El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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miércoles, 31 de enero de 2018

Personas de frontera


Quien vive cerca de la frontera conoce muy bien su convencionalismo. La frontera no es más que una línea imaginaria. El paisaje, las aves y el clima, la ignoran plenamente. Pero el habitante en el entorno conoce también sus reales condicionamientos. Las gentes de la región están habituadas a los guardias y a los trámites burocráticos. Saben que los de la otra parte son distintos, que obedecen a otras leyes y costumbres. 

La frontera une y separa a la vez

Lo paradójico de una frontera es que une: un país con otro, una región con la colindante. Y a la vez separa: la región X pasa a ser distinta de la región Y. De manera que la frontera se erige en un símbolo lleno de densidad. Desconocer la frontera empobrece: olvida que los hombres no son iguales. Marcar en exceso la línea fronteriza endurece las posiciones y convierte al prójimo en extraño y extranjero. 

Hay que saber vivir con garbo y elegancia la línea fronteriza entre Iglesia y sociedad secular. No hay que renunciar a la pasión por Dios ni a la pasión por el mundo. El talante católico, obligado por sus mismas raíces semánticas, apunta hacia la apertura y la totalidad. No es que desconozca las fronteras, sino que las ve como cauces favorables a la intercomunicación. 

Ahora bien, quien mejor ejercerá el papel de puente entre ambas partes de la frontera será quién sepa colocar una pierna en cada lado. Es decir, quien comulgue con los mejores ideales que mueven a la Iglesia y, a la vez, se considere hombre de su tiempo, hermanado con los progresos y ambigüedades de nuestra sociedad. 

Resulta incómoda la vida en la frontera. Por eso muchos hacen de ella una barrera, una verja que les proteja su identidad. Ven amenazas y peligros en todo signo de apertura. Recelan de quien observan estrechando las manos. No están bien cimentados en ambas partes. Les sobreviene una especie de xenofobia religiosa, de miedo a lo que no les resulta conocido y familiar. 

Construir puentes y no muros

En el fondo les afecta el síndrome de la seguridad institucional. Señalan como enemigos, disidentes y traidores a quienes tratan de levantar puentes. Ellos interpretan que se está facilitando el asalto al enemigo. Este síndrome siempre es de lamentar, pero más aún cuando se convierte en estratagema compensatorio. Es decir cuando se anatematiza al prójimo para tener la sensación de que yo no soy como él. Y, por tanto, puedo gozarme en mi buena conciencia. 

Si el lector permite alargar un poco más todavía la metáfora de la frontera diría que las oportunidades de comunicarse y pasar de un lado a otro en la práctica son mayores de las que prevé la burocracia oficial. Es sabido que no siempre se transita por el lugar legítimamente reconocido. En ocasiones hay que abrir senderos nuevos para intercambiar la buena mercancía, proceso que beneficiará a los habitantes de ambos lados. Pero ello es visto con malos ojos por los centinelas. De ahí que un tal comportamiento tenga sus riesgos. 

Al creyente de frontera le tocará, de vez en cuando, hablar de modo extraño para el mundo eclesiástico, así como dejar oir palabras que se le antojarán disonantes a la sociedad secular. En uno de los ámbitos tendrá que introducir un poquito más de libertad y espontaneidad. En el otro se verá obligado a disminuir el clima de frivolidad que se adueña de la población.

Una cosa es cierta. Aquellos a quienes les ha tocado vivir en el terreno difícil de la frontera merecen reconocimiento y afecto. Necesitan solidaridad para saberse acompañados. De lo que menos que requieren es de recelos, críticas o condenas.

viernes, 19 de enero de 2018

Entre la fe y la cultura religiosa

La polémica acerca de si es conveniente o no estudiar religión en la escuela parece no tener fin. Se suceden las leyes, se atiza el fuego, se recogen argumentos de todas clases y colores. Un ejército de analistas, editorialistas y panelistas opinan sobre el particular. Nos agobian con sus dictámenes y juicios categóricos.


También quiero colaborar con mi granito de arena. El tema se columpia, de vez en cuando, sobre la ola de la actualidad y no deja de ser tentador dejar constancia de la propia opinión. Después de todo, uno de los propósitos de este blog consiste en clarificar los pensamientos de quien escribe, explicitándolos y ordenándolos a través de la escritura. Porque lo que no se expresa con frecuencia permanece en una nube gaseosa que no se deja aferrar cuando las circunstancias lo precisan.     

Distinguir para aclarar

A lo largo de muchos años me he ido convenciendo de que es del todo necesario distinguir entre educación de la fe y cultura religiosa. La fe hay que cuidarla en la familia y la comunidad religiosa, llámese parroquia o cualquier otra entidad o confesión del signo que sea. Luego está la enseñanza religiosa de carácter cultural que tiene que ver, por ejemplo, con la historia de las religiones, al papel de la Biblia en la literatura, la función de la Iglesia en las costumbres sociales, etc.  

Estos temas hay que abordarlos en igualdad de oportunidades con los demás conocimientos típicos de la escuela y la Universidad. Se trata de cuestiones que han permeado la cultura occidental y han movido a muchos seres humanos a adoptar determinadas actitudes, a veces heroicas, como es el caso de los mártires. Nos las tenemos que ver con hechos que han dejado una profunda huella en la historia. ¿Quién ha influido más que Jesucristo en nuestro mundo? Si se le destierra de los conocimientos propios de la cultura general el educando se moverá en un terreno falso y manipulado, no logrará captar el significado de muchos símbolos, pinturas, libros, etc.  

Cualquier religión o confesión que haya ocasionado cambios en la mente de los hombres y condicionado el curso de la historia merece ser tenida en cuenta.

Con el paso de los años me he reafirmado en la distinción entre catequesis y cultura religiosa. El estudio de la catequesis en el ámbito escolar más bien resulta contraproducente. Es suficiente comprobar cómo las hornadas de los estudiantes —finalizados los años de la escuela— arrinconan todo cuanto desprende un vago efluvio religioso. Con el inicio de la universidad cambia el ambiente y a no tardar suelen derrumbarse los débiles cimientos de la fe.


No es ningún secreto que numerosos profesores de religión se las ven canutas a la hora de conseguir la imprescindible atención por parte de los alumnos. Entonces no raramente planean una estrategia para alcanzar —casi uno está tentado de decir “mendigar”— el interés de los adolescentes o jóvenes. Y cambian furtivamente el programa. Donde la guía didáctica se refiere a los sacramentos se habla de la amistad. Cuando toca estudiar la Biblia se plantea el tema del aborto. En lugar de los actos litúrgicos se propone la fraternidad entre los pueblos. En otras palabras, arrastran vergonzantemente por las aulas el programa relativo a la religión/catequesis. ¿Entonces?

Dios está a otro nivel

Duele que se ponga a la altura de los quebrados al Dios Padre de Jesús. Se pretende fijarlo junto a la geografía del país y las fórmulas físicas a memorizar. Uno se pregunta si es que Dios tiene tan baja autoestima que compite por conseguir un puesto en la pizarra.

Este Dios impuesto lo asocio, y no sé exactamente por qué, a algunos personajes tétricos y siniestros que han salpicado los últimos capítulos de la historia global. Un Pinochet y un Videla de misa y comunión diaria... un Bush y un Aznar que deciden, con la mayor frivolidad y el menor escrúpulo, bombardear un país y provocar muertos por miles.  

Lo asocio al dios en minúscula, venerado por ciertos capitalistas exaltados, que compensan su voracidad, sus fraudes, sus sueldos blindados y su jubilación escandalosa con algún momento de oración o lo que ellos entienden por tal.

En ese dios nadie puede creer honradamente. Porque es el mismo que mueve los músculos de algunos eclesiásticos endureciéndoles el rostro mientras miran aviesamente a su alrededor. Imposible creer en el dios que permite el insulto y discrimina según el color de la piel. Un dios así no es digno de crédito.


En cambio yo me siento seducido por la grandeza del Dios que inspiró  los pinceles del Greco, los éxtasis de Sta. Teresa, la estética de Claudel, la búsqueda científica de Teilhard de Chardin. Estos personajes de primer rango tienen algo que decir a los niños y jóvenes que frecuentan las aulas, por más que no les hablen de misas ni rosarios.

¿Qué puede entender un muchacho, al pisar las losas de un museo, si no sabe distinguir la Asunción de la Ascensión, la Virgen de Sta. Magdalena y Jesucristo de S. Pablo? ¿Y qué captará del sentimiento que asoma en el rostro de los místicos si jamás ha experimentado la más leve conmoción de una vibración religiosa?

domingo, 7 de enero de 2018

Criterios de madurez

¿Hay algo más saludable que sonreírse a tiempo y con cariño de los aspavientos del prójimo? ¿No es refrescante y oxigenador sorprenderse a sí mismo y en plan humorístico, poniendo el índice sobre la boca a los impulsos interiores que exigen más consideraciones y más honores de quienes nos rodean? A estas metas tiene acceso la madurez. 
Pero exactamente... ¿en qué consiste? Porque los grandes conceptos con frecuencia evocan sin definir. Y, de tanto usarlos, la gente no se molesta en escudriñar lo que trajinan sobre el lomo. ¿Hay criterios más o menos precisos que permitan hablar de la madurez?
Equilibrar la autoestima, la razón y la afectividad
Ante todo, urge combinar con exactitud el valor de uno mismo, su autoestima, con sus deficiencias y limitaciones inevitables. Sin un mínimo de confianza básica en la vida, se hace difícil afrontar las dificultades y contratiempos cotidianos. Pero una cosa es el yo real y otra el yo ideal. Sólo los narcisistas o los adolescentes fantasean acerca de la imagen de su propio yo y luego la confunden con su real ser y quehacer. Cuando la megalomanía se impone, el individuo se muestra incapaz de gozar con las pequeñas cosas de la vida. Es víctima de un desasosiego que le conduce al desánimo y a la queja pertinaz. 
A medida que la persona crece tiene que aprender a tomar posturas ante la vida. No es suficiente con vivir de modelos abstractos: causas cautivadoras, valores puros, ideales trascendentes... No. Es preciso saber qué es lo mejor en un momento dado. Arriesgarse y escogerlo. Aunque la decisión, mirada desde el otro costado, siempre supone una mutilación... 
Una personalidad madura logra balancear el corazón y el cerebro, la afectividad y la razón. La razón busca la luz y muchas veces la consigue. Entonces accede a la objetividad, a la visión de conjunto, a los términos del problema. Ahora bien, la razón tiene su rol, pero el verdadero motor de la vida es el corazón. Y desde Pascal queda dicho que el corazón tiene razones que la razón desconoce.
El hombre maduro sabe que algunas de sus acciones no se sostienen desde la pura lógica, pero que es preciso seguir haciéndolas. A veces cierra un ojo y mira a otro lado porque es consciente de que la intransigencia abre heridas y envenena la convivencia. Pero también sabe que hay una línea crítica que no puede traspasar, a no ser que renuncie a todo lo que es y ha construido.  
Vivir sin caretas
No ha llegado a un mínimo aceptable de madurez el que tiene que estar ocultando permanentemente cuanto siente o piensa, sus proyectos o sus miserias. Porque, en tal caso, demuestra no andar en orden consigo mismo. Se halla embrollado, desdoblado. Sin embargo, no se piense que es fácil alcanzar esta meta. Los golpes recibidos y las frustraciones experimentadas enseñan a calcular los riesgos. Advierten de que no hay que exponerse demasiado. Uno guarda en la punta de los labios aquello de que más vale prevenir que curar y que en boca cerrada no entran moscas.

No obstante, quien se repliega, se amarga y desconfía, no irá muy lejos. Y habrá renunciado a su libertad interior. Será esclavo de lo que otros dicen o piensan. Vivirá espiando futuros golpes que, en realidad, quizás nunca lleguen. La persona inmadura da la sensación de que está desquiciada: lo que muestra hacia fuera no se corresponde con lo que realmente vive por dentro. Será el miedo la causa, o tal vez una imagen distorsionada de sí mismo o, quien sabe, una actitud que ha cristalizado en la mentira existencial.
La sexualidad en su lugar
¿Y qué sucede a la persona madura en cuanto a su autoafirmación y sexualidad? No se culpabiliza de sus sentimientos de orgullo ni de sus apetencias sexuales. Los siente él, pero es la naturaleza a la que pertenece quien le transmite tales impulsos.  Sabe, además que la persona y la relación interpersonal, al final, valen mucho más que la satisfacción de sus necesidades. Y que el mero roce de la piel acaba produciendo una gran dosis de aburrimiento. Otorga a la amistad y la ternura mayor valor que a la relación genital, aunque no huye de ésta ni la minusvalora. La coloca en su justo lugar.

Al varón y a la mujer llegados a un cierto grado de madurez les encanta seguir en la lucha, disfrutar de lo que han ido creando y ganando con su esfuerzo. Pero sin avidez, sin que el éxito ajeno coloque sombra alguna en sus vidas. Si llega el caso, hasta están decididos a dar una mano a la competencia. Sobre todo, para empujar causas hermosas.
El ser humano maduro sabe responder acerca de las grandes constantes de su vida. Explica, sin mayores dificultades, cómo el pasado ha influido en su presente y la eventual dirección que tomará el mañana. Muy al contrario de quienes no saben sino describir anécdotas y sucesos deslabazados al contar su propio vivir, la persona madura ha percibido la unidad de su existencia, le ha tomado el pulso a las diversas dimensiones del tiempo: pasado, presente y futuro. Aprecia incluso las experiencias negativas porque en algún momento ha podido sacar lecciones positivas de ellas.
La madurez es un itinerario en el que se hace camino al andar. Sirve, entre otras cosas, para ahuyentar dosis excesivas de bilis y úlceras de estómago innecesarias.