El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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jueves, 28 de mayo de 2009

El humor, remedio garantizado

La vida está conformada por una mezcla de alegrías y tristezas, de dulzuras y amarguras, de goces y sufrimientos, de cercanías y alejamientos periódicos. También de emociones que oscilan de uno a otro extremo. Pues bien, el humor se ofrece para desempeñar el papel de puente entre los distintos estados de ánimo y para atemperar los excesos de los polos contrarios.

Beneficioso sentido del humor

El humor unta con la ecuanimidad los aconteceres diarios y así le hace una finta a los extremismos, impide la momificación de las emociones y supera la trampa de los superlativos. El humor es un gran guía a la hora de sortear los avatares de la existencia porque mira las cosas a la par que se distancia prudentemente de ellas. Así las aprecia mejor. Recurre a la ilusión cuando arrecia la tentación del pesimismo y se arrima a la mesura cuando el triunfalismo trata de infiltrarse.

El vocablo humor deriva del latín humor: líquido. A su vez procede de humidus: húmedo. A los líquidos o fluidos del cuerpo se les llamaba humores. Por enigmáticos vasos comunicantes al carácter o condición de la persona se la llamó humor. Y así se distinguieron cuatro caracteres: el melancólico, el colérico, el sanguíneo y el flemático. Cada uno de ellos estaba vinculado a un determinado fluido: la bilis, la sangre, la flema…)

El humor, tal como lo entendemos hoy día (el gracejo, la chispa, la ocurrencia), contribuye a que nuestra existencia se despliegue con fluidez. Humecta la sequedad del corazón, riega la aridez de la persona, rocía el ánimo del que se fugó el optimismo. El humor hidrata las actitudes adustas. En fin, el humor salpica la existencia con la gracia, la alegría, el ingenio, la jovialidad. El humor es el agua de la sabiduría. Curioso: se da un cierto parentesco con los efectos producidos por el Espíritu, según reza el conocido himno litúrgico.

El humor es la intuición que sabe encontrar el nexo entre dos imposibles y enlazar ideas opuestas. El humor logra desgarrar el velo de la estupidez como la poesía descorre el velo de la belleza. El humor es un excelente neutralizador del ácido llamado insulto.

Uno mismo no debiera tomarse demasiado en serio porque, en tal caso, la más mínima ofensa se agiganta. Por otra parte, el humor desarma al contrincante. Siempre me ha llamado la atención la anécdota que se cuenta del famoso escritor inglés Chesterton. Un día recibió una hoja en blanco con una sola palabra: imbécil. Reaccionó diciendo que había recibido muchas cartas sin firma, pero era la primera vez que recibía una firma sin carta.

A estas alturas nadie pensará que el humor al que me refiero coincide con la carcajada. En absoluto. Puede consistir en un leve rictus de labios, en una sonrisa pícara, en decir lo que nadie esperaría en unas circunstancias adversas.

Hasta el iracundo Nietzsche era partidario del humor. Decía: la potencia intelectual de un hombre se mide por la dosis de humor que es capaz de utilizar. Por su parte el reconocido político británico, Winston Churchill, afirmaba: La imaginación consuela a los hombres de lo que no pueden ser. El humor los consuela de lo que son.

Tomar la debida distancia

El humor actúa, las más de las veces, como un catalejo: toma la debida distancia para mejor apreciar las reales dimensiones de lo que observa. En un elevado tanto por ciento, se reduce a tomar nota de las proporciones o desproporciones. El humor consiste en afinar el sentido de la exactitud.

El humor se genera gracias al sentido de las proporciones, la precisión y el contraste. El señor fulano necesita oír títulos superlativos y hasta se enfada si no se los prodigan con abundancia... Cabe sospechar que su humanidad nada tiene de excelente ni de eminente. De ahí que se vea compelido a compensar su indigencia con las expresiones obsequiosas que le llegan del exterior.

A lo largo de sus páginas Jhonattan Swift relata en los viajes de Gulliver las guerras de la época y las interpreta como ridículas peleas entre liliputienses, es decir, entre enanos e individuos insignificantes. Miradas las cosas con la suficiente perspectiva de espacio y tiempo, algunos hechos que han causado grave conmoción y se han revestido de inusitada solemnidad, no son en absoluto trascendentes. Más bien anodinos o irrelevantes. Basta con echar una ojeada retrospectiva sobre las personales biografías y recordar momentos que en su día se creyeron de inusitada magnitud. ¿No es verdad que, a la distancia, impulsan a esbozar una sonrisa y acaso a sentir un leve rubor en la mejilla?

El humor es cuestión de proporciones. Pero hay individuos a los que no es necesario contrastar con su entorno con el fin de verificar su irrelevancia o discordancia. No. Ellos mismos dicen y hacen cosas distorsionadas. Son pura desproporción. En los tales debería pensar el ingenioso Quevedo cuando escribió que la sátira no es sino la mera enunciación de verdades desnudas.

Tenía razón el cáustico escritor. A algunos personajes basta con describirlos con toda objetividad, hacerles escuchar lo que han dicho o invitarles a releer lo que han escrito. Si no se avergüenzan ostentosamente o no explotan en sana carcajada sobre ellos mismos, el diagnóstico es grave.

Frecuentemente hay quien trata de distanciarse del común de los mortales. Ya sea en la vestimenta, la comida, el trato, etc. Pues bien, en la misma medida en que tiende a alejarse de ellos acarrea sobre sí mayores dosis de humor.

Y es que cuando alguien trata de huir de las pequeñas miserias y penurias que persiguen a los mortales, cuando alguien no se conforma con pagar los tributos que considera menos decorosos, las tales miserias y tributos le persiguen como su sombra. Ahora bien, el espectáculo de un individuo que corretea y da vueltas para despistar a su propia sombra no deja de ser un buen tema de humor.

martes, 19 de mayo de 2009

Elogio del libro

He leído en varias ocasiones sobre las bondades del libro electrónico. Hay compañías que emprenden verdaderas ofensivas para impulsarlo. Entre otras ventajas esgrimen que finalmente “el saber no ocupará lugar”. Podremos descargarnos al instante los libros que deseemos sin necesidad de amontonar ejemplares en el escaso espacio de la casa.

El hecho es que el libro electrónico lleva ya existiendo más de diez años y no acaba de calar en el público. Quizás porque a los fabricantes y vendedores les ha pasado por alto un elemento humano en el que no han reparado. Los libros gustan precisamente porque ocupan lugar. Porque son como el nido que nos forma y conforma. Porque entre sus hojas se ocultan girones del propio ser: las sorpresas, indignaciones, deseos e ilusiones que fluyeron a borbotones mientras se leían.

Todo permanece como destilado y condensado en las páginas del libro. Hasta su olor habla de los momentos gozosos en que hemos absorbido con fruición el néctar de sus páginas. Y en el invierno lluvioso, cuando toman cuerpo las secretas melancolías, una mirada al estante repleto de volúmenes, mejor o peor encuadernados, nos ata al pasado y hasta cierto punto nos orienta hacia el futuro.

Como sucede con los paisajes que han alimentado la infancia, puede que se hayan borrado del cerebro los contenidos del libro, sin embargo, en cuanto vuelven a hojearse, de nuevo se produce el milagro y aparecen las emociones evaporadas.

Páginas amarillas, lomos de piel manchada, hojas arrugadas… puede que sean libros en ruina, pero conducen hacia los secretos pasadizos que iluminaron la adolescencia y la juventud.

Estas virtudes no las tienen los libros electrónicos. Yo estoy a favor de los libros de carne y hueso -de papel y lomo de piel-, aunque hoy día lea mucho más en las pantallas luminosas de estos aparatos asépticos llamados monitores. Lo cortés no quita lo valiente.

Una memoria exterior a nosotros

Y como estos párrafos se me antojan más bien breves para conformar un artículo, voy a añadir otros pensamientos acerca de los libros. Estos aparecen cuando necesitamos saber más de lo que nuestro cerebro logra contener. La información queda fuera de nosotros. Tenemos una memoria ajena a nuestro cuerpo. Una memoria fabulosa llamada biblioteca.

El soporte que nos permite leer -al menos hasta hace poco- procede de la materia vegetal. Encima de la misma se imprimen signos en contraste con el color del fondo. Pues bien, gracias a la creatividad y a la habilidad de los antiguos somos capaces de apropiarnos de los pensamientos y las emociones de gente que murió hace muchos años. Pasan las centurias y cabe escuchar la voz del autor surgiendo de las páginas del libro. La escritura es el maravilloso invento que vincula a ciudadanos de épocas lejanas y de espacios distantes. Los libros rompen todas las barreras.

Por el módico precio de un almuerzo se puede uno enterar de lo que sucedió en la época de la civilización griega, de las emociones que embargaron el ánimo de F. Dostoievski, de la socarronería que albergaba el sutil F. Quevedo… Cabe aprender sobre el origen de las especies, la interpretación de los sueños, el misterio de las galaxias…

Caso de que la información sólo pudiera viajar de boca en boca, muy poco informados andaríamos sobre nuestro pasado y con una desesperante lentitud caminaríamos por la senda del progreso. Aunque la comparación resulte un poco cursi diré que los libros son como un corcel que nos permite viajar a través del tiempo y recoger la sabiduría de los abuelos que nos precedieron.

Esta segunda parte de mi escrito sobre los libros y su valor me la ha sugerido, por contraste, un acontecimiento poco grato. He visitado una minúscula biblioteca que tiempos atrás había puesto en pie. Sólo he encontrado ruinas. Libros maltratados que bien pudieran interponer una querella contra sus dueños si lograran desplazarse hasta el juzgado. Ellos, tan serviciales, siempre dispuestos a ofrecer el lomo y a dejarse cachear, tan repletos de sabiduría, ¿qué reciben a cambio? Se los mantiene en lugares húmedos, amontonados promiscuamente, sin protección frente al pillaje y la rapiña.

Los derechos humanos, los derechos de los animales y hasta de los vegetales. Pero, ¿y los de los libros?

lunes, 11 de mayo de 2009

Viajar puede ser provechoso o ruinoso

En mi viaje de más de ocho horas en avión -de Madrid a S. Juan de P. Rico- le he dado vueltas a los beneficios que aporta el hecho de viajar. El primero de todos ellos: cuando en determinadas circunstancias te agobia la rutina y una cierta desazón te acapara el ánimo por motivos varios, rompes con lo cotidiano. Viajar oxigena, reanima, vivifica profundamente.

Los automatismos, las inercias, los tics repetitivos son tremendamente limitativos. Llega un momento en que encadenan a la persona a su pequeño y archiconocido entorno. Lo terrible del caso es que, no sólo acaba encontrándose bien, sino que no puede hacer a menos de su diminuto, desgastado y consabido mundo. No quiere cambiar de espacio, ni de clima, ni de gastronomía. Uno está tentado de decir que individuos así van languideciendo y mueren antes de morir. Cualquier alteración de su orden les sobresalta y les produce grave malestar. Consideran que es un atentado contra su dignidad.

El viaje, en algunos casos, te permite encontrar a los amigos y conocidos con los que un día conviviste o trataste simplemente. El cambio de lugar, sobre todo si se trata de territorios realmente diferentes por la naturaleza, el clima, las costumbres, provoca un interés añadido. Uno se mueve por los nuevos andurriales con ojos nuevos. Lo ve todo distinto. Los colores son más vivos, las facciones de la gente se le antojan inconfundibles.

La belleza del paisaje… y de la gastronomía

Por supuesto, en este apartado no hay que olvidar la gastronomía. Constituye una parte importante del placer de viajar. Me parece de una pobreza alarmante añorar los platos archiconocidos del país de origen cuando se tiene la oportunidad de degustar nuevos modos de cocinar. Hasta considero una falta de respeto no apreciar cómo se combinan los alimentos, las salsas, los sabores... Pues hay quien engulle las finezas del lugar visitado añorando los platos que le alimentan los 365 días del año. Está en su derecho, aunque eche de menos platos tal vez mediocres, pero ello no le favorece. Habla de su ausencia de inquietudes, su estrechez de miras, así como de la parálisis de sus papilas gustativas.

Todos los paisajes tienen una belleza característica que brota de su originalidad. El desierto es hermoso en su adustez. También en la arena o los peñascos logra ver, quien goza del don de una mirada taladradora, la magia y la belleza del paisaje. En el cielo estrellado se reflejan sus inquietudes, en el silencio del suelo que pisa rebotan sus expectativas. El trópico, por su prte, tiene un colorido especial. Los olores y sonidos difieren de los de otras latitudes. Las playas cercanas invitan a tumbarse bajo la palmera y otear el horizonte en plan soñador.

En el desierto o en el bullir del trópico hay que apreciar la huella milenaria que han dejado los hombres y mujeres que vivieron bajo estos firmamentos. Inventores, escritores, físicos, filósofos... Y también gente capacitada para los menesteres más cotidianos: modistos, cocineros, fontaneros... Es un privilegio pisar las tierras que tantos antepasados recorrieron años atrás.

Un género típico desde la antigüedad

El género de los relatos de viaje cruza transversalmente toda la literatura. En las autopistas del lenguaje -a veces convertidas en selvas inextricables- se tropieza con aventureros, investigadores, escritores, periodistas o simples caminantes que quieren dejar el testimonio de sus emociones. Las que han provocado el camino pisado, el paisaje contemplado, las costumbres experimentadas, los seres humanos con los que han topado. Los diarios de viaje exhalan la fascinación por lo distinto, la extrañeza de lo inédito. Ciñámonos a los más clásicos: Ulises, Marco Polo, Cristóbal Colón.

Los diarios de viaje mezclan los elementos narrativos con los descriptivos y ensayísticos… Se trata de un género específico que goza de amplias libertades. Porque el viajero mira fijamente a la vida y ésta no sigue un protocolo establecido. A veces grita, otras se estremece de placer, en ocasiones reflexiona y también sabe mirar hacia atrás con ademán de historiador.

El escritor amante del género de relatos de viaje en estado puro sólo necesita de una mochila, un cuaderno y un lápiz. Se trata de un género en el que estorba la biblioteca y por eso hay que huir lejos de ella. Las notas y apuntes hay que tomarlos en los momentos menos indicados, en circunstancias peregrinas. Quizás incluso haya que levantarse a media noche para que no se evapore la idea que por un instante agitó sus alas en la mente del viajero.

Viajar equivale a descubrir nuevas tierras, aproximarse a su misterio, gozar de sus paisajes, sus personas, costumbres y manjares. Viajar invita a mantener los ojos fijos en lo novedoso y desconocido. Pero también a respetar lo que se mira, las tierras que se pisan.

Amar la tierra propia y la ajena

Quien ama su propia tierra sabe amar las de los demás y se interesa por las costumbres ajenas, por el folclore y la gastronomía de cada sitio. Así disfruta mucho más del viaje. Es de muy mal gusto comparar una y otra vez mi tierra y mis costumbres con las de los demás para criticarlas. Añorar el regreso porque no se aguanta el carácter de los nuevos vecinos y rechazar la comida típica de la localidad constituye una actitud que produce tristeza.

Soy testigo de que quienes dicen amar a su tierra y desprecian las otras, en realidad son seres humanos de inquietudes menguadas y sentimientos dudosos. Lo soy también de que quienes dicen querer mucho su lengua, pero se desinteresan de aprender otras, quizás hace esta afirmación por pura incapacidad. También la zorra de la fábula alegaba que las uvas estaban verdes, pues que no lograba alcanzarlas. Si encima no toleran que en el entorno se escuchen sonidos ajenos a su idioma único y exclusivo, tal vez haya que sospechar algún trastorno vinculado con la carestía mental y emocional.

Viajar vale la pena, a pesar de las inclemencias del tiempo, de las aglomeraciones de los aeropuertos, de las maletas extraviadas, del cansancio al fin de la jornada y del robo de que podemos ser víctimas. Estoy en San Juan de P. Rico. Ocho horas de avión me han permitido disfrutar de la magia.

viernes, 1 de mayo de 2009

Perdonen si hoy hablo de fútbol

Hoy me adentro en un tema que tiene más de emocional que otra cosa. Lo cierto es que mueve una cantidad de pasiones increíble. Los periódicos lo mantienen omnipresente, una edición tras otra. En los diarios de la TV siempre se le dedican largos minutos. La gente lo convierte en tema protagónico de sus discusiones. Desata apuestas, provoca socarronerías y no se detiene ante los insultos.

Me refiero al deporte en general y muy en particular al fútbol. Más en concreto, a la rivalidad existente entre grandes clubes: el Madrid y el Barcelona. Justamente el partido que se jugará mañana sábado y cuyos comentarios no se apagan no obstante el fragor de la deplorable crisis económica que nos afecta y de la nefasta peste porcina que nos amenaza.

Desde una óptica racional no es posible dar explicación al fenómeno. Pero es que sus raíces no se hallan en la razón, sino en la emoción. Se juega mucho más que la entrada de un balón en la portería. Rivalidades regionales, concepciones políticas, arreglos de cuentas de partidos anteriores, ideas divergentes del fútbol… todo ello choca cuando topan entre sí las piernas de los adversarios.

¿Por qué es así? ¿Por qué se confían tales argumentos al incierto vaivén de un balón? No hay respuesta. Pero sí es muy comprobable que el hincha se estremece con los pases geométricos del jugador de moda, pases que se diría trazados en tiralíneas. El público suelta un “huy…” digno de las mejores causas cuando la pelota parecía tocar la red, pero se resistió a hacerlo en el último momento. El espectador se descompone -por muy honorable que sea en la oficina- cuando el gol hace su aparición.

Se ha dicho más de una vez que el deporte, en cierto modo, ha sustituido a la religión, que vive en horas bajas. Es cierto. Hay toda una preparación ascética de los jugadores -entrenos, concentraciones, lejos de novias y esposas- que mantiene la expectativa hasta tanto llega el momento señalado. Luego se reúne una multitud de hinchas fervorosos y exultantes en el estadio. Se animan mutuamente mucho antes del inicio de la ceremonia. Son los miembros de este pueblo enfervorizado que vibra al unísono.

Hasta existe todo un lenguaje configurado por el fútbol. Numerosas publicaciones diarias, de muchas páginas, se alimentan de esta inagotable cantera. Y los medios corren detrás de los futbolistas para entrevistarlos, aun cuando resulte penoso -por anodino, trivial e insignificante- escuchar sus declaraciones. Pero son los cracs, los protagonistas, los dioses de esta novedosa religión.

El césped refulge bajo las luces. Las cámaras no se pierden detalle. Suena un himno que habla de batallas pundonorosas y persistentes. Los jugadores erguidos y en fila miran embelesados hacia las gradas. Han dicho que lo van a dar todo por los colores, por el escudo.

Empieza el partido y los espectadores rugen. El árbitro que se equivoca al pitar es la personalización del diablo. Atrae los más graves insultos sobre su persona. Se escuchan amenazas de muerte.

Acabará el partido y la decepción pesará como una losa o bien el gozo irradiará como sol de verano. Lo cual propiciará nuevos artículos en la prensa, provocará ulteriores apuestas y servirá para que los comentarios a los escritos de internet se llenen de ironías, befas, vocablos soeces y desfachatados.

El fútbol ha venido a ser una religión. Tiene su jerarquía: presidente, entrenador, directivo… Exhibe sus símbolos: camiseta, escudo, estadio… No falta el himno. Por supuesto que cuenta con entusiastas partidarios: los hinchas. Dispone de una infraestructura mediática: periódicos, programas de Televisión, emisoras, etc. No faltan los personajes más populares, que a veces se asimilan a los santos, a los mártires o a los profetas, según obedezcan al entrenador, caigan lesionados bajo los pies del adversario o critiquen sin piedad las injusticias perpetradas por el árbitro. Claro está, también hay traidores y desertores que se convierten en el blanco de las iras populares.

Cada equipo tiene su historia sagrada donde los buenos y los malos, los éxitos y los fracasos se fijan para siempre: la crónica de las grandes batallas, las hazañas de los cracs, los momentos fundacionales.

Cabe hacer una caricatura de todo ello y decir que el conjunto no tiene pies ni cabeza. Cierto, se trata de algo irracional, pero que está ahí, que mueve pasiones, propicia ganancias exorbitantes, provoca insomnios y hasta infartos. A lo largo de la semana el humor de numerosas personas tiene mucho que ver con el resultado del domingo. Lo cual alimenta las befas de unos y el sufrimiento de sus destinatarios. El sufrido hincha experimenta la postración y teme el insomnio nocturno.

Ésa es la realidad. Más allá de menosprecio o la indiferencia convendría hurgar un poco en lo que da pábulo a esta desmesura. Porque el hecho es que el fenómeno no surge de la nada. Algo debe explicar sus múltiples facetas. ¿Necesidad de distracción? ¿Urgencia de soltar adrenalina? ¿Premura de romper con el ritmo cotidiano? ¿Ganas de encontrarse con los demás hinchas de la misma religión?

Es indiscutible: el fútbol provoca estos acontecimientos y estas pasiones. No de solo pan vive el hombre. No de sola racionalidad se alimenta la persona. Lo que no parece importante, sí lo es en buena medida.

Se me ocurre que en la Iglesia de Dios acontece algo parecido. No sólo de liturgia o de doctrina vive el hombre, no sólo de razones se alimentan los feligreses. Los detalles que menosprecian los directivos, tales como la acogida en las Iglesias, el diálogo cara a cara, la accesibilidad, son importantes. Las iglesias evangélicas han sido más perspicaces para los pequeños detalles. Y les ha ido mejor. El fútbol será una religión laica y advenediza, pero puede enseñar algún pequeño detalle a la religión formal de toda la vida.