo dijo. Cierto que otros muchos pontífices han aludido a la doctrina social. Pero lo hacían a media voz, dando la impresión de que la prudencia aconsejaba decirlo otorgándole el menor relieve posible. En fin, que nadie pudiera acusar al Papa de callar la doctrina social, pero que ésta llegara a los oídos del público en sordina. También pudiera suceder que, dado que “el medio es el mensaje” resultara un tanto bochornoso afirmar cosas que no cuadran con los zapatos que uno calza, las pompas a las que no renuncia y el hieratismo que exhibe. 

Decía el Papa que el encuentro no respondía a una ideología, pues los movimientos populares trabajan con realidades y no con ideas. Estos conceptos me recordaban muy de cerca a autores catalogados en los estantes de la teología de la liberación. Dicen que el Papa Bergoglio no le tenía mucha simpatía a esta teología. Es muy posible que le temiera precisamente a la etiqueta, a la ideología. Sin embargo su praxis se ajusta plenamente a ella. Antes de residir en el Vaticano ya caminaba por senderos embarrados para visitar a sus feligreses y se compadecía de verdad del sufrimiento ajeno. Interesa el contenido mucho más que la etiqueta.

El discurso que nos ocupa no parecía salir de la boca de un pontífice engalanado, sino del alma de un orador y militante, apasionado por el altruismo, con una enorme sensibilidad a favor de quienes sufren. Quizás éste es el motivo por el que no hace tanto que un connotado personaje de la curia ha acusado al Papa de desacralizar el Papado. Y otro le ha responsabilizado de que la barca de la Iglesia vaya a la deriva, sin timonel. ¿Qué concepto de Iglesia deben tener estos señores? Precisamente el papado se dignifica y fortalece cuando se preocupa por las necesidades reales de la gente y los pueblos. No precisamente cuando le da vueltas y más vueltas a asuntos crípticos de carácter litúrgico o canónico, ajenos al interés y las necesidades de la mayoría. 

El Papa ha cambiado el tono y el talante al que nos habían acostumbrado. Mi temor es que no finalice abruptamente un tal modo de proceder. A lo largo de la historia suelen tener vida breve estos episodios. Y entonces se sume en la decepción el personal más animoso y comprometido. Aparte del tono y la actitud, el Papa ya ha llevado a cabo algunas reformas. A Dios gracias, pues es peligroso eso de cambiar la música, pero mantener idéntica la letra. 

Algunas cosas, sí, se han plasmado en hechos. El banco vaticano ya sólo tiene la encomienda de cuidar el patrimonio de la Iglesia, pero no de tratar con inversores. El último Sínodo ha dado señales de que los divorciados podrían acercarse de nuevo a la comunión, a la mesa de la cual Jesús no despachaba siquiera a los fariseos mal pensados. También se ha dejado de fustigar inmisericordemente a quienes viven con orientaciones sexuales distintas a la mayoría.

El Papa Francisco dijo confidencialmente que algunos le despellejaban porque desacralizaba el papado. Añado yo: y porque denunciaba el neoliberalismo y andaba con zapatos deformados por el uso... entre otras muchas cosas. No se preocupe el Obispo de Roma. Muchos más son los que le miran y escuchan para recoger palabras de esperanza. Muchos son los que desean una Iglesia vestida más acorde con el Evangelio. Por lo demás, si a él le llaman comunista, a Jesús le tildaron de endemoniado. Los poderosos no se van con chiquitas cuando se amenaza su digestión. 

Hay que felicitar al Papa porque ha rescatado su función de la anormalidad en que se había despeñado. ¡Habíamos creído que una anormal hieratismo era la norma, era normal! Hay que felicitarlo porque ha puesto en marcha un movimiento esperanzador. Pero queremos más. Las hermosas palabras tienen que solidificarse en hechos y modificar las estructuras. 

Próximamente escribiré una lista de hechos que me gustaría poder celebrar o, al menos, atisbar en lontananza. Me adelanto a nombrarlos: mayor igualdad de la mujer en la Iglesia, poner las bases para la renuncia a la jefatura de Estado, establecer unos topes en el tren de vida de los obispos y personal afín, asumir compromisos escritos con diversos movimientos favorecedores de la ecología, restablecer el celibato opcional, rehabilitar a los sacerdotes que contrajeron matrimonio, mayor democracia en la elección de los obispos. Por encima de todo, lograr que los cristianos se sensibilicen con la causa de los pobres. A fuerza de pedir y reclamar en ocasiones algo se consigue, aunque no siempre.