El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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viernes, 30 de diciembre de 2016

A un envidioso

Apreciado envidioso: deja que empiece sin preámbulos diciéndote que, por propia voluntad, te vas amargando la vida de cada día y haces del bienestar del prójimo una tragedia de uso personal.

No vives tu propia vida, pues la condicionas a lo que hacen los demás. Te desenvuelves bien con tu coche, pero de pronto, si el vecino compra uno mejor, te entra el prurito de cambiarlo. Sufres pesadillas nocturnas hasta que lo consigues. Luego lo paseas frente a su casa para que sepa muy bien de tus superiores posibilidades económicas.

Objetivo: opacar al prójimo.

Cuando bautizas a tu hijo recién nacido o casas a tu hija salida de la adolescencia, quieres que tu entorno se entere.

Deseas impactar. ¿Qué la ceremonia resultaría más calurosa y familiar en un ambiente privado y modesto? Te da igual. No vas a dejar pasar la oportunidad. Si tienes que empeñarte por unos años o trabajar para lograr un doble sueldo, lo harás con gusto. La cuestión es mirar por encima del hombro a tus vecinos. Lo de menos es el gozo del acontecimiento.

Ésta es tu tragedia que cada día va anulando tus mejores energías. A cualquier suceso que te salga al paso quieres sacarle el jugo. Lo utilizas como pretexto para brillar. Mejor dicho, para opacar a quienes viven en tu entorno. Eres un devastador. Estás dispuesto a cercenar todas las cabezas que sobresalgan por encima de la tuya.

Y no menos preocupante resulta que te vayas destruyendo interiormente. Un gusano va royendo tu felicidad y tu tranquilidad. O quizás habría que decir que tú mismo eres el gusano que se va carcomiendo paulatinamente.

En ocasiones has luchado por causas realmente dignas de elogio. Pero, curiosamente, si otro es el que va delante con la bandera de la misma causa, entonces se agosta tu entusiasmo y empiezas a encontrarle puntos oscuros. Acabas, quizás, despreciándola, aunque en realidad a quien desprecias es al que brilla gracias a ella.

Observa hasta dónde conducen los mecanismos que mueven los secretos resortes del envidioso. No empleas las energías que posees para hacer el bien, sino para impedir que otro lo realice. O sea, cometes un pecado de omisión por partida doble: evitas que otros hagan y dejas de hacer. Para ti, el planeta yo debe estar en el centro y ser admirado por todos los demás, que jamás dejarán de ser satélites.

Una lógica peculiar.

Tus juicios han dejado de moverse por la lógica. Valoras las obras de los demás según tus particulares conveniencias, a saber, si te permiten brillar o te opacan. Debieras saber que existen multitud de refranes que miden la verdadera estatura del envidioso. La envidia es la venganza de los incapaces, reza un proverbio americano. Ya el viejo autor Plinio el Joven sentenciaba que envidiar significa reconocerse inferior.

Es así. Desde el momento que segregas este líquido viscoso, por más que invisible, llamado envidia, confiesas que no estás a la altura del otro. Y, en lugar de admirarle, pretendes hundirle. Donde se mueve un envidioso, señal de que algún valor se hace presente. Ya ves, acabas siendo un termómetro que calcula lo valioso que es justamente a quien deseas quitar de en medio. Arrojas piedras contra el árbol lleno de frutos. Si el árbol fuera estéril, no te molestarías tanto. El resultado que consigues es exactamente el contrario al que pretendías.

El triunfo ajeno te desgarra íntimamente. El bienestar del prójimo te causa un indisimulado desasosiego. Tu envidia va enterrando tus propias ilusiones. Genera inútiles sufrimientos. Es responsable de la frialdad que va apoderándose de tu corazón.

Es interesante comprobar que se suele envidiar a los que están cerca: los vecinos, los colegas, los de la misma profesión, los de idéntica clase social. Ningún pobretón envidia al presidente del país, a no ser soñando con los ojos abiertos. Pero, si el pobretón sale de su miseria y está afectado por el virus de la envidia, entonces, en lugar de vivir agradecido, empezará a mirar de reojo a sus nuevos vecinos para conseguir trepar más alto que ellos. La envidia no tiene tope. Asemeja a una carcoma que no ceja.

Y es que, por definición, la envidia es la tristeza o pesar del bien ajeno. Como siempre habrá quien posea, sepa o brille más que tú, jamás curarás de esta enfermedad. Moraleja: revísate a conciencia, detecta si la envidia echó metástasis y ponte en manos de un buen médico. Que, en este caso, no puede ser otro que tú mismo. Tu voluntad de ver con ojos limpios los bienes y las cualidades de tus hermanos.

Contra envidia, amplitud de espíritu. Éste es el antídoto recomendado.

Con los mejores deseos de que te liberes de tantas amarguras como te aquejan inútilmente, se despide tu seguro servidor.


martes, 20 de diciembre de 2016

Dimensión política de la Navidad

Los evangelios de la infancia de Jesús no se clasifican en la categoría de la historia estricta, como bien saben los interesados por el tema. Sin embargo, proclaman una gran verdad. Como sucede tantas veces, la verdad más genuina no se relaciona necesariamente con la ecuación matemática o la probeta de laboratorio.

El lírico relato del nacimiento de Jesús es más apto para imprimir huellas duraderas en el corazón humano que el acta certificada por un notario. Jamás se han convocado agrupaciones festivas con el propósito de celebrar una fiesta alrededor de un acta de nacimiento o de una cédula. Pero desde hace dos mil años, en los más lejanos rincones del planeta, hay gente que recuerda el aniversario de un niño en pañales, gimiendo en una cueva, al calor de unos animales.

Más allá de la vertiente poética
Los cristianos que todavía mantienen estelas infantiles en su interior tratan de reproducir el bosque recurriendo al musgo. Construyen un establo de cartón y simulan un río de aguas cristalinas con papel de aluminio. Les da por manipular el algodón hasta asemejarlo a las blancas nubes que recorren el firmamento. Tal parece que alguna pandemia infantil y nostálgica se apropia de los corazones en la época navideña. Es el momento del canto y el abrazo, de la comida compartida y de olvidar los malos ratos que la vida proporcionó hasta ayer mismo.   

Más allá de la vertiente poética, que no debiera evaporarse aún en tiempos de técnica y consumo, la Navidad interpela la dimensión política de la sociedad. Bien está la poesía, siempre que no suma en el letargo. Pero el relato evangélico, a decir verdad, no se refiere a una noche silenciosa, ni describe los cabellos rubios y ensortijados de un bebé con mofletes color de rosa. El pesebre y los pañales remiten a un mundo pobre y fruto del rechazo. No había lugar para ellos en la posada. Los evangelios canónicos ni siquiera dan fe de un asno y un buey atentos a calentar el ambiente.

Los papeles se invierten
Está claro que el pasaje de Belén se posiciona en favor de los desprovistos de voz y de poder —los pobres, los pastores— y en contra de poderosos. Cita con displicencia al emperador Augusto, ya que no queda más remedio que datar el hecho. Pero junto al pesebre no están los sumos sacerdotes, ni el gobernador, ni los sabios escribas, tan versados en los vericuetos de la Ley. Curiosamente, sí desempeñarán ellos un papel relevante en la pasión y muerte de este niño apenas nacido.

El canto de María, la llena de gracia, habla de la humillación de los poderosos y la exaltación de los humildes, de la saciedad de los hambrientos y la postergación de los ricos. No por nada, sino porque a la mayor riqueza de unos corresponde la mayor pobreza de otros. El niño ya va acostumbrando el oído a las expresiones de su madre, que apuntan a una convivencia social muy distinta. Ahora el pequeño todavía balbucea, pero cuando crezca insistirá en que los últimos son los primeros y viceversa.

Bien está la noche de paz que nos propone el más famoso villancico. No escatimemos la poesía de una noche fulgurante de estrellas alumbrando la gruta de Belén. Pero tampoco pasemos por alto lo que le sucederá al pequeño protagonista tres décadas más tarde. El niño del pesebre ya lleva grabada la cruz en la frente. Será mal visto porque, entre otras cosas, cuestionará los pilares de los que el pueblo se muestra tan orgullos y el orgullo de los dirigentes. Concluirán los poderosos que vale más que muera un hombre por el pueblo que no todo el pueblo por un hombre.


El niño que yace en el pesebre no muestra el menor entusiasmo por la pax romana, sustentada en impuestos y en el temor de las lanzas. En esta paz sólo los poderosos encuentran acomodo. El niño prefiere la que luego se llamará Pax Christi, basada en un nuevo orden de relaciones humanas. La que proyecta un corazón sencillo y limpio e insta a luchar por la justicia y la verdad. La que se remite al sueño del viejo profeta Isaías: que las espadas se conviertan en arados y los lobos se amansen hasta convivir con los corderos.

La historia del niño Jesús va más allá de una entretenida y poética narración para escuchar cuando la familia se reúne en torno a la mesa en los días de Navidad. Es la semilla de la buena nueva. Interpela a los hombres y mujeres de nuestro mundo a ser creativos y generosos a fin de poner en pie un nuevo estilo de convivencia. El niño de Belén todavía no habla, pero ya levanta la voz contra la injusticia de la desigualdad entre los seres humanos. La primera paradoja de las muchas que formulará andando el tiempo.  

sábado, 10 de diciembre de 2016

El ecosistema del silencio y la palabra

Hemos escuchado una y otra vez que nuestra época se caracteriza por la comunicación. Las nuevas tecnologías las favorecen hasta la exasperación. Y generan adicciones: Facebook, whatsapp, twitter

En el proceso de la comunicación es muy necesario tomar en consideración la relación entre silencio y palabra. Se trata de dos momentos íntimamente relacionados. La comunicación se degrada si falta una de las dos alas, pues deja de volar para precipitarse en tierra. Cuando hay exceso de palabras el interlocutor queda aturdido. Cuando el exceso le corresponde al silencio, la relación se enfría.
Escuchar, ampliar horizontes
El silencio, en su justa medida, forma parte esencial de la comunicación. Conforma el marco que permite escuchar y reflexionar acerca de lo que el otro dice y de lo que nosotros pretendemos transmitir. Cuando uno calla, tácitamente le cede al otro el turno de la palabra. Cuando escuchamos atenta y silenciosamente se nos ofrece la oportunidad de ampliar horizontes y no aferrarnos a nuestras ideas y palabras. Tras la escucha los pensamientos se ensanchan y flexibilizan.
Por lo demás, en el silencio el lenguaje corporal o gestual pasa a primer plano. La expresión del rostro se dibuja con mayor precisión. Los estados de ánimo se transparentan más fácilmente a través de los ojos. Determinados silencios son muy elocuentes si se acompañan con un gesto, una sonrisa, una caricia. Por supuesto que cuando las palabras callan se posibilita discernir mejor los mensajes recibidos. Y resulta muy positivo discriminar los que valen la pena.
Hoy día se insiste en la necesidad de conservar y equilibrar el ecosistema. Pues de la misma manera hay que cuidar este otro sistema de equilibrios precarios. Es preciso poner en su justa relación y correspondencia el silencio con la palabra, la imagen con el sonido.
También Dios habla y calla
Por algo será que tanto en el cristianismo como en otras tradiciones religiosas el silencio y la soledad gozan de un fuerte aprecio. Son espacios que favorecen el encuentro de la persona consigo misma. Más aún, conducen al individuo hacia la búsqueda de la Verdad en mayúscula.

Bien puede decirse que el Dios que se revela habla también sin palabras. Por paradójico que parezca el silencio de Dios puede manifestar el mayor amor. La cruz es la mejor demostración. Puesto que Dios es capaz de hablar en el silencio, en justa correspondencia a través del silencio el ser humano consigue hablar con Él. Porque hay silencios capaces de metamorfosearse en contemplación para permitir luego entrever la trascendencia.

En el último Concilio hay un párrafo bien logrado y denso de contenido. Afirma que la Revelación divina se lleva a cabo con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre sí, de forma que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y los hechos significados por las palabras, y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas (Dei Verbum, 2).

Para mí que éste es también el ideal de la comunicación humana: que los hechos y las palabras caminen unidos y se ilustren mutuamente. Lo cual equivale a desear que no acontezca desfase alguno entre la cabeza y el corazón, que no se cuele la hipocresía entre lo que uno dice y lo que hace.

La verdadera y auténtica comunicación implica el aprendizaje de la escucha. Escuchar, contemplar y hablar son momentos básicos en orden a que los seres humanos se comprendan a fondo. Lo cual sirve exactamente para los que se comprometen a transmitir la buena nueva del evangelio a sus contemporáneos.