El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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miércoles, 29 de noviembre de 2017

El conflicto entre el Estado y Catalunya (y II)

Una difícil convivencia

Después de tantos conflictos y divisiones, ¿puede regresar la paz y la convivencia amistosa? Cuando se sepa lo que quiere la mayoría del pueblo y se lleve a cabo entonces sí. De otro modo se me antoja francamente difícil. Porque un pueblo no se puede mantener sometido y entre rejas. El tiempo de las colonias ha caducado.

Quienes han instigado la separación han cometido errores, sin duda, y lo han confesado. También es muy posible que no hayan sido imparciales a la hora de contar el relato de lo sucedido. Claro que en la otra frontera el descaro de la comunicación no ha tenido límites. Con el agravante de que el Estado tiene muchísimos más medios. ¿No es penoso escuchar a todo un ministro de exteriores decir por el mundo que en Catalunya los niños no estudian la lengua castellana? La primera víctima del conflicto es la verdad. La idea se ha repetido muchas veces y se ha evidenciado una vez más.  

Hay quien acusa a los catalanes de mostrarse orgullosos, de pretender ser mejores que los demás. Nunca he escuchado tal afirmación en el otro bando. Sí, en cambio, he oído que los catalanes serían muy capaces de gobernarse por sí mismos. La lengua propia conseguiría más altas cotas de respeto y los presupuestos se ajustarían en mayor medida a lo que desea la gente que reside cerca de donde se aprueban.

Por todo lo cual me adhiero a la idea aquella de que lo mejor es enemigo de lo bueno. Vivamos como buenos vecinos, respetándonos, en lugar de hacerlo como hermanos en permanente conflicto. Respeto y admiro la lengua castellana como tantas otras cualidades de quienes habitan en el Estado español. No tengo el menor inconveniente de usarla en el blog. También porque así me comunico con numerosos amigos que dejé el Caribe, donde impartí clases a lo largo de veinte años.

Ellos no entienden la problemática suscitada en Catalunya. Lo comprendo porque su escenario es muy distinto. Como también comprendo la incomprensión —valga el juego de palabras— de numerosos habitantes de otras regiones de España. Sus vecinos hablan el mismo idioma y tienen la misma historia. Sólo un leve folklore los diferencia. No es el caso respecto de Catalunya.


La lengua es la joya de la corona del catalanismo. Ella encierra los matices del hacer y del decir. Se ha ido conformando a lo largo de siglos. Sirve para expresar los sentimientos y emociones más profundos. Una lengua aprendida frente al diccionario jamás tendrá los matices y sentimientos de la que se aprendió en los pechos de la madre. Sólo quien lo ignora es capaz de afirmar que cualquier lengua da igual porque su función es la de entenderse y nada más. 

¿División de la sociedad?

Determinados parlamentos, tertulianos y periódicos no se cansan de atribuir la división de los catalanes al afán separatista. Vayamos por partes, admitiendo que, en el fragor de la batalla el ruido siempre retumba con más fuerza.

De todos modos, una cosa es cierta: las dos opciones están ahí, se confronten más o menos. En una sociedad adulta, civilizada y democrática no veo por qué no se deba hablar de los conflictos y problemas que surgen en su seno.  El silencio más bien es propio de una sociedad autoritaria, temerosa de la libertad de expresión. Se trataría en todo caso de una sociedad poco sana. Mejor hablar abiertamente de los temas que preocupan.

Hay quien culpa a los partidarios de la secesión de los males que acarrean a la economía, la política y la sociedad. ¿Deben desaparecer entonces estos millones de ciudadanos? Con idénticos argumentos, volteando el argumento, cabría el deseo de eliminar a los que no desean la separación. Los unos como otros tienen derecho a sostener sus puntos de vista. El problema sólo tiene una solución. Contabilizar los votos uno a uno y aceptar el resultado.


Una sociedad madura debiera poder llegar a esta encrucijada y admitir sin la menor violencia los resultados. Lo han conseguido en otros lugares de nuestro mundo: Escocia y Canadá, por aludir a los más conocidos. Si hace falta, establézcanse unas determinadas condiciones: un mínimo de votantes, un tanto por ciento de votos favorables para el cambio. Y así se terminará de una vez el conflicto.


¿No le parece lo más razonable al lector? Dirá tal vez que corresponde decidir el asunto al conjunto de los españoles. Repito: es muy extraño que no sea la propia nación, sino la vecina, quien deba dictaminar su futuro. Por lo demás, si el obstáculo es la Constitución, con un poco de buena voluntad se pueden cambiar los términos. 

jueves, 16 de noviembre de 2017

El conflicto entre el Estado y Catalunya (I)

Observaciones previas

La cabecera de este blog se delata al anunciar que pretende reflexionar —entre otros— sobre los hechos que acontecen en derredor de su autor. No puedo negarme a emborronar unos párrafos sobre los acontecimientos que últimamente han acontecido en Cataluña. Aunque sé muy bien que el asunto enciende los ánimos y levanta pasiones.

Mi aportación consiste en ofrecer una especie de cápsulas superpuestas, obviando una sistematización rigurosa. Sería una quimera pretender decir todo cuanto el tema da de sí. Lo hago siendo consciente de que religión y política —más aún si mezclados— aumentan la explosividad del tema. Ahora bien, cuanto tiene que ver con los derechos de la persona tiene vasos comunicantes con el núcleo de la fe cristiana. Objetivos básicos del cristianismo son los de promover la paz, la libertad y el entendimiento entre la gente.

Es sencillamente un sofisma aquello de que no se debe mezclar religión y política. Aunque sólo sea porque pocas cosas escapan a la dimensión política. Lo que comemos y los impuestos que pagamos, por sólo poner un ejemplo, dependen plenamente de las decisiones de los gobernantes. Exhortaba el Papa actual el 30 de abril del año 2015: no tengáis miedo de meteros en las grandes discusiones, en la Política en mayúscula.

Determinar el propio futuro

Parece razonable que un pueblo pueda determinar su propio futuro. Y, en cambio, no tengo para nada razonable que sea el pueblo vecino quien deba darle permiso para quedarse o marchar de un determinado status político.

El papa Juan Pablo II, en el discurso en la ONU (5-X-1995), legitima este derecho fundamental cuando dice: Ni un estado, ni otra nación ni ninguna organización internacional, no tiene derecho a afirmar que una determinada nación no es digna de existir. Con algunos matices diversos documentos de la ONU caminan en la misma dirección. 



Se da por supuesto, por parte española, que organizar un referéndum sobre lo que desea el pueblo catalán es ilegal. Sin embargo, juristas de gran prestigio opinan que una tal prohibición no está escrita en parte alguna de la Constitución ni las leyes fundamentales.

En todo caso, bien se podría resolver el asunto si hubiera voluntad de hacerlo. Hace unos años, se reunieron los dos partidos más numerosos y en el lapso de unas pocas horas cambiaron un artículo de la Constitución. El asunto se refería a la capacidad de endeudamiento del Estado. Otros partidos minoritarios se enteraron del hecho una vez consumado. No debe ser tan intocable la Constitución. Por no sacar a flote aquello de que le asiste el derecho de una casa y un trabajo a todo ciudadano….

Buenos vecinos mejor que malos hermanos
Cataluña considera que se puede gobernar por sí misma. Es un hijo llegado a la mayoría de edad que se quiere emancipar y cree que le asiste todo el derecho. Por lo demás, toda una historia de siglos atestigua que las relaciones entre ambas partes a menudo se enrarecen. Ocurren conflictos con la lengua, agravios comparativos en la financiación, carencia de inversiones en comparación con otros lugares. Y el gobierno central acude a la querella ante muchas leyes procedentes de Catalunya. 

No es cosa de hoy lo que pasa. Basta con pronunciar algunos nombres como Primo de Rivera, Franco y el presidente Companys para que se acumulen inicuos e ignominiosos recuerdos en la mente de quienes conocen algo del paño. Añadamos a todo ello los recortes del Estatuto que aprobaron los parlamentos del Estado y de Catalunya para ser votados finalmente por el pueblo catalán. Unos recortes demandados por un partido político en el marco de una campaña hostil en la que también se pedía el boicot a los productos catalanes. 

Todos estos motivos empujan a pensar si no sería mejor ejercer como buenos vecinos en lugar de empeñarse en seguir viviendo como malos hermanos. 



Últimamente se ha llegado lejos en la represión del pueblo catalán. Prisión a los miembros del gobierno, utilización de los juzgados, un fiscal que amenaza a diestra y siniestra. Las Instituciones catalanas han sido incautadas y dirigidas desde fuera recibiendo un tratamiento menos respetuoso que el de una colonia. 

El gobierno del Estado siempre ha asegurado que no habría independencia. Pero al mismo tiempo se ha apresurado a facilitar el traslado de las empresas fuera del territorio catalán. ¿Cómo quedamos? ¿No se castiga así también a los que viven en Catalunya y no son partidarios de la secesión? Otro tanto cabría argumentar a propósito del corredor mediterráneo, subvencionado por Europa. Provocaría la hilaridad, si el asunto no fuera tan patético. ¿Por qué este empeño de derivarlo todo hacia el centro de la península? 

No es demasiado aventurado afirmar que detrás de estos hechos está la voluntad de una política de tierra quemada. Para que no se le ocurra a sus políticos resucitar el sentimiento de independencia en muchos años.

Entre legalidad y justicia

Mucho se ha hablado de la ilegalidad del referéndum y de todo el proceso. He hecho referencia a estudiosos de prestigio que no lo ven así. Sin embargo, supongamos que sí. Hay que gritar bien alto que la legalidad no equivale a la justicia. El esclavismo ha sido legal, así como el apartheid, por citar sólo unos botones de muestra. A la inversa, el aborto es legal, mientras que no es justo para numerosas conciencias.

Una cosa es la legalidad y otra bien diferente a la justicia. Y por si fuera poco no es ningún secreto que los mismos jueces hacen y deshacen de acuerdo a sus criterios, sentimientos y banderías. Hay quien manda a prisión preventiva por unos hechos que otros consideran merecedores de libertad condicional. 

La gente se escandaliza de ver políticos corruptos y partidos políticos corrompidos que siguen su ritmo tranquilamente. Quizás acabarán yendo a la cárcel algunos de sus miembros, pero pueden pasar años y años antes de que el día llegue. Se alega que la justicia es lenta, aunque cuando conviene acelera el paso de modo asombroso. Algunos jueces son capaces de citar, escuchar la declaración y mandar a la cárcel en cuestión de horas. Puede que se encuentren sutiles razones jurídicas para tales comportamientos, pero la gente de la calle —denlo por seguro— no lo entiende.


Surge la sospecha de que el gobierno del Estado desea humillar, arrasar, castigar. En la línea que rugía un numeroso grupo de ciudadanos al despedir a los policías que viajaban a Catalunya: ¡a por ellos! Abundan los corazones vengativos, más que los que buscan justicia. Por otra parte, se repite el comportamiento del Estado siglos atrás en relación a los pueblos de América del Sur. No se fue en son de paz. Sólo se marchó cuando fue echado de malos modos. Nada que se parezca a una especie de Commonwealth.

Los obispos de Cataluña caminan con pies de plomo al aludir al asunto de la independencia. Pero han pronunciado unas palabras, muchas veces repetidas, que son ilustrativas. El reconocimiento de una cultura específica catalana expresada, especialmente, en la lengua, se une al reconocimiento de la propia nacionalidad y al del derecho al autogobierno. Así lo escribieron los Obispos de Cataluña en 1985 en la carta pastoral Las raíces de Cataluña. Sí, Cataluña es una nación porque posee una lengua propia, una historia milenaria, unas costumbres y una tradición de fuertes raíces. ¿Qué más se requiere para constituirse en nación? (CONTINUARÁ)

sábado, 4 de noviembre de 2017

El mensaje y el mensajero

Los periódicos no sólo informan, sino que opinan sutilmente en el mero hecho de titular la noticia. La televisión no sólo informa, también opina solapadamente a través de la mueca del locutor. Las emisoras de radio opinan también según el tono y el horario reservado a la noticia. Opinan, por supuesto, las revistas cuando ilustran la noticia con precisas imágenes. Y cuando la colocan en el apartado de sociedad, curiosidades, farándula, etc.
Tiene mucho que ver en todo este proceso la orientación política y económica de los dueños de cada medio, sus intereses, y el de los consumidores habituales. Por lo demás, factores como la proximidad de la noticia, su actualidad, su espectacularidad, su morbosidad, etc., influyen de manera decisiva. Lo confirman los manuales a propósito de cómo gestionar la información.
Los códigos de la comunicación
La Buena Noticia no puede escamotear este proceso alegando que se sitúa en otro plano. En primer lugar, porque los evangelizadores son —quiéranlo o no— materia noticiable. Y de nada sirve su alegato de que no les interesa la atención pública, que sólo pretenden ser hombres de Dios. Viven en la sociedad y ésta tiene unas leyes que ya están inventadas. A ellos se les trata con los criterios generales aplicables a la prensa escrita o hablada.
De lo cual derivan resultados más bien negativos para la causa de la fe. Las iglesias y sus ministros aparecen por los motivos que más interesan al público, el cual suele cebarse en lo menos edificante que llevan a cabo los protagonistas religiosos.
Prestos a evitar ambigüedades, a difundir la buena noticia y armados con las mejores intenciones, de pronto unos creyentes piensan dar con la solución. Van a crear sus propios medios de difusión, a los que darán un toque de unción y un amplio contenido evangélico. Se acabaron los condicionamientos y las limitaciones.
Pero olvidan que los medios de comunicación exigen un lenguaje peculiar, un lenguaje periodístico, adaptado a cada medio. Y, aun cuando se consiga, los oyentes tenderán a cambiar el dial, la revista o el periódico, pues el mismo hecho de que ostente un determinado sello religioso ya impulsa a considerar su contenido como mera propaganda. Lo cual resta credibilidad a la noticia. De antemano, en la misma raíz, el hecho noticioso recibe una ráfaga de minusvaloración en pleno rostro.
Interesan los hechos, mucho más que el sesgo que le dan las emisoras religiosas. Los   creyentes que convencen por su autenticidad son noticiables. Y las cámaras van tras ellos. En cambio, los acontecimientos que se fuerzan para engrosar los noticieros religiosos suelen tener mucho menos eco. Siempre albergan la duda de si se trata de un producto genuino o si se ofrece un gato vestido de liebre..
La Iglesia debe reconsiderar su lenguaje. Cierto ropaje, determinadas vestimentas, tanto en el templo como en la calle… ¿ayudan a la sensibilidad moderna a captar la fibra última de la buena nueva? ¿No obedecen más bien a tradiciones, ideologías o tomas de postura cuyo nexo con el evangelio resulta débil y lejano, cuando no contradictorio?
¿Cómo juzgar determinadas expresiones, gestos y planteamientos que se desprenden de muchos predicadores en el púlpito? El hombre de hoy es especialmente sensible a ciertos tics de tufo clerical que rechaza visceralmente.

Encontrar los registros adecuados

¿Han encontrado los obispos el lenguaje adecuado para transmitir sus mensajes a través de cartas pastorales u otros documentos? Ellos lamentan que frecuentemente son manipulados por los medios de comunicación, pero no caen en la cuenta de que quizás dan pie a ello cuando usan y abusan de términos abstractos, decimonónicos e impenetrables para el ciudadano medio.
Algunos grandes pastores del pasado reciente de América Latina supieron inyectar credibilidad a su lenguaje, que por lo demás, ya andaba respaldado por la vida. Lo que decían no sonaba a hueco, se escuchaba con atención. Sabían qué decir y cómo decirlo al hombre de hoy. La emisora o el periódico confesional no siempre ayuda. En ocasiones obstaculiza los buenos propósitos.
Hay que felicitarse porque ahora mismo en la sede de Pedro hay un Papa que habla el mismo lenguaje que la gente a la cual se dirige. No es un hecho común. La comunicación del Papa Francisco tiene un tono de cercanía y de autenticidad que bien podrían imitar otros pastores.  Claro que no es sólo cuestión de palabras, sino que ello tiene que ver con el trasfondo de la propia vida. El comunicador del evangelio tiene que superar prejuicios, huir de frases hueras y de afirmaciones tópicas, pues que todo ello lastra profundamente los sermones, homilías o conferencias que ofrecen al público.  
Numerosos pastores dirigen el dedo acaloradamente hacia la cultura viciada de nuestra sociedad y le achacan haber perdido el norte, olvidar los valores cristianos. De muy escasa ayuda resultará seguir increpando a sus responsables. Sería más positivo pasar de una actitud polémica y defensiva —tal vez impulsada por el temor— a una postura de diálogo sincero. Una postura que ha ido dejando muchos jirones por el camino.

Comunicar equivale a expresar, a difundir, a amar. Efectivamente, en la relación amorosa son suficientes pequeños detalles —la mirada, la sonrisa, la caricia— para decirlo todo. El amor es la cumbre de la comunicación. Pues toda comunicación sincera y honesta es un acto de amor porque es un acto de solidaridad social, de transmisión de la verdad (o de una verdad, o de mi verdad, para ser más cautelosos). Es un acto de amor, a menos que la comunicación resulte secretamente impulsada por el afán de dominar, dictaminar y humillar.
A la hora de tomar la palabra, la pluma o el teclado, hoy día, un cristiano no puede permitirse el lujo de ignorar los códigos culturales en los que se desenvuelve. Debe acudir a la semántica que sus congéneres entienden. Para ello, es necesario que se sumerja en la cultura y sensibilidad de nuestro tiempo. Que logre ser hombre o mujer de su momento histórico y no le falte la habilidad para comunicarse con sus semejantes. Adquirir el lenguaje de los grandes medios de comunicación le será dado por añadidura, fluirá por sí mismo. No será sino una técnica de fácil aprendizaje.